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SEMANARIO

Reproducción, materialidad y género. Pensar el feminismo desde el marxismo

Por las revistas: Laia Jubany

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Ilustración: Clara-Iris Ramos para Catarsi

Reproducción, materialidad y género. Pensar el feminismo desde el marxismo

Laia Jubany

Ideas de Izquierda

Presentamos tres artículos de "De lo personal a lo político", el monográfico N.º 5 de la revista catalana Catarsi del otoño-invierno (septentrional) 2021. Los artículos seleccionados, inéditos en castellano, abordan el debate sobre la perspectiva materialista de la cuestión de género (Laia Jubany), contra el punitivismo dentro de los movimientos sociales transformadores (Laura Macaya Andrés) y sobre la relación entre la lucha por la emancipación de las mujeres y el socialismo (Andrea D’Atri).

A menudo se trata la construcción del género como una cuestión cultural, una representación y ritualización que sucede paralelamente a la economía. Este artículo sitúa desde una perspectiva marxista cómo las opresiones, y en este caso la construcción del género, es tan sistema como la misma economía. Por lo tanto, hay que asumir su superación como clase trabajadora.

Pasada la Segunda Guerra Mundial se extendieron las teorizaciones alrededor del género y la feminidad en el seno de los movimientos y organizaciones políticas de Occidente. Cuestiones que serán capitales para entender políticamente los años setenta y que posteriormente llegarán a desarrollar preguntas tales como ahora qué es la identidad, qué es el género, qué es una mujer (y en menor medida, un hombre) o cómo se vive la feminidad. Cuestiones que hoy vuelven con fuerza a las sociedades occidentales.

En este texto se han simplificado las posiciones feministas y socialistas. Es algo esquemático pero me permite identificar tendencias para introducir el argumento central: la importancia de recuperar lecturas materialistas del patriarcado, analizar las funciones sociales que perpetúan y reproducen el género. En este caso, queda centrado en el machismo/ patriarcado/ género, pero el planteamiento también puede ser válido para otras formas de opresión.

La estructura con la que abordo este asunto es la siguiente: primero justificaré por qué es necesario intervenir en el debate de las identidades y el género. Luego situaré de dónde provienen algunas posiciones que desde el marxismo y el feminismo han dividido las cuestiones económicas, subjetivas y culturales, para después plantear su unión. Por último, y enlazando con la importancia que le daba al inicio, voy a intentar concretar el planteamiento tomando como ejemplo la lucha por los derechos sexuales y reproductivos, puesto que la reproducción es uno de los temas centrales en la división sexual e incluso está relacionada con el origen del patriarcado. Esta lucha, que tuvo lugar en los años sesenta y setenta a escala mundial y que en los Países Catalanes llegaría durante la Transición, es un ejemplo de cómo el feminismo ha cambiado objetivos económicos y cuestiones materiales y, recíprocamente, ha modificado la identidad y el género de las mujeres.

La importancia del género

Últimamente nos hemos encontrado en los debates políticos cuestiones como qué es ser una mujer, cómo se conforman las familias, la función de la maternidad y sus prácticas. En mi opinión el crecimiento de estos debates se explica por el auge del movimiento feminista, pero también por más de una década de crisis económica internacional donde crece el número de personas expulsadas del mercado de trabajo y se tensan las jerarquías preexistentes. Las expulsiones del mercado laboral son también expulsiones de los marcos formales de la sociedad: quién forma parte, quién tendrá derechos, quién tendrá ingresos. Ahí existe una redefinición de los márgenes sociales, así como de los diversos colectivos que conforman la clase trabajadora. Si no hay una unidad previa, si existen jerarquías y opresiones dentro de la clase, crece el machismo, el racismo, los discursos que defienden fortalecer las fronteras, las penas y prisiones, el control social, etcétera. Se agudiza la competitividad dentro de la clase, pero, por el contrario, también pueden surgir personas contrarias a la jerarquización que toman la identidad como punto de partida de su resistencia a los efectos disciplinadores del sistema.

La pugna va más allá de definiciones y se traslada políticamente. En la cuestión del género, se retoman temáticas que ya encontrábamos en los años setenta y ochenta. Reproducimos tensiones entre género y clase, feminismo y socialismo, que pueden llegar a presentarse de forma dicotómica bajo diferentes aproximaciones: identitarias o materiales, de reconocimiento o redistribución, posmodernidad o marxismo, cultura o economía, patriarcado o capitalismo.

En la actualidad debatir sobre las identidades en términos de estar a favor o en contra tiene poco sentido. Existen y se articulan políticamente. Tienen relación con la subjetivación, con las expectativas de comportamiento que socialmente se esperan por el hecho tener unas características concretas, con las formas de entender y estar en el mundo, y por tanto, también con las expectativas y maneras de perpetuarlo lo o transformarlo.

No toda crítica a la cuestión de las identidades debe relativizarse. Es innegable que existen diferentes marcos teóricos o prácticas y estrategias políticas no siempre compatibles, que reflejan prioridades distintas o incluso antagonismos. También podemos reconocer las tendencias en la parcelación, cuando algunas aproximaciones detectan las identidades de forma inconexa, y dificultan una unidad de clase. Han sido más que señaladas las olimpiadas de la opresión en los movimientos sociales, que en términos políticos se han circunscrito a describir hechos y malestares, buscar el reconocimiento y el señalamiento sin plantear (y practicar) poner fin a las opresiones.

Ciertas posturas obreristas argumentan que hablar de la construcción del género, de sus implicaciones sociales y las vivencias asociadas es una temática liberal, identitaria o postmoderna, hecho que abre el campo a tratar estas cuestiones solo desde lecturas culturalistas o como una cuestión de rituales políticos. Paradójicamente, los mismos que hacen llamadas a la unidad de clase abogan por la creación de un proletariado internacional de identidad global, una postura que recuerda al multiculturalismo. Los mismos que esperan que el proletariado se active a partir de la búsqueda del Santo Grial del sujeto revolucionario, buscando despertar al colectivo elegido porque es el más pobre o el más trabajador, o lo que se sitúa en un punto concreto de la cadena de producción, obviando que la clase es un sujeto forjado en las luchas concretas que comparte una cosmovisión y no un segmento sociológico. Así pues, las identidades tienen un peso importante en los debates políticos, estratégicos y tácticos actuales, incluso para aquellos que están más desligados [1].

Alejándose de estas posiciones, otros socialistas han reconocido al machismo como una cuestión relevante, aunque a menudo han reducido la opresión de las mujeres a la división sexual del trabajo y la explotación, pasando de puntillas sobre la identidad de género, las identidades y libertades sexuales o el empoderamiento, que se han convertido en demandas populares en las últimas décadas y no se deberían ignorar. Si aspiramos a una sociedad igualitaria que se autogobierne políticamente, las presiones y las luchas populares por su realización deben ser cuestiones centrales. Como dice la marxista, feminista y antirracista Himani Bannerji en Building from Marx: Reflections on Class and Race:

… debe tener un contenido tan popular como realmente participativo. Este contenido debería ser el conjunto de demandas sociales y culturales concentradas en los movimientos sociales y organizaciones que trabajan por los derechos populares a todos los niveles. Esta actuación política requiere un enfoque social que conciba las formaciones sociales como conjuntos complejos, contradictorios e inclusivos de los fenómenos de las interacciones sociales.

Es una cuestión política pensar la relación que se establece con las temáticas populares, que también son las de la clase trabajadora, y que se expresan en los propios movimientos políticos. Este hecho no es un validador para cualquier tema. Hay que comprender qué se está expresando, cuáles son las diversas realidades que vive la clase trabajadora y cómo se conforman las desigualdades, la relación que se establece con el sistema de dominación, como se legitiman y reproducen estas desigualdades. Implica pensar a las personas en relación con la sociedad, donde tenemos experiencias diversas de forma consciente o inconsciente a través de prácticas, cultura, imágenes, símbolos, emociones, además de imperativos políticos y económicos. La clase es un concepto social.

De la reducción económica de la clase...

Influidos por el marxismo de la II Internacional y las codificaciones del estalinismo a mediados del siglo XX, venimos de décadas de debates que se repiten. Estas corrientes asumieron la parcelación de las ciencias sociales, entre hechos económicos y hechos sociales. Una de las consecuencias fue la concepción del capital como un producto económico y no como una relación social. Por extensión, las clases quedaban reducidas a posiciones económicas, que es una división que puede servir para hablar en la abstracción sin embargo, como decía antes, a medida que se va concretando debería relacionarse con la sociedad.

En este período, y con la expansión de la psicoterapia, la subjetividad quedó reducida a la alineación de los individuos debido a la relación con el trabajo (principalmente). Se presentaba la superación del estadio de alienación o de "falsa conciencia" adquiriendo "conciencia de clase" a partir de la comprensión de la posición económica en el sistema. Parece que se llegaba a través de un proceso cognitivo en solitario (o pequeño grupo) del estudio y la discusión que permitiría difundir la Verdad. Un proceso sin vínculos con prácticas, actividades grupales ni intervención en las masas. Una práctica netamente escolástica. La alienación, o su antónimo, "la conciencia de clase", se concebía aislada del género, la raza, la cultura, la lengua, la etnia, etcétera. Como mucho, estas características respondían a el estado cognitivo de la "falsa conciencia" en la que se reproducían las relaciones de producción.

Después de la Segunda Guerra Mundial, las corrientes marxistas empezaron a teorizar desde una mirada más hacia adentro, hacia uno mismo, cosa que tiende a crear una psicologización individualista del comportamiento. El yo, la subjetivación, la voluntad y el deseo ganan peso en las lecturas políticas. Es el período en el que aparecerá Fanon y el efecto del imperialismo en los sujetos colonizados, y es también la época de Foucault, por poner algún ejemplo. Esta mirada hacia adentro es compartida por quienes pensaban desde el feminismo. Destaca la figura de Simone De Beauvoir, que se pregunta qué ha supuesto en su vida ser una mujer y detecta el género como la construcción cultural de la mujer.

A partir de De Beauvoir se populariza la separación del sexo (concebido como un hecho biológico) y del género (la construcción social de las personas en relación con el sexo), en el que el género femenino es la alteridad al hombre, la alteridad de quien domina. El feminismo radical (que es una corriente, no una referencia a la radicalidad del feminismo) vinculó esta concepción con el marxismo como pensamiento hegemónico en la izquierda de la época. Se asociaban los roles del género femenino a la familiaridad y la reproducción de niños y maridos. A esta visión le llegan críticas por parte de feministas socialistas negras, que consideraban que se centraba en las experiencias de mujeres blancas de clase media, hecho que escribía una historia universal no compartida. El concepto central para las primeras feministas radicales era "mujer" sin (mucha) clase, raza, etnia, edad, orientación sexual, origen, etcétera, cuando en la práctica los roles de género asociados podían ser completamente diferentes entre mujeres: por ejemplo, la relación con la fuerza o la delicadeza, la dulzura, la familiaridad nuclear, extensa o comunitaria, la relación con el orden y la limpieza o la presión estética. Tan absurdo es concebir en términos sociales una clase sin género cómo reproducir una imagen donde los roles de género son iguales para todas.

Las marxistas también criticarían el feminismo radical porque este concebía el sistema patriarcal distinto del capitalista; lo describía reflejándolo con el antagonismo de clases, en que políticamente la burguesía era una clase a abolir, pero no era trasladable a los hombres. La separación en dos sistemas facilitaba la separación de lo económico y de lo social (explotación y género) sin explicar la interrelación.

Posteriormente, en los años noventa, el marxismo perdería centralidad en la izquierda y llegarían posiciones postestructuralistas a problematizar esta dicotomía sexo-género. Entendían que la división no era tan clara ni tan dicotómica (macho-hembra, hombre-mujer) y los debates serían en estos términos. También crecería la concepción culturalista del género, sin explicar a qué función ni a cuáles intereses respondía, a pesar de reconocer discriminaciones asociadas.

… a la clase como una categoría social

Las feministas radicales y las socialistas negras de la década de los setenta no estaban alejadas de un enfoque materialista del género, pero los términos del debate y la mezcla del análisis teórico con el conflicto político que existía en el seno de las organizaciones socialistas y las feministas son un error que, en mi opinión, todavía arrastramos.

En el capitalismo se necesita una estructura jerárquica para poder perpetuar la sociedad de clases que garantice la acumulación de capital, la piedra angular alrededor de la cual gira el sistema. No es la maldad de una asamblea de burgueses que decide aplicarnos diferentes opresiones, sino la conexión que estas tienen con la funcionalidad del sistema. Un sistema que se ha construido sobre la historia y las relaciones previamente existentes y que se perpetúan en la actualidad. El hecho social se convierte tanto en el punto de partida como el punto de llegada de la sociedad.

Las jerarquías se asumen desde diferentes niveles de sociedad y socialización, ya que no es posible la perpetuación de una sociedad solo con las estructuras de dominación formales como la represión, leyes y el Estado. Cuando la violencia de las estructuras formales debe utilizarse es que el sistema de dominación está en disputa y, por tanto, falla. Para garantizarlo y consolidarlo, la dominación debe naturalizarse a través de comportamientos, relaciones, emociones vinculadas que legitiman el sistema y lo perpetúan. Esto es la hegemonía.

Tal y como describe Mari Luz Esteban, en su libro Feminismoa eta politikaren eraldaketak (Feminismo y transformaciones políticas):

Analizar una sociedad o una cultura implica ir más allá del nivel normativo, simbólico o sociológico. Igualmente, los seres humanos no somos un mero vehículo de ideas o símbolos. La vida tiene una dimensión corporal, emocional y material, una dimensión performativa y productiva. Lo que sentimos tiene influencia en lo que hacemos y pensamos, y viceversa.

Eso que vivimos no podemos menospreciarlo: a menudo reproducimos la doctrina de dominación de forma individual y colectiva. Marx y Engels ya advertían en La ideología alemana que "las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante".

La construcción de género se vincula directamente con estas jerarquías y con el sistema de dominación vivido. Las subjetividades y la identidad que las relaciona son construcciones sociales que se encuentran vinculadas con la sociedad que habitan, en este caso el capitalismo. Fácilmente responderán a funciones, se relacionarán con la producción y reproducción de capital y sus dispositivos de disciplinamiento, ya sea de formas más o menos directas.

Podemos identificar de forma clara las discriminaciones de género en relación con el proceso de acumulación del capital en múltiples puntos. El más habitual es el mercado laboral. El trabajo remunerado es una gran fábrica de género, raza, edadismo, habilidades, etcétera, y de establecer y aprovechar las jerarquías que se dan. Jóvenes y migrantes que hacen de lavavajillas en cocinas, recogen fruta, precarias trabajadoras de comedores o jóvenes becarios que deben pagar por tener un contacto en el mercado laboral. El mercado laboral es un chantaje constante en el que las posiciones que se ocupan van vinculadas a expectativas de comportamiento. En las mujeres se evidencian las exigencias de ser "femeninas", especialmente de cara al público, pero también en relación con el sometimiento en una cadena de producción de manufacturas como, por ejemplo, las maquilas.

Cuanto menos se cumpla con la normatividad esperada, cuanto más nos alejamos del ideal de hombre o de mujer, más posibilidades tendremos de ser excluidos del mercado laboral o caer en las peores posiciones. Quedar excluido de la remuneración supone no acceder a la producción social que te permite tener acceso a las necesidades básicas ni al propio reconocimiento como sujeto de derechos. Es un chantaje que apunta directamente a la supervivencia, que se estructura a partir de múltiples discriminaciones y que tenemos totalmente naturalizado.

La posición no es igual para todos: pertenecer a una clase social u otra te permite afrontar las disrupciones del género con más o menos alternativas. La dureza y diligencia de una alta directiva o, tomando un ejemplo de Laia Facet, una artista trans de Hollywood o una pareja de lesbianas de clase alta no serán más transgresoras de género ni sufrirán las mismas consecuencias que las de una madre soltera de clase trabajadora.

En una sociedad en la que forzosamente se nos jerarquiza, también surgen relaciones jerárquicas dentro de la misma clase, que se viven de forma normalizada y se legitiman a base de que algunos obtienen beneficios e interiorizan la superioridad e inferioridad respectivas. Hecho que sitúa dos consideraciones. La primera es que todos y todas podemos ser opresores entre nosotros y aprovecharnos de nuestros compañeros y compañeras de clase. La segunda es que cuando decimos que de las opresiones se pueden extraer beneficios individuales o colectivos, nos referimos a que no siempre responden a una lógica de interés directo para el capital, sino que puede ser de interés para otros colectivos.

Al capital le da absolutamente igual si un hombre se ha hecho él solo el almuerzo, si hay una mujer detrás que le ha hecho una tortilla, o si la mujer se ha levantado a las seis de la mañana para preparar todos los trabajos domésticos, además de un asado de ternera previamente marinado y cocinado a fuego lento de cuatro a seis horas. Son situaciones que van evolucionando y que se legitiman en la economía, pero también en la subjetividad y emocionalidad, como por ejemplo en los vínculos de amor incondicional. Al capital tampoco le es directamente funcional que una mujer se depile o la silben por la calle, o le da igual si en una asamblea los hombres gozan de mayor legitimidad que las mujeres (y se traduce en una participación más insegura). Al capital no le es directamente funcional, pero indirectamente se establecen vivencias normalizadas de las jerarquías que son directamente funcionales en estructuras formales.

Las opresiones no son un subproducto del capitalismo, sino que están constituidas por el mismo capital, que necesita jerarquizar la fuerza de trabajo. No podemos entender cómo se forma el proletariado sin tener en cuenta el género, la raza, la edad, la orientación sexual, las capacidades físicas, la lengua, etcétera. Del mismo modo, no podríamos entender la conformación de la clase sin una organización económica basada en hacer necesaria la venta de la fuerza de trabajo y en abocarnos a organizar la supervivencia en los márgenes del sistema.

Si bien nos conforma una estructura de dominación, la vida no está totalmente determinada. La misma sociedad —la que reproduce las jerarquías— también presenta resistencias y es a la vez sujeto y espacio de lucha. Tenemos prácticas de resistencia a la dominación que influyen en cómo nos organizamos e intentamos romper con la dominación que reproducimos por defecto. Al mismo tiempo, también afectan a la estructura económica misma, ya que la estructura económica también son relaciones sociales, como se dice ahora, son co-constitutivas; una concepción contrapuesta a la división estructura-superestructura. Esta es la base de la lucha de clases: nos encontramos en una elaboración constante de dominación y resistencias. Y en la dominación y en las resistencias se articulan estructuras formales, prácticas, símbolos, cultura, emociones asociadas, etcétera. La sociedad es la creadora y el resultado de la historia.

Se dan prácticas de resistencias a la jerarquización en movimientos políticos como el antirracismo, el juvenil o el feminista, sobre todo en lo que respecta a la creación de raza, paternalismo y género. Es fácil ver cómo crece el aprendizaje y la seguridad de quien participa habitualmente en estos espacios, que después serán trasladables al resto de resistencias que establece. Asimismo, tiene mayor capacidad para detectar comportamientos opresivos y le permite intervenir. Desgraciadamente, a menudo son espacios de impacto reducido, no comparables a los hogares, los medios de comunicación o la educación en la difusión de las prácticas y hábitos de las relaciones sociales del día a día. Ampliar su potencialidad pasa por la capacidad de crear universalismos e incidir en las masas.

El control por la reproducción como ejemplo

Podemos encontrar un ejemplo de los vínculos entre identidad, género y lo material y económico en el control de la reproducción.

El control de la reproducción ha sido uno de los elementos que más ha modificado el género, la sexualidad y las relaciones entre hombres y mujeres. Rompe la concepción de la maternidad como un destino prácticamente asegurado para la mitad de la población y ha pasado a entenderse como una opción, y por tanto, cambia la definición y función de las mujeres, así como sus expectativas de vida. Considero que el control por la reproducción por parte de las mujeres ha sido el principal cambio de su relación con el trabajo asalariado. Asimismo, ha comportado a una reconfiguración de la sexualidad: se ha desvinculado de la fecundación y ha ganado peso el placer femenino (el masculino ya se concebía como tal), por tanto, se han abierto las posibilidades de la sexualidad y la diversidad prácticas.

Entrando en materia, las tecnologías asociadas en el control de la reproducción aparecen entre los años treinta y sesenta del siglo pasado: métodos abortivos, de cirugías esterilizadoras y la píldora anticonceptiva (el primer anticonceptivo casi sin margen de error). Su creación podría ser un cuento de terror, relacionado con intereses económicos y hegemonía política capitalista. Los métodos anticonceptivos se diseñaron para controlar la reproducción de la gente pobre, y se destinaron principalmente a países considerados "superpoblados" de zonas colonizadas (Asia, Latinoamérica), donde se estimaba que el crecimiento de la depauperación podía llevar a revoluciones y por tanto alimentar al bloque soviético. Ante el pánico de los Estados Unidos y Europa de ver peligrar su dominio político y económico, se inician enormes campañas internacionales (que mezclan educación y prácticas forzosas) para difundir estas tecnologías.

La lectura simple que extraeríamos, si lo dejáramos aquí, sería concebir los anticonceptivos como unos elementos negativos motivados por intereses económicos que han transformado el género, lo cultural. En este marco, en el que la economía determina la cultura, unas cuestiones materiales han modificado el género.

Otro relato de esta historia es cómo el movimiento obrero, principalmente anarquista, abrió clínicas para difundir métodos anticonceptivos y practicar abortos seguros ya desde la década de 1930. Si bien la demanda del acceso gratuito a el aborto se puede identificar como interclasista, a quien beneficiaba más directamente era a las mujeres de clase trabajadora. El resultado de un cambio de usos y comportamientos masivos entre las mujeres supondría modificar las relaciones entre sexos, en las expectativas de las mujeres, estudios, mercado laboral, etcétera, unos cambios materiales que comportarían cambios en los roles de género.

Si los movimientos obreros, anarquistas y feministas no hubieran concebido antes a las mujeres como a sujetos de derechos y el derecho al propio cuerpo, o las mismas mujeres no lo hubieran vivido así, las tecnologías para el control de la producción serían tecnologías impuestas y la reproducción, las etapas vitales de las mujeres y la demografía estarían directamente controladas por parte del capital y los Estados. También debía haber un cambio de concepción por lo que se refiere a la sexualidad, el cuerpo, la maternidad y las mujeres, tanto por parte de quien lo podía articular políticamente como de las mujeres en sí al concebirse como sujetos de derechos. Era un paso previo y paralelo para que allí hubiera una lucha política que reclamara utilizar los métodos anticonceptivos hasta llegar a una difusión masiva. Concebir a las mujeres como sujeto de derechos seguramente no habría sido posible sin unas luchas que actualmente pueden parecernos superficiales y simplistas, como el acceso al derecho a la educación.

Aunque suponga un cambio parcial, cocinado a fuego lento, y que no ha puesto fin a la opresión de las mujeres, podemos ver cómo los cambios materiales influyen en los culturales, y los cambios culturales influyen en los materiales. No pretendo, sin embargo, trazar una equivalencia entre los dos fenómenos, considero que los cambios materiales siempre tendrán más impacto en el cultural/ relacional/ conciencia pero esto se debe al carácter masivo, duradero y la capacidad de impregnar en las prácticas símbolos, relaciones sociales y procesos de subjetivación con tal de sobrevivir. La división entre material y cultural puede servir para situar debates, pero se muestra como una división artificial que no es explicativa de la sociedad.

Es debido a la vinculación de lo material y lo cultural que en los momentos revolucionarios es cuando se producen más cambios de ambos tipos. En poco tiempo se fusionan y reafirman cambios en la economía y cultura, en las expectativas y las prácticas, hasta tal punto que Rusia, Asia, Argelia o Cuba, con unas relaciones sociales que en su momento eran feudales, precapitalistas o coloniales, pasaron a ser sociedades pioneras al producirse fuertes roturas en las estructuras formales y en los roles y subjetividades en clave de clase, género y raza, tanto en las relaciones formales como en la expresión individual y su concepción. Sin embargo, estos cambios también se han demostrado reversibles.

Para ir terminando

El género se conforma en absolutamente todos los espacios de nuestra vida, se produce y reproduce en a través de estructuras formales e informales, simbólicas, culturales, emocionales, etcétera. Si identificamos que vivimos en una sociedad jerarquizada en el que la socialización de género sitúa a las personas identificadas como mujeres en una posición de desventaja y de opresión respecto a las identificadas como hombres, la oposición y disrupción, en la teoría y en la práctica, a estas jerarquías es un paso positivo cuando va de la mano de la superación del sistema y no se dirige a reforzar otras formas de opresión.

El peligro es concebir al género como una cuestión únicamente cultural o simbólica e ignorar los vínculos con estructuras formales relacionadas con el sistema capitalista y su proceso de acumulación, que solo pueden afrontarse con estrategias y prácticas de carácter masivo (también garantía de políticas dirigidas a la clase trabajadora, la mayoría de la sociedad). Por el contrario, mantener el foco en el punto cultural lleva a tratar la opresión del género como la búsqueda de un reconocimiento, sin modificar abiertamente las estructuras formales como son el trabajo, el Estado y la organización material de la vida privada, para ir hacia una sociedad más igualitaria. Para simplificar, si las posiciones culturalistas aceptan que el trabajo modifica a las mujeres, ¿quién modifica el trabajo y cómo lo modifica?

Los cambios masivos solo son posibles desafiando el sistema de dominación actual, disputándole el poder. Lo que ata la necesidad de comprender la dinámica de funcionamiento del sistema, la forma cómo se relaciona con las opresiones, con la movilización y organización para encaminarnos hacia a una sociedad igualitaria, para mí, sinónimo de una sociedad comunista.

Por último, al compartir un borrador de ese texto con una compañera, ella me pedía por qué yo daba tanta centralidad a la clase en un texto sobre género, lo que me lleva a aclarar y condensar la posición desde la que hablo. Defino el sistema en el que vivimos como capitalista, que en esencia necesita la acumulación y crecimiento del capital para poder sobrevivir. La forma como se organiza sitúa a cada individuo en un lugar concreto y específico del conjunto que permite reproducir día a día la sociedad. En cuanto a la clase trabajadora, el salario (se disfrute o no) es el elemento articulador de las relaciones sociales, desde donde se accede a la riqueza socialmente generada. Además, este sistema está históricamente caracterizado por ser patriarcal, racista, edadista, imperialista, colonial, etcétera. Al situar la acumulación del capital como aparte central del sistema, la producción domina la organización social. Según mi interpretación (socialista) los productores (la clase trabajadora) son quienes tienen el potencial organizativo y político para superar un sistema centrado en la producción de capital. Esta afirmación no niega la agencia o el valor político de otros grupos, es más, probablemente quienes más sufren en el sistema son personas que no trabajan de forma asalariada, que podemos imaginar como mujeres de países colonizados, racializadas y con múltiples cargas familiares que sobreviven en economías de subsistencia. Ellas también son clase trabajadora porque se encuentran jerarquizadas por la lógica que divide a vendedores y compradores de fuerza de trabajo y articula quien accede a la producción social. Por eso la preocupación que me movía era situar la liberación de las mujeres de clase trabajadora en relación con la lucha de clase, que debe ser feminista.


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NOTAS AL PIE

[1La autora hace referencia a los grupos, corrientes y figuras de la izquierda española, de cuño estalinista, que oponen la cuestión de la clase trabajadora a las demandas por reconocimiento y respeto de la diversidad identitaria. Es un fenómeno, sobre todo en países europeos, el surgimiento de corrientes políticas denominadas "rojipardas", es decir sectores de izquierda que ceden al nacionalismo y a otras ideologías conservadoras y reaccionarias.
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Laia Jubany

@laiajds
Economista. Integra el Seminario Taifa de Economía Crítica, de Barcelona y el comité de redacción de la revista catalana Catarsi.