Presentamos una versión reducida de un artículo publicado originalmente en el número 4 de la revista Egemonia, a propósito de los cambios en la relación entre los grandes sindicatos, la clase trabajadora y el Estado en Italia, desde los ‘70 hasta la actualidad, y los debates actuales en la izquierda italiana sobre la política a seguir en relación a las organizaciones de masas del movimiento obrero.
Durante las décadas de 1960 y 1970, en plena ola de luchas obreras, los principales sindicatos italianos lograron alcanzar un alto nivel de integración con los partidos políticos, reforzando varias posiciones de poder y ocupando numerosos escaños en el parlamento, a través de sus representantes en las listas de la DC y el PCI. En cambio, con el reflujo del movimiento obrero en las décadas siguientes, se produjo un importante cambio de la relación del sindicato con el Estado. De una integración de las burocracias como grupo de intereses dentro de la arena pública y política, en efecto, se pasó a fortalecer las funciones estatales del sindicato en la sociedad civil, a través de un marco legal tendiente a definirlo principalmente como sujeto de mercado con su propio “sistema de abastecimiento” específico (Carreri & Feltrin, 2016). Este “sistema de abastecimiento” incluía ayudas fiscales, pensiones y prestaciones por desempleo, crédito mutuo y formación profesional. En resumen, entre las décadas de 1980 y 1990, el sindicato se convirtió en una mediación cada vez más necesaria entre el sistema de bienestar estatal y el trabajador [1]. Esto llevó a la creación de los CAAF (Centros de Asistencia Fiscal) en 1991, y posteriormente a la sanción legal del semimonopolio de estas agencias en beneficio de las asociaciones gremiales (1997). En 2003 nacieron los organismos bilaterales, organismos legalmente reconocidos en los que los sindicatos gestionan junto con las patronales cajas de seguros, cursos de formación y prestación de servicios asistenciales.
Esta transición fue de la mano de un fortalecimiento de la función burocrática del sindicato, en detrimento de la participativa y de lucha. En las últimas décadas, por tanto, una “presencia generalizada de órganos donde se ejercen funciones de representación, control, a veces de dirección y casi nunca de negociación en nombre de los trabajadores, (lo que) […] anula la resistencia a la institucionalización” (Accornero, 1992). Desde el punto de vista de la cronología histórica, este punto de inflexión fue sancionado por la conferencia de Montesilvano en 1979, donde la Federación Unitaria CGIL-CISL-UIL se reunió para definir sus propias posiciones políticas de cara a las elecciones. En esta conferencia “se origina la estructura que aún hoy caracteriza al sindicalismo confederal. Fue entonces cuando se inició un decisivo fortalecimiento de las estructuras confederales en detrimento de las provinciales y categoriales, concentrando muchas funciones a nivel nacional. Estas intervenciones fueron coherentes con el objetivo de poner orden en el extraordinario crecimiento del sindicalismo en la década anterior y de frenar la dinámica de reivindicaciones que las confederaciones nacionales afirmaban sin poder llevar a la práctica. De ahí la centralización de las decisiones, más el fortalecimiento de los poderes de control y gobierno del centro (confederal) sobre la periferia y sobre las categorías” (Accornero, 1992: 90). Además, con la conferencia de Montesilvano, el sindicato reconoció un factor desestabilizador en las movilizaciones. Fue en ese período que las oposiciones internas se vieron obligadas a aceptar los términos de los contratos aprobados por la mayoría y por la contraparte patronal. A ello se sumaba naturalmente el impulso decisivo hacia la conversión en una agencia de servicios, con “la integración más orgánica de los órganos patronales en las políticas del sindicato, especialmente en lo que se refiere a los aspectos de seguridad y bienestar social” [2].
Reestructuración capitalista y colaboración de clases: los pasajes políticos
En el plano histórico-político, los cambios que hemos comentado hasta ahora tienen su origen en la crisis del modelo fordista iniciada en la década de 1970, que obligó a la clase dominante a realizar una reorganización integral del modelo productivo y de las relaciones laborales. En señal de una redefinición del equilibrio entre la planificación económica y los mecanismos de mercado y en el contexto de una creciente internacionalización del capital, el peso de la fábrica fordista integrada verticalmente se redujo relativamente (Moro 2015). Solo un salto político revolucionario hubiera permitido al movimiento obrero defender el equilibrio de poder conquistado con el Otoño Caliente de 1969 y durante los años siguientes; una opción evidentemente no contemplada por las direcciones de los sindicatos y del Partido Comunista Italiano, que en cambio se disponían a gestionar la reestructuración de manera compatible con los intereses de la burguesía, como lo demostraron en el otoño de 1980 con la firma de más de 20.000 despidos en Fiat por el secretario de la CGIL Luciano Lama; despidos seleccionados entre los delegados y trabajadores más politizados y combativos (Polo & Sabattini 2010, Perotti & Milanese 2020). La desmovilización posterior a la derrota de 1980 favoreció entonces ese círculo vicioso de reestructuración, desintegración de la clase y endurecimiento de las organizaciones obreras de masas, que conocería otros pasajes significativos a principios de los años noventa.
Sin embargo, esta década (aquella en la que se consolidó la tendencia a la estatización del sindicato en la sociedad civil) no marcó la pérdida de importancia de una forma de integración más directamente política. Tras la crisis del sistema político y monetario (con el “Mani Pulite”) de 1992, a cambio de la posibilidad de ser consultados anualmente sobre políticas económicas y sociales, los dirigentes de los sindicatos confederales acordaron apoyar los ajustes estructurales solicitados por la burguesía para entrar en Europa: fin de la escala móvil, precariedad del mercado laboral, reforma de las pensiones, privatizaciones y recortes para reducir la deuda pública (Moro 2015). Además, la relación privilegiada de la burocracia, y en particular de la CGIL, continuó con los partidos de centroizquierda, distinguidos por el celo con el que llevaron a cabo las políticas de desmantelamiento del aparato productivo público y el Estado de bienestar durante los años noventa. Sin embargo, el modelo de concertación entró en crisis con el segundo gobierno de Berlusconi, tras el intento de este último de abolir el artículo 18, abortado tras la huelga general de 2002 (la última de cierta importancia organizada por los sindicatos de masas). El gobierno de Prodi creó la ilusión de un retorno al sistema anterior, que finalmente fue barrido por el tercer gobierno de Berlusconi.
A pesar del peso de esta transición histórica, el mantenimiento de la paz social siguió siendo, sin embargo, el eje de la estrategia de las grandes burocracias sindicales, la CGIL en primer lugar; un enfoque que pronto conduciría a nuevas derrotas, como la de la lucha de los trabajadores de Pomigliano contra el plan Marchionne en 2010 (Circolo PRC FIAT Auto-Avio di Pomigliano 2011). La disputa tenía objetivamente un carácter nacional debido a la centralidad económica y política de FIAT en Italia, pero la CGIL no impulsó ninguna movilización general, ni siquiera a la luz del intento del movimiento estudiantil más importante desde hace décadas –conocido como “La Ola” contra la reforma Gelmini– para formar una convergencia con el movimiento obrero, en particular con la FIOM (Asamblea de Ciencia Política 2013). El sindicato metalmecánico de Pomigliano se distinguió de hecho por no firmar los acuerdos con los que FIAT se ubicaba por fuera del CCNL (Convenio Colectivo Nacional de Trabajo). Sin embargo, el entonces secretario Landini no tuvo elección ante la presión de las bases, mientras que el buen resultado del referéndum del 22 de junio de 2010, en el que el 40 % de los trabajadores rechazó la propuesta de convenio colectivo de la empresa, no fue utilizado como punto de partida para subir el nivel de la confrontación. En cambio, a Marchionne se le permitió reubicar en sectores aislados o directamente despedir a los delegados más combativos. Mientras tanto –también en relación a la fallida fusión entre el movimiento obrero y estudiantil– se lanzó la reforma Gelmini, y cientos de detenciones golpearon a la vanguardia del movimiento juvenil (Circolo PRC 2011, Asamblea de Ciencias Políticas 2013).
Con la desorientación y la desmoralización que siguió, la burocracia de la CGIL la tuvo fácil para profundizar su estrategia hiperinstitucionalista durante la última década. En este sentido, la nueva fórmula fue la de la unidad sindical, no como herramienta para la unidad de la clase en lucha, sino como un intento de hacer pesar el total de afiliados de las tres confederaciones para volver a sentarse en la mesa con los gobiernos, ahora sin distinción de color, como lo demostró la condescendencia de Landini para con el gobierno de la Lega-5Stelle. Así, ante los ataques sin precedentes que la clase dominante ha protagonizado contra el movimiento obrero en la última década, la respuesta de las burocracias en términos de movilización ha sido insignificante. En 2011, ante la reforma Fornero que alargó la edad de jubilación y aumentó las contribuciones de los trabajadores al sistema de seguridad social, solo se convocó a un paro de dos horas, al final del turno y con la ley ya aprobada en la Cámara. Mismo escenario con la Ley de Empleo en 2014, incluso si el valor simbólico del artículo 18 obligaba a los confederados a un día completo de huelga general (¡nuevamente, después de que la medida ya había sido votada por la primera rama del parlamento!). Finalmente, en 2016, la dirección de la FIOM de Maurizio Landini –que se preparaba para suceder a Susanna Camusso, luego de haber representado al ala izquierda de la CGIL en el choque con FIAT y que no había firmado el convenio esclavista metalúrgico de 2012– se sentó de nuevo en la mesa con Federmeccanica sin una hora de huelga, aceptando la ampliación de las formas de previsión social empresarial como única forma de conquista en la negociación, renunciando casi por completo a los aumentos salariales.
La creciente desproporción entre burócratas y afiliados: ¿está vaciado el sindicato como organización de clase?
La profundización y remodelación del proceso de integración de los sindicatos de masas en Italia ha marcado un aumento exponencial del aparato burocrático. Ya en 1985, Accornero (1992) atestiguaba que el número de funcionarios a tiempo completo rondaba los 12.000, con un aumento de 5.000 en comparación con solo 5 años antes. En 2016, Carrieri y Feltrin (2016) estimaron que las tres siglas confederales tenían un total de 23 500-27 500 empleados asalariados. Solamente la CGIL emplea a casi la mitad de estos funcionarios (entre 12.000 y 14.000), un número proporcional al tamaño de su base (5 millones), que, sin embargo, está compuesta en su mitad por jubilados. A estos habría que sumar los miles de empleados de las administraciones públicas y empresas privadas que con adscripciones a tiempo completo son remunerados por los empresarios para realizar actividades sindicales. Ya en 1980, la CGIL había calculado que casi la mitad de su aparato político estaba compuesto por estos llamados “liberados de la producción” (Accornero, 1992). En general, había tres veces más burócratas federales en 2016 que en 1980 (+300 %), mientras que el número de miembros creció solo un 50 % en el mismo período de tiempo (de 8 millones a 12 millones). Sin embargo, como muestran los siguientes gráficos, el aumento de la matrícula en términos absolutos correspondió a una disminución de la matrícula en términos relativos con respecto al conjunto de la fuerza laboral nacional.
Pero, atención, esta información no debe leerse de forma unilateral, como una pérdida de relevancia absoluta de las organizaciones de clase: si se miran detenidamente los datos del sector manufacturero, la caída de la afiliación no difiere mucho de la reducción de los trabajadores fabriles en sentido estricto. El grueso de la caída global se explica precisamente por la escasa sindicalización de sectores que han experimentado una especial expansión tras la reestructuración iniciada entre finales de los años ‘70 y ‘80 (transportes, servicios varios, etc.). Si, a continuación, observamos las tasas de sindicalización por tamaño de empresa, podemos ver claramente cómo en las grandes empresas las cifras se mantienen en torno al 40 % (mientras que en las pequeñas y medianas empresas se sitúa en el 15 %). Por último, las tasas de sindicalización son más bajas entre los menores de 35 años, que sufren una mayor tasa de precariedad en comparación con las generaciones mayores y también formas de empleo con mayores modalidades de tercerización, en las que hay menos tradiciones sindicales (Carreri & Feltrin 2016).
En suma, la burocratización cada vez más fuerte de CGIL, CISL y UIL les ha impedido arraigarse en nuevas fracciones de clase más explotadas, racializadas, femeninas y jóvenes, pero no ha comprometido el encuadramiento de los sectores estratégicos y manufactureros de la clase obrera de manera cualitativa, que a menudo son también los más “aristocráticos”. Si en muchas grandes empresas no existe una situación de movilización constante, no es solo porque los delegados y funcionarios sindicales están completamente vendidos, sino también porque muchas de las conquistas que en contextos como la logística deben ser arrebatadas con piquetes (contratos regulares, aguinaldo, etc.) se han institucionalizado aquí desde hace mucho tiempo (aunque teniendo en cuenta el peso creciente de las formas de trabajo precario que también caracteriza a los grandes polos de producción tradicionales).
Además, la creciente desproporción entre burócratas y afiliados no significa que los sindicatos, y en particular la CGIL, hayan perdido definitivamente la capacidad de organizar a la clase en el campo de la movilización. Los importantes paros laborales que involucraron a muchas empresas metalúrgicas del norte en marzo de 2020 así lo demuestran. Ciertamente, el principal detonante de la protesta fue el miedo al Covid y la indignación ante la codicia de los patrones, dispuestos a sacrificar la vida de sus empleados sin demasiados miramientos, en nombre de la productividad. Sin embargo, fue central en ese contexto el papel de los delegados de la FIOM quienes –interpretando bien los estados de ánimo de los trabajadores– convocaron huelgas, obligando a Landini a temer la hipótesis de una huelga general (evitada por la satisfacción de las demandas mínimas surgidas con la movilización, es decir, el freno a los despidos y el cierre de actividades no esenciales). En este sentido, también es importante tener en cuenta cómo la burocracia de la CGIL no ha sido capaz de abandonar por completo una retórica de “oposición” y tiene que llamar a la movilización general contra ciertas decisiones de aquellos gobiernos particularmente reacios a consultarlos; es cierto, situaciones como la huelga general de diciembre de 2021, contra unas medidas fiscales del gobierno de Draghi, se utilizan con el objetivo de encauzar y debilitar sentimientos de ira generalizados, ya que son acciones preparadas en unos días sin una involucramiento real de la base y sin un plan de lucha además de la única cita de convocatoria. Sin embargo, en un contexto de marcada debilidad y desintegración del movimiento obrero, conservan un atractivo para importantes sectores de trabajadores, para quienes las huelgas “generales” de los sindicatos de base –seguidas solo por una pequeña minoría de la clase– ciertamente no pueden representar un ejemplo más concreto y efectivo de lucha de clases que los “paseos democráticos” de Landini. Una vez más, el abandono de una posición abiertamente confrontativa por parte de los sindicatos de masas no es una buena razón para decretar su decadencia definitiva en términos de influencia.
Volviendo a la cuestión del sindicato como agencia de servicios, si es cierto que los ingresos derivados del semimonopolio de toda una serie de actividades asistenciales y de servicios por parte de las confederaciones permiten compensar los ingresos derivados de la relativa caída de afiliados, esto no resta importancia a las cuotas de afiliación como principal fuente de financiación de los sindicatos. Este dato pone límites objetivos, aunque circunscritos, a la irresponsabilidad de los gestores frente a los dirigidos: de hecho, las entidades bilaterales y la CAAF suman solo el 25 % de los ingresos totales de la CGIL (Carreri & Feltrin, 2016). Por supuesto, es en todo caso un hecho muy importante y parte del problema radica en este crecimiento de la oferta de servicios en detrimento de las demás funciones “históricas” del sindicato.
Sin embargo, tampoco podemos ignorar que esta afirmación como agencia de servicios no ha dañado por completo la imagen de los confederados, sino que por el contrario en muchos casos ha fortalecido su posición de referencia imprescindible para muchos trabajadores. Por lo tanto, la transformación de los confederados en grandes proveedores de servicios no aumenta el atractivo de los sindicatos de base hacia amplias capas de asalariados, sino que por el contrario la reduce, dada la enorme desproporción de medios en la prestación de asistencia jurídica, fiscal, etc. Sin embargo, las limitaciones que el Estado impone a la acción sindical, como por ejemplo la regla según la cual solo las organizaciones signatarias de la CCNL pueden seguir prácticas de crisis empresarial (Carreri & Feltrin, 2016), o los acuerdos de representación entre Confindustria, por un lado, y CGIL, CISL y UIL, por el otro, que eliminan la posibilidad de participar en las elecciones de la RSU por siglas que no alcanzan cierto umbral de consenso nacional, parecerían excelentes razones para romper el carnet confederal y pasarse a un sindicato autónomo. Pues bien, lo que ocurre es exactamente lo contrario: las reglas injustas sobre la representatividad y la firma de contratos son precisamente una de las razones por las que un gran número de trabajadores no tiene incentivos para abandonar las estructuras tradicionales que gozan de mayor legitimidad y por tanto tienen mayores oportunidades de cumplir con sus exigencias.
Conclusiones
Los sindicatos no pueden reducirse a estructuras intrínsecamente dedicadas a la represión de los impulsos emancipatorios de la clase obrera, como sostiene simplistamente el punto de vista anarquista y autónomo. Por el contrario, surgen de la necesidad de los trabajadores de dar expresión organizada a su fuerza social objetiva. En este sentido, la posición de subordinación económica y cultural de los asalariados marca la diferenciación de una función intelectual y directiva, necesaria para la supervivencia de las organizaciones de trabajadores. Por lo tanto, la aparición de dirigentes a tiempo completo en los sindicatos no es en sí misma un problema; sin embargo, por inevitable que sea, la delegación que asumen reduce objetivamente el grado de control de los miembros del sindicato sobre las decisiones principales. La separación del estrato en cuestión de los trabajadores, en términos funcionales y en términos de condiciones materiales, favorece también la consolidación de una ideología economicista. Así, los burócratas tienden a entorpecer la capacidad de la clase para estar a la altura de las tareas que plantea la lucha política en los momentos decisivos.
La misma ideología economicista –asociada a una estrategia cuyo éxito depende de los altibajos de la acumulación de capital– favorece además el compromiso de los burócratas con el capital incluso en la práctica diaria. En este sentido, la pasividad normal de la masa de trabajadores sindicalizados, a menudo propia de los sectores más privilegiados de los asalariados, permite que los burócratas encuentren un punto de apoyo decisivo.
Sin embargo, el problema no se reduce a la relación entre los burócratas y las bases: si así fuera, bastaría una crisis económica que pusiera en movimiento a los sectores más atrasados o privilegiados, la actividad intransigente de una oposición clasista destinada a denunciar a los burócratas desde la izquierda, y/o estimular la presión de base para radicalizar las organizaciones económicas de la clase trabajadora. El caso es que, con el desarrollo del capitalismo, los sindicatos se convierten cada vez más profundamente en aparatos del Estado integral burgués, a través de formas de cooptación de la alta dirección y/o la sanción estatal de diversos instrumentos que favorecen el monopolio de los grandes sindicatos en el encuadramiento de la fuerza de trabajo. Esto a cambio de moderación y creciente endurecimiento interno de las estructuras por parte de los líderes reformistas. Este proceso ha caracterizado claramente la historia de los sindicatos italianos en las últimas décadas, en particular con la transformación de los confederados en grandes proveedores de servicios e interlocutores gubernamentales (al menos hasta antes de la crisis de 2008). Sin embargo, la disminución relativa de la afiliación que va de la mano con la creciente burocratización y estatización no debe interpretarse como una reducción de la capacidad de los sindicatos de masas para influir en sectores amplios, a menudo estratégicos (como las grandes empresas manufactureras), y sobre todo la CGIL.
Además, como decíamos, para seguir ejerciendo una función hegemónica, los sindicatos solo pueden reducir las formas democráticas que median entre dirigentes y dirigidos hasta cierto punto. Este aspecto cuestiona la idea de que la burocratización y la estatización eliminarían la capacidad de las organizaciones sindicales de masas para interpretar las demandas desde abajo. La capacidad reciente de los delegados de la FIOM para aprovechar las huelgas de marzo de 2020 ha demostrado, en todo caso, todo lo contrario. Finalmente, los semimonopolios garantizados por el Estado a los confederados en la gestión de los servicios y en la representación no liquidan el carácter de los grandes sindicatos como organizaciones de masas de la clase obrera, sino que por el contrario dificultan el surgimiento de la competencia, a nivel sindical, especialmente en los sectores tradicionales.
Con lo dicho hasta ahora, una estrategia revolucionaria no puede tener como eje la construcción de sindicatos “verdaderamente clasistas” o anticapitalistas, sino la intervención en los sindicatos de masas . No es suficiente impulsar que la CGIL adopte un enfoque consistentemente clasista como tiende a hacer la dirección de “Riconquistiamo Tutto”, sino que es necesario hacer campaña dentro de ella por batallas que se vinculen a una agenda anticapitalista y revolucionaria. Solo con una dirección revolucionaria –y en el contexto de una situación revolucionaria– es posible de hecho concebir la independencia de clase de los sindicatos de masas.
Dicho esto, el líder de SI Cobas, Aldo Milani, tiene razón cuando explica que la piedra angular de la revolución son “los trabajadores combativos”, no los trabajadores en general, o la aristocracia obrera. Sin embargo, el esfuerzo organizativo debe concentrarse en organizar esta vanguardia a nivel político, lo que no significa más que formar cuadros conscientemente comunistas comprometidos no solo en la lucha económica, sino en la elaboración e implementación de una estrategia revolucionaria total. Esta estrategia no puede configurarse como el simple resultado de la radicalización politizada de las luchas económicas, sino como el fruto de una lucha ideológica y política a todos los niveles encaminada a conquistar la hegemonía de la clase obrera sobre todos los sectores oprimidos de la sociedad. Porque, si es cierto que solo hay dos clases fundamentales en el capitalismo, también lo es que sus relaciones están mediadas por toda una serie de estratos intermedios no necesariamente explotadores (estudiantes, profesiones intelectuales, trabajadores por cuenta propia, etc. ). Además, el conflicto de clases en sí mismo no siempre emerge en su materialidad inmediata, sino que está indisolublemente ligado a varias opresiones, de género y raciales en particular, cuya naturaleza de clase debe ser develada en una lucha incesante contra democrático-radicales, reformistas y liberales: problemas que los cuadros y las organizaciones concentradas solo en el campo de la lucha económica no pueden abordar. Evidentemente, un discurso similar también se aplica a la crisis ecológica, de la que no emerge automáticamente ni la conexión con la cuestión obrera ni la opción de una revolución socialista. La actividad sindical, por lo tanto, solo puede ser una parte de la actividad global de los marxistas, mientras que concentrar las fuerzas en organizaciones sindicales estructuralmente aisladas de una gran parte de los asalariados corta la posibilidad de establecer una dialéctica entre la vanguardia y las masas. La revolución es de hecho un evento de ruptura en el que las masas entran repentinamente en el escenario político, en relación con una situación de crisis orgánica (crisis económica + crisis de hegemonía; Gramsci 2016, Q3 §23). Sin embargo, esto no sucede como una epifanía, sino más bien como un proceso “acelerado”, como dijo Rosa Luxemburg (2020), por la capacidad de los revolucionarios de ganar posiciones estratégicas y una influencia que va más allá de la vanguardia organizada.
Bien sabemos que experiencias como la de SI Cobas surgen de las necesidades organizativas reales de sectores obreros racializados e hiperexplotados que la CGIL fracasó y no quiso enmarcar. Por lo tanto, estas experiencias deben ser apoyadas y fomentadas en su raíz en sectores específicos como la logística. Sin embargo, no se puede pedir a los revolucionarios que construyan SI Cobas solos y en todas partes, como lo hizo recientemente Aldo Milani en la conferencia del Frente de la Juventud Comunista. Por el contrario, los marxistas deben esforzarse por construir tendencias revolucionarias en los sindicatos de masas, pero no simplemente ganando posiciones de liderazgo o lanzando campañas y agendas como tienden a hacer el SCR y el PCL. De hecho, estos camaradas razonan como si todavía existiera un movimiento obrero organizado en el sentido clásico, con sus estructuras básicas, culturales, sociales y de partido relativamente vitales, aunque reformistas. Sin embargo, la transformación de los sindicatos de masas en grandes agencias de servicios es un fenómeno tan real como el círculo vicioso entre la reestructuración capitalista, las derrotas y la desintegración moral de la clase obrera que la acompañó. Esta espiral no puede ser interrumpida esperando algún evento catastrófico que haga más atractivas para la clase obrera las diatribas contra Landini en los comités centrales (de hecho, siempre es tratado como “un camarada que comete un error”, más que como el principal agente de la burguesía en el movimiento obrero tal como es esencialmente). En cambio, necesitamos integrar el esfuerzo de propaganda con la organización activa y la movilización de los trabajadores a través de organismos independientes de la burocracia. Por ello, son fundamentales experiencias como la del colectivo de fábrica GKN, orientada a organizar a los trabajadores independientemente de la sigla sindical en un contexto de participación activa y democrática que ha puesto en el centro prácticas y temas que pueden vincularse a más general propuesta anticapitalista, como el control obrero (a través de la institución de los delegados que organizan la producción) y la nacionalización de la fábrica bajo control obrero.
Estructuras capaces de ampliar el ejemplo del Colectivo, como la coordinación entre trabajadores de fábricas pertenecientes a una misma cadena productiva, también serían muy importantes para reducir las divisiones artificiales entre empresas y sectores, así como promover la cohesión entre los trabajadores de los sindicatos confederales y sindicatos de base (quizás muy minoritarios, pero con posiciones estratégicas en lugares importantes como logística y puertos). La generalización y desarrollo de experiencias como la del Colectivo de la fábrica debe constituir el centro de gravedad de una oposición anticapitalista organizada en la CGIL y uno de los puntos clave para la construcción de la propia organización revolucionaria. Por supuesto, debido a sus limitaciones intrínsecas, el Colectivo no ha podido impulsar este proceso (se trata todavía de un grupo de trabajadores activo en una sola fábrica). Sin embargo, ni siquiera las fuerzas políticas organizadas más grandes han hecho nada para adquirir y extender el modelo propuesto por los trabajadores de Florencia. Potere al Popolo, por ejemplo, ha mantenido la dirección del mutualismo entre estratos populares genéricos y ha emprendido un camino electoral con exponentes extraños a la clase obrera. Los grupos que mantienen una posición más clasista quedan en cambio enredados en una esclerosis sectaria (PCL, SCR) o en una actitud fanática (Sinistra Anticapitalista, que incluye a Eliana Como, líder de “Riconquistiamo Tutto”) compartida con los diversos sectores de la izquierda movimentista y reformista que siguió las movilizaciones desencadenadas por la disputa GKN. Lo que realmente necesitamos es una fuerza anticapitalista que vaya más allá de estos límites.
Traducción: Juan Dal Maso
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