Próximamente, la editorial El Cuenco de Plata lanzará en Argentina Mi cuerpo, ese deseo, esta ley. Reflexiones sobre la política de la sexualidad, del sociólogo francés Geoffroy de Lagasnerie. Un libro sugerente, provocador y controversial sobre la libertad sexual, la ineficacia del punitivismo en la reparación de las víctimas de violencia sexista y la necesidad de imaginar nuevos dispositivos que escapen a la lógica criminalizadora del Estado.
Cuando bajo la consigna de #MeToo célebres actrices de Hollywood denunciaron públicamente a renombrados hombres del ambiente por acosos laborales y abusos sexuales de diversa índole, otras actrices y personalidades de la cultura francesa respondieron con un manifiesto que irritó a la opinión pública. "La violación es un crimen. Pero la seducción insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista. Desde el caso Weinstein se ha producido una toma de conciencia sobre la violencia sexual ejercida contra las mujeres, especialmente en el marco profesional, donde ciertos hombres abusan de su poder. Eso era necesario", argumentaron las francesas. Y prosiguieron: "Pero es la característica del puritanismo tomar prestado, en nombre de un llamado bien general, los argumentos de la protección de las mujeres y su emancipación para vincularlas a un estado de víctimas eternas, pobres pequeñas cosas bajo la influencia de demoníacos machistas, como en los tiempos de la brujería" [1].
La polémica recorrió el mundo. Los análisis incluyeron argumentos sobre cierto patrimonio cultural nacional ligado a la seducción, el amor cortés y el galanteo que abonaron los estereotipos de la sexualidad francesa por siglos. Que personalidades de la cultura defiendan la libertad sexual también tiene una larga tradición en el país galo. El manifiesto por el derecho al aborto, redactado por Simone De Beauvoir en 1971, fue firmado por 343 mujeres intelectuales, artistas y personalidades de la cultura, y fue rebautizado como "el manifiesto de las 343 sinvergüenzas". En 1977, mientras se debatía una reforma del Código Penal, Michel Foucault, Jean-Paul Sartre, Jacques Derrida, Louis Althusser, Roland Barthes, Simone de Beauvoir, Gilles Deleuze, Félix Guattari y Jacques Rancière, entre otros, firmaron una petición –recientemente desempolvada en esta época de cancelaciones virtuales–, en la que exigían la derogación de varios artículos de la ley sobre la edad de consentimiento.
En esta tradición libertaria, pero también provocadora y contrariante, se inscribe el libro Mi cuerpo, ese deseo, esta ley. Reflexiones sobre la política de la sexualidad, de Geoffroy de Lagasnerie, de próxima aparición en castellano. El texto es una versión ampliada de una conferencia pronunciada por el filósofo y doctor en Sociología en un coloquio celebrado en París, el 19 de junio de 2021, sobre la obra del joven escritor Édouard Louis.
Quizás sea necesario explicitar algunos datos de la biografía del autor que actúen como coordenadas de inteligibilidad del debate que abre en este breve pero intenso texto, que motivó una encendida reacción en algunos medios franceses. En primer lugar, decir que de Lagasnerie es activista por la libertad sexual y los derechos civiles de la comunidad LGTBI+; que es pareja del destacado sociólogo Didier Eribon, 28 años mayor que él (y esto amerita ser mencionado porque se incluye en las argumentaciones desarrolladas en el texto que aquí reseñamos). También, que ha votado a la formación de izquierda liderada por Jean-Luc Mélenchon y que apoya la lucha del Comité Adama, fundado por Assa Traoré para exigir justicia para su hermano asesinado por la policía francesa en 2016, un hecho con características similares al que terminó con la vida de George Floyd en Estados Unidos, en 2020. Con Assa, de Lagasnerie publicó Le combat Adama, donde denuncian al Estado francés y la violencia policial ejercida contra el joven "por ser negro y vivir en un barrio obrero", como un instrumento que se aplica sistemáticamente contra los jóvenes racializados de los suburbios populares.
El relato de los otros sobre la experiencia de la víctima
Bajo la premisa de que el sistema judicial es uno de los brazos armados de la violencia estatal, Geoffroy de Lagasnerie desarrolla un alegato antipunitivista en debate con los reclamos de mayor represión contra la violencia sexual por parte de algunos sectores de los movimientos sociales progresistas. Se inscribe en una genealogía foucaultiana de crítica al dispositivo de la sexualidad –forjado en gran medida por la psiquiatría–, que propone despojarla de las investiduras moralistas que la convierten en una actividad especial, para considerarla "una actividad banal del cuerpo, una más entre otras" [2]. Como lo explicita su autor, este texto pretende reabrir un espacio de interrogantes, siempre sobre la base compartida de los feminismos de luchar "contra la violencia, las agresiones y las múltiples formas de dominación que sufren las mujeres y las minorías sexuales en todas las esferas de la vida social, profesional, doméstica" [3].
De Lagasnerie elige un camino argumentativo contrario al de las actrices francesas que rechazaron el #MeToo. Mientras ellas reclamaron que no se confundieran los "comportamientos inoportunos" con la violencia sexual, el sociólogo francés comienza con aquello que considera una experiencia traumática, hiriente y condenable: la violación. Para ello, parte de las vivencias de dos personas que fueron violadas. Una es su amigo, el escritor Édouard Louis, quien en la Nochebuena de 2012 fue víctima de engaño, robo, violación e intento de homicidio por parte de un partenaire sexual ocasional, y que se mantuvo firme en su decisión de no denunciarlo ante la Justicia, incluso a pesar de los consejos del propio de Lagasnerie y de Eribon, que se conmocionaron por lo acontecido. La otra es Samantha Geimer, quien fue abusada en 1977, cuando tenía 13 años, por el director de cine Roman Polanski, de 44.
De ambos señala que "fueron víctimas de una violación y no son víctimas de violación"[itálicas en el original]. Y anticipa: "Elijo voluntariamente esta formulación, conjugo el verbo en pasado y lo destaco, porque muchas de las cosas en juego aquí girarán en torno de la cuestión de la huella y el olvido, la construcción de uno mismo en relación con un acontecimiento traumático, la política del presente en relación con una herida antigua" [4]. La elección no es arbitraria. El caso de Geimer es, quizás, más significativo, porque lleva 45 años de exposición mediática permanente, a su pesar, ya que mucho tiempo después de que Polanski recibiera una condena menor y se fugara para no ir a la cárcel, Samantha lo volvió a demandar y el caso se resolvió extrajudicialmente mediante un acuerdo económico. Sin embargo, cuando ella dio por cerrado el asunto, la justicia norteamericana lo reabrió de oficio. Esto generó numerosas campañas a favor y en contra de Polanski y provocó que Samantha Geimer declarara en numerosas oportunidades que consideraba que él ya había pagado por su delito y que ella no quería que la siguieran vinculando al director de cine por aquel episodio que deseaba dejar atrás.
De estas dos historias personales, de Lagasnerie deduce la apropiación que otros hacen de los relatos de quienes fueron víctimas; cuestiona que sean otros (policía, justicia, medios de comunicación, movimientos activistas contra la violencia sexual, etc.) quienes examinen esas narrativas y conviertan a las personas que han sufrido el abuso en objetos de sus propios discursos. Cita las declaraciones de Samantha en una entrevista:
El sexo no duró mucho. Entendí lo que pasaba, que iba a terminar rápido y que podría volver a casa. El proceso y los medios, en cambio, fueron algo muy imprevisible, desconocido, con sorpresas atroces, exigencias aterradoras e injustas que se renovaban todos los días. Era imposible saber cuándo terminaría y si lo haría. Tuve la impresión de que había algo mucho más perverso, calculado, concebido para hacer mal [5].
El autor señala que al convertir a la víctima en un cuerpo-objeto narrado por otros, esta pierde toda subjetividad y, hablando en su nombre, se repite la lógica de la violación, en vez de interrumpirla. Más aún cuando el relato del otro contraría a la propia víctima, como muchas veces ha denunciado la propia Samantha Geimer. De esta manera, de Lagasnerie exhibe la paradoja que se manifiesta en el activismo que reclama darle voz a las víctimas de violencia sexual, pero que evita y excluye a los relatos que no encajan en el modelo preestablecido. Esa normativización de los relatos políticamente correctos de la violencia sexual, hechos en nombre de las víctimas que, por otras vías, siguen sometidas a ser objetos de otros, ¿no es acaso, también la cultura de la violación de la que hablan algunos sectores de los movimientos sociales? Esa es una de las preguntas que se hace de Lagasnerie.
¿Habilitamos la posibilidad de que personas que sufrieron una violación aspiren a articular su experiencia "con un discurso de oposición frente al aparato judicial e incluso, más en general, al enfoque represivo de la cuestión sexual en nuestras sociedades" [6]? Cualquier política de la sexualidad ¿no debería aceptar la pluralidad de las experiencias, diversidad que no atañe únicamente al deseo, a los cuerpos y a los goces, sino también a las heridas y los traumas? Si los movimientos progresistas luchan porque la legislación no restrinja esa pluralidad ni prescriba "una representación específica de la intimidad en detrimento de otras" [7], ¿por qué lo permitiríamos y, aún más, lo reclamaríamos, para delimitar normativamente una única manera de vivenciar el daño?
La lógica perversa del dispositivo represivo estatal
Estos son, precisamente, algunos de los temas que Édouard Louis explora en su novela Historia de la violencia, que de Lagasnerie cita en este texto, para señalar de qué manera la policía y la justicia instrumentalizan el relato de las víctimas para ejercer su propia violencia, incluso siendo "indiferentes a lo que veces representa su deseo de olvidar" [8]. Y de qué manera, con un objetivo diferente, los movimientos progresistas pueden quedar subsumidos en esta trampa.
Para ejemplificarlo, de Lagasnerie expone cómo el derecho democrático elemental a la defensa para un acusado por cualquier delito encierra una lógica perversa del aparato represivo del Estado cuando se trata de crímenes que implican a la sexualidad. Porque la misma lógica judicial contrastará el relato del acusado con el de la víctima, pondrá en tela de juicio su credibilidad, la defensa escrutará su intimidad para encontrar cualquier elemento que le permita justificar el accionar de su defendido. Es decir, el enfoque penal se contrapone a lo que muchas víctimas consideran reparador que es, más que nada, el reconocimiento por parte del autor del daño infligido. El dispositivo jurídico parte de lo contrario: el desconocimiento inicial del acusado de su responsabilidad en ese dolor. Sin el principio de inocencia, no hay procedimiento judicial válido. Y lo contrario, debe demostrarse, aunque esto obligue a la revictimización de la víctima que se verá obligada a retornar repetidamente sobre los hechos.
Llegado a este punto, de Lagasnerie acepta que "hay, sin duda, situaciones en las que no es concebible actuar de otra manera, cuando el delito es particularmente grave y, sobre todo, cuando existe el riesgo de verse expuesto una vez más al agresor" [9]. El autor resuelve la aporía recurriendo a una separación artificial entre la teoría y la práctica. Por eso aclara que su reflexión apunta al nivel de la construcción de los movimientos políticos y no de las experiencias individuales, donde es posible que la venganza y el castigo den la sensación de apaciguar la herida y el trauma personal. Los argumentos que quizás abonen reflexiones de índole libertaria sobre la sexualidad y contra los dispositivos represivos del Estado pueden dejarse en suspenso a la hora de atravesar una experiencia singular de violencia. ¿Cómo definir la verdad de una experiencia íntima del cuerpo y la sexualidad? Más adelante intenta responder a esto señalando un criterio que podría universalizarse y que surge del propio movimiento de activistas cuando señalan –“con justa razón", dice de Lagasnerie– "que la violación no es un asunto de sexualidad sino de violencia". Lo que, entonces, permite pensar "el abordaje de la violación como una violencia física –como una agresión–, y abolir la referencia a la sexualidad" [10].
Entonces, separados los casos "particularmente graves", aborda la discusión que disparó el #MeToo sobre "un espectro cada vez más grande de interacciones" eróticas o sexuales, que no implican coacción física. Frente a esas otras experiencias que se desarrollan en una "zona gris" es donde de Lagasnerie se pregunta si someterse a los largos y penosos procesos judiciales vale más que "evitar hacer de lo que nos sucede un asunto traumático" [11]. No solo porque la insistencia en la judicialización no parece contemplar siempre los intereses de las víctimas, sino también porque el enfoque represivo de la sexualidad no le parece que conduzca a acciones eficaces "contra las estructuras que hacen posibles los hechos denunciados" [12].
Y señala otra paradoja que compartimos: si denunciamos que las estructuras sociales dan forma a las subjetividades violentas y que, entonces, se trata de un problema del sistema, ¿es lícito recurrir, en toda0s las ocasiones, al aparato penal que responde de manera individualizada a esos problemas? [13]. Dicho en otros términos, allí donde en los años ’70 habríamos hablado de opresión o discriminación originadas en estructuras patriarcales, hoy se insiste en categorizar acontecimientos singulares de violencia sexual. Allí donde se proponía un combate político, hoy se propone una judicialización. Y de Lagasnerie se pregunta si no es contraproducente para los propios movimientos feministas y de las minorías sexuales que luchan contra la dominación.
La imposibilidad del libre consentimiento y la construcción del trauma
Pero esas "zonas grises" presentan un verdadero problema ético y político para los movimientos sociales que luchan contra la violencia sexista y al mismo tiempo por la libertad sexual. Por eso, quizás el aspecto más controversial de este libro se encuentre en el abordaje de "la realidad del deseo en situación desigualitaria" y la noción de consentimiento. ¿Qué sucede cuando no hay una coacción física pero la experiencia sexual ocurre entre sujetos en posiciones sociales desiguales? Aquí es donde recurre al ejemplo de su propio vínculo con Didier Eribon, cuando de Lagasnerie era un joven alumno universitario y el prestigioso sociólogo era profesor, contaba con numerosas publicaciones y un importante reconocimiento internacional por su trayectoria intelectual.
Forzando la lógica argumentativa, de Lagasnerie pregunta cómo sería un deseo neutro, es decir, que no surja ya viciado por las determinaciones de una sociedad en la que en las relaciones entre personas de edades, grupos, razas y géneros diferentes, esas diferencias implican una jerarquía. Se pregunta si el anhelo de un deseo normativizado en la homogeneidad y la equivalencia, pero en una sociedad que no es igualitaria, no abonaría a un proyecto reaccionario. Porque implicaría establecer "razones legítimas para desear a alguien o definir las propias elecciones de objeto y otras que sean la expresión de fuerzas exógenas que desvían las pulsiones en un sentido distinto y hacen de ellas la oportunidad de prácticas de captación o prácticas alienadas, según la óptica adoptada" [14].
El autor denuncia una aporía discursiva entre la narrativa progresista que acusa a la sociedad de estar atravesada por las inequidades, la opresión, la discriminación y, por otro lado, el relato de una posibilidad de consentimiento puro al nivel de los individuos implicados en un vínculo de tipo sexual o erótico. Porque, siguiendo esta lógica, si todo deseo se inscribe en una sociedad donde se originan, se legitiman, se reproducen y se justifican las desigualdades, entonces el consentimiento nunca es libre. Algo así podría decirse –de manera interesadamente simplificadora– que sostenían las fundamentalistas anti-sexo en el debate suscitado en Estados Unidos, durante los años ’70, sobre la pornografía: si las mujeres están socialmente subordinadas a los varones en esta sociedad capitalista patriarcal, entonces toda relación sexual es una violación. Nadie consideraría válido ese razonamiento, por más que se ciña a las leyes de la lógica formal. Pero de Lagasnerie nos provoca mostrándonos una contradicción similar sobre el consentimiento que no tiene solución en el marco del sistema jurídico.
Para ello es necesario comprender que el deseo no se decide, no se elige, "no es una fuerza de la mente", sino una acción del propio cuerpo que, incluso, a veces se impone a uno mismo a pesar de la voluntad. Y es algo bien distinto, más bien inverso a la lógica de la violación, que es la imposición de un cuerpo a otro, algo que viene de afuera de uno mismo. Por eso la violación es violencia física y no sexualidad, y el trauma que provoca se produce en el mismo ejercicio de esa violencia que confronta a la víctima con la posibilidad de la muerte.
Aquí de Lagasnerie pone en cuestionamiento la promoción de cierta reconstrucción a posteriori de aquellas otras interacciones sexuales que no son violaciones, pero en las cuales hubo malestares o incomodidades. Cuestiona esa intención de reconstrucción no como una interpretación del pasado, sino como una expresión misma del momento pasado en la que "la experiencia sentida entonces" [15] [las itálicas son del autor] se revela como falsa. Y lo cuestiona porque, justamente, es esa reconstrucción intencionada la que provoca el trauma, no la experiencia misma. Denuncia "los peligros que implica esa psicologización de la definición de la agresión sexual" [16]. Y para explicarlo acude a su propia experiencia, señalando cómo su deseo por Didier Eribon "se enraizaba también en el hecho de que Didier fuera lo que era: su estatus, el descubrimiento por su conducto de la vida cultural e intelectual, su renombre, la fascinación que ejercía sobre mí la figura del autor que publica" [17]. Sin embargo, dice que si no hubieran seguido veinte años juntos, él habría podido reinterpretar su vínculo a posteriori como un abuso de poder del sociólogo que había utilizado su prestigio para seducirlo.
Conclusiones provisorias
El libro deja sin responder la pregunta más importante. Dice de Lagasnerie: "Cuando se trata de la sexualidad, ¿no habría que inventar entonces dispositivos legales que sean en esencia inmanentes, pluralistas, y apelen mucho más a la jurisprudencia, al tratamiento caso por caso, que al recurso a una norma abstracta decidida por algunos en nombre de todos los otros, y que puedan de tal modo ejercer efectos protectores o liberadores según las situaciones?" [18].
Entre la impunidad de los agresores que suele garantizar el sistema jurídico por las dificultades que su propia lógica presenta para las denuncias de hechos de índole sexual y, por otro lado, los riesgos de arbitrariedad sobre la presunción de inocencia de los acusados que pueden correrse cuando se actúa por fuera de los dispositivos punitivos estatales, ¿cuál es el punto exacto de la protección, la reparación, la liberación e incluso el derecho al perdón y al olvido? El derecho penal no puede negarse a sí mismo, dejando de ser "una norma abstracta". Los protocolos de intervención que existen en algunas universidades, sindicatos, movimientos sociales y partidos de izquierda pueden vislumbrar nuevas maneras de abordaje que ponen en primer término el reclamo de la víctima, escuchan su pedido de reparación, no la someten a la revictimización propia de los tribunales y consideran las particularidades de cada caso sin remitir a una normativa abstracta que puede resultar inadecuada. Siempre con el objetivo de buscar la toma de conciencia y la voluntad de cambio por parte de quien provocó el daño y la reparación de quien se ha sentido dañado. Pero esta "justicia alternativa" –por denominarlo de alguna manera– no puede generalizarse en una sociedad atravesada por las divisiones de clase en la que el Estado se erige como un órgano de dominación de una minoría propietaria sobre las mayorías desposeídas. A lo sumo es apenas una partícula de futuro encerrada en el presente de explotación y opresión generalizados.
Por otra parte, si las resignificaciones a posteriori de aquellos acontecimientos ocurridos en las "zonas grises" de los consentimientos "impuros" producen traumas –como le preocupa a de Lagasnerie–, también es lícito mencionar que desnaturalizan comportamientos discriminatorios, opresivos e incluso violentos que quizás, anteriormente, se consideraban costumbres y tradiciones inapelables. A nivel colectivo, son estas resignificaciones a posteriori las que permitieron a los movimientos feministas interpretar que aquello que se daba por supuesto sobre la inferioridad "natural" de las mujeres respecto de los varones, no era tal; que la obligación de asistir a los requerimientos sexuales del marido contra la propia voluntad no era amor, como tantas otras cosas. Claro está que, a nivel individual y subjetivo, la psicologización de todo pequeño malestar o incomodidad vivenciados en el pasado, como un trauma actual, puede conducir a exageraciones que son más contraproducentes que beneficiosas para las propias víctimas de esas contrariedades. Pero no se puede tener una mirada sesgada sobre el fenómeno y no reconocer que hay un conflicto ahí y que lidiando con esas contradicciones –como otras– avanzan (o no) los movimientos sociales que luchan contra las opresiones.
El autor nos propone algunos principios sobre los cuales construir nuevos dispositivos legales que, sin embargo, resultan inconsistentes. En primer lugar, "fundar nuestro pensamiento de la violencia sexual en una base fisicalista y objetiva"; pero ¿acaso las marcas en el cuerpo son una prueba ineludible para justificar un relato y, por el contrario, no hay relatos veraces que corren el riesgo de ser desestimados porque la violencia no dejó huellas legibles para los instrumentos legitimados institucionalmente? En segundo lugar, propone "concentrarnos en las estructuras de poder, los modos de socialización, las dependencias recíprocas […] y a establecer las políticas transformadoras, económicas y culturales capaces de terminar con ellas" [19]. Coincidimos con de Lagasnerie en que la lucha contra la violencia sexista no debería hacernos retroceder de los derechos y libertades que conquistamos para nuestras propias vidas, nuestras sexualidades, deseos y placeres y mucho menos abonar a proyectos reaccionarios y conservadores que, en última instancia, serán el caldo de cultivo de nuevas agresiones y de nuevas víctimas. Pero lo que no dice el autor es que, para establecer políticas transformadoras, es necesario organizarse, fortalecer los movimientos de lucha contra el sistema capitalista patriarcal y sus instituciones –empezando por el propio Estado– y partiendo del enorme punto de apoyo que significan las movilizaciones feministas en distintos lugares del mundo, aun con todas las contradicciones que conlleva actuar en un movimiento vivo, que se desenvuelve en una sociedad desgarrada por profundos antagonismos estructurales.
Sin duda, en nuestra vocación por desarrollar a los sectores más conscientemente anticapitalistas de ese movimiento, para conducir la pelea contra esta sociedad desigual hacia la construcción de una sociedad finalmente reconciliada, las preguntas incómodas y provocadoras formuladas por de Lagasnerie harán a un lado el escándalo para invitarnos a reflexionar con libertad sobre la sexualidad y el deseo. Más allá de las críticas y las divergencias, podemos apropiarnos de su radical irreverencia para sentar los cimientos de esa sociedad en la que las violencias no encuentren lugar entre nuevos e inimaginables placeres compartidos.
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