¿En qué situación estamos? ¿Ya se consumó la restauración conservadora o la crisis orgánica se mantiene abierta? ¿El gobierno de Gabriel Boric ya no tiene nada que ofrecer más que ataques? ¿Hay un avance del “fascismo”, o un fortalecimiento de los rasgos “bonapartistas”? ¿Qué naturaleza y alcance tienen estos rasgos “bonapartistas”? Un abordaje a estas preguntas desde de los conceptos de crisis orgánica y bonapartismo.
Fabián Puelma @fabianpuelma
Jueves 13 de abril de 2023
Está en marcha una verdadera ofensiva de todo el régimen, incluyendo al gobierno y sus partidos, por fortalecer a las fuerzas policiales, instalando la agenda securitaria. La Ley Nain Retamal no fue sólo una medida de “populismo penal”. Es una herramienta útil para la impunidad que ya tiene como resultado un jóven de 19 años asesinado. Tal como lo indicó su padre, David Toro no tenía antecedentes penales y trabajaba de Uber. Fue asesinado con una Uzi y siete disparos en la cara. El carabinero involucrado no quedó con heridas de gravedad. Con la nueva ley, será la familia la que deberá probar que el actuar de Carabineros fue desproporcionado.
La pasividad en la lucha de clases y el clima de apoyo en sectores amplios a las medidas punitivas y el fortalecimiento de Carabineros, da cuenta de una coyuntura reaccionaria. El aumento de los delitos de alta connotación pública es aprovechado por los medios de comunicación para bombardear una y otra vez las mismas imágenes. Mientras que a nivel político, el gobierno de Gabriel Boric se abandera de la agenda securitaria y de la defensa de las policías. Una unidad desde el progresismo, el reformismo, la centro izquierda y la derecha que sólo potencia el consenso con valores conservadores y reaccionarios.
En este contexto, surgen dos riesgos. Por un lado, subordinarse al discurso securitario y al sentido común que permea a amplios sectores, renunciando a una pelea programática e ideológica desde una óptica anticapitalista. El otro es el riesgo impresionista, de ver un avance inevitable del “fascismo” que ahora permearía a las masas, como sugiere Rodrigo Karmy en "El PAC(T)O: la cuestión policial y la transición política" o Luis Thielemann en “La retórica hipócrita del consenso terrorista. Tres notas sobre una subametralladora y una desde la incertidumbre”.
¿En qué situación estamos? ¿Ya se consumó la restauración conservadora o la crisis orgánica se mantiene abierta? ¿El gobierno de Gabriel Boric ya no tiene nada que ofrecer más que ataques? ¿Hay un avance del “fascismo”, o un fortalecimiento de los rasgos “bonapartistas”? ¿Qué naturaleza y alcance tienen estos rasgos “bonapartistas”? Abordaremos estas preguntas repasando los conceptos de crisis orgánica y bonapartismo.
De nuevo sobre la crisis orgánica
Como explicábamos en “El triunfo del rechazo y la ‘crisis orgánica’”, Antonio Gramsci plantea que las “crisis orgánicas” (que diferencia de los fenómenos “coyunturales”), se producen cuando “grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales”, produciéndose una crisis de hegemonía de la clase dirigente. La crisis se manifiesta en una creciente ingobernabilidad política y en la ruptura del aparato hegemónico, lo que significa la desintegración de la red de relaciones e influencias. Ésta puede provocarse ya sea “porque la clase dirigente ha fracasado en alguna gran empresa política para la que ha solicitado o impuesto con la fuerza el consenso de las grandes masas” o porque amplios sectores de masa “han pasado de golpe de la pasividad política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones que en su conjunto no orgánico constituyen una revolución” [1].
Sin embargo, a diferencia de una situación revolucionaria, el énfasis acá no está puesto en la acción revolucionaria desde abajo, o lo que Lenin llamaba “acciones históricas independientes de las masas” (como podrían ser jornadas revolucionarias en donde existe un choque entre la acción directa de amplias franjas de masas y el Estado). A su vez, Gramsci centra su atención también en cuál es la capacidad de resistencia del Estado y de los defensores del orden existente [2]. En efecto, en períodos de crisis orgánica “las contradicciones estructurales incurables se han revelado (han alcanzado la madurez) y, a pesar de ello, las fuerzas políticas que luchan por conservar y defender la propia estructura existente hacen todo lo posible por curarlas, dentro de ciertos límites, y superarlas” [3].
Es decir, la crisis orgánica da cuenta de aquellos momentos de transición de una configuración histórico-política a otra y qué ocurre en el momento crítico en el que "lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer” [4]. La crisis orgánica puede abarcar diversas situaciones, ya que sus implicaciones espacio-temporales son de mediano y largo plazo.
De hecho, estas tendencias están presentes en diversos lugares del mundo, tanto en países imperialistas como dependientes y con diversos grados de profundidad y extensión. El trasfondo es la crisis mundial de la hegemonía neoliberal producto del agotamiento del “pacto social neoliberal”. Éste, pese a tratarse de un pacto esencialmente elitista, incluía a sectores de masas a través del consumo y el crédito. Los márgenes para la “integración social” a través del crédito y el consumo se han reducido notoriamente. A su vez, la generalización de la democracia liberal durante las últimas décadas también ha entrado en crisis [5], dando pie a la inestabilidad política, al surgimiento de nuevos fenómenos políticos por derecha y por izquierda, el aumento del autoritarismo estatal, procesos de lucha de clases como el reciente ciclo de revueltas o el renacer de luchas obreras en Europa (que hoy tiene su epicentro en la lucha contra la reforma jubilatoria de Macron en Francia).
En los últimos años esta crisis hegemónica se ha agravado. Como se desarrolla en el texto “Más allá de la ‘Restauración burguesa’: 15 tesis sobre la nueva etapa internacional en contrapunto con Maurizio Lazzarato” de Matías Maiello y Emilio Albamonte, la guerra de Ucrania confirma que con la crisis capitalista de 2008 (agravada por la pandemia y la crisis ambiental), se ha abierto un período en el que las tendencias profundas de la época imperialista de guerras, crisis y revoluciones (Lenin) están nuevamente a la orden del día.
Elementos de crisis orgánica en Chile
Es imposible ubicarse en Chile sin entender el marco más general en el cual estamos. Siguiendo a Gramsci, resulta claro que el régimen chileno atraviesa por una crisis orgánica. La “gran empresa” o proyecto que significó la transición pactada, fracasó. La enorme separación entre los grupos sociales y los partidos está fuera de duda, lo que se expresa en la fragmentación política y el surgimiento de nuevos fenómenos políticos. La democracia liberal a la chilensis se encuentra cuestionada.
Atravesamos un momento de reconfiguración en el régimen político, cuyo símbolo es la dificultosa transición constitucional que sigue abierta, pero que expresa un proceso más profundo que no se juega sólo en un texto. Uno de los mecanismos de “integración” social preponderantes en los “30 años” fue el acceso al consumo y al crédito, basado en altas cifras de crecimiento empujadas, en gran parte, por la subordinación de la economía nacional al saqueo imperialista, a un puñado de monopolios nacionales y a la tutela del capital financiero. Como vienen anunciando diversos analistas, ese ciclo económico se terminó hace años, con una clara disminución de los índices de crecimiento e inversión.
La enorme inyección al consumo durante la pandemia a través de los retiros previsionales y el IFE fueron intentos coyunturales y limitados de responder a este problema. Hoy vivimos el reverso: toda la política de “ajuste” y estabilización económica está basada, en el corto y mediano plazo, en una restricción del consumo popular a través del aumento de las tasas de interés, de la inflación como mecanismo de degradación del salario real y de una política estricta de restricción fiscal.
Sin embargo, la categoría de “crisis orgánica” sirve también para medir cuál es la capacidad de respuesta del Estado y la clase dominante. Porque, como notaba Gramsci, la crisis orgánica no conduce automáticamente al derrocamiento del viejo sistema y a la creación de uno nuevo. De hecho, puede producir un "interregno" [6] y es en estos momentos en donde las clases dominantes echan mano a diversos mecanismos para recuperar el control: desde mecanismos de cooptación, desvío y asimilación de ciertas demandas para fortalecer un proyecto restaurador de conjunto, hasta golpes represivos, aumentos de rasgos autoritarios, “bonapartistas” o “cesaristas”, como explicaremos más abajo. Por este motivo, no basta con la definición de crisis orgánica. Para responder a la pregunta de dónde estamos, es indispensable distinguir las distintas temporalidades y situaciones.
Una de las particularidades de la crisis orgánica en Chile, es que la rebelión popular implicó un salto en la crisis del régimen que venía hace ya años, agudizando todas sus tendencias. A diferencia de otros países en donde existen elementos de crisis orgánica pero sin procesos de lucha de clases agudos (podríamos mencionar a Brasil o Argentina), en Chile la rebelión popular permitió el despliegue de acciones históricas independientes de masas y jornadas revolucionarias como fue el 12 de noviembre de 2019 (aunque terminó primando la “revuelta” y no la apertura de un proceso revolucionario).
El “Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución” que inauguró el anterior proceso constituyente, tenía dos niveles. Un aspecto táctico era salvarle el pellejo a Piñera, evitar su caída revolucionaria, logrando dividir la alianza social de hecho que existía en las calles entre sectores populares y capas medias, y entre sectores de vanguardia y franjas de masas que apoyaban las demandas de la movilización. Pero en un sentido más estratégico, buscaba canalizar institucionalmente la revuelta para consensuar un nuevo régimen político que reemplazara al régimen de la transición, ya totalmente anacrónico y disfuncional para la dominación política de la burguesía. La Convención tenía el mandato de asimilar algunas demandas de la rebelión, pero para asegurar la pasivización y la restauración de la gobernabilidad capitalista.
En ese sentido, tenía algunos elementos de lo que Gramsci llamaba “revolución pasiva”, como “reacción de las clases dominantes a la rebelión esporádica e incoherente de las masas populares - una reacción que consiste en ‘restauraciones’ que están de acuerdo con una parte de las demandas populares” [7]. Aunque se trata de un concepto ambiguo, es posible entenderlo como el proceso en que “algunas exigencias que vienen desde abajo son asumidas, para garantizar el carácter conservador del proceso en su conjunto, excluyendo precisamente a las masas populares para evitar la ‘vía jacobina’” [8]. Hay que advertir, sin embargo, que los elementos de “modernización” que contenía el borrador de nueva Constitución eran profundamente limitados, porque no tocaba ninguno de los resortes fundamentales de la herencia económica de la dictadura.
La Convención fue exitosa en ayudar a la pasivización de la lucha de clases, pero fracasó como vía de consenso de la clase dominante para un nuevo régimen político. Esto abrió un nuevo momento. La crisis orgánica no se ha resuelto, pero hoy estamos en una situación política marcada por una baja lucha de clases y por el peso de la iniciativa restauradora de las clases dominantes.
Más en concreto, se entrelazan las siguientes tendencias que responden a dicho proyecto de restauración y un intento por forjar una nueva hegemonía para cerrar la crisis orgánica: i) una asimilación del Frente Amplio a la centroizquierda burguesa (lo que hemos llamado “transformismo”) y la subordinación del Partido Comunista a este nuevo esquema de coalición; ii) un pacto de gobernabilidad entre el bloque de Apruebo Dignidad y la ex Concertación (que se apoya en el ejecutivo y el gobierno de Gabriel Boric), y la derecha (que se apoya en el parlamento) para consensuar las principales medidas políticas y limitar lo más posible las reformas; iii) un aumento de las tendencias “bonapartistas” y de autoritarismo estatal en base al discurso securitario, lo que se expresa en el fortalecimiento y autonomización de las policías y las FF.AA, en la búsqueda de recomponer su autoridad tras una profunda crisis institucional; iv) un fraude constituyente que tiene como principal tarea modelar un régimen político que refuerce los partidos tradicionales, haga frente a la fragmentación política y busque aislar a “los extremos”; v) una política económica que en el corto plazo se sostiene en el ajuste al consumo y restricción fiscal, pero que en el mediano largo plazo busca recrear un nuevo ciclo rentista, a partir de la apertura económica (TPP11) y apostando por la renta que deje la explotación privada del Litio.
¿Qué es el “bonapartismo”?
En su abordaje al concepto de crisis orgánica, Gramsci sostiene que “cuando estas crisis tienen lugar, la situación inmediata se vuelve delicada y peligrosa, porque el campo queda abierto a soluciones de fuerza, a la actividad de potencias oscuras representadas por hombres providenciales o carismáticos”, a la par que sostiene que en estos contextos se refuerza “la posición relativa del poder de la burocracia (civil y militar), de la alta finanza, de la Iglesia y en general de todos los organismos relativamente independientes de las fluctuaciones de la opinión pública” [9] .
Esto permite introducir el concepto de bonapartismo y cesarismo, que han sido muy utilizados por el marxismo para explicar las mutaciones en los regímenes políticos en crisis. Marx en “El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte”, explica las medidas de fuerza que impulsa Luis Bonaparte, sobrino de Napoleón, para imponerse ante los órganos legislativos salidos de la Revolución de 1848, apoyado en los sectores atrasados del campesinado [10]. Como desarrolla Francesca Antonini en su estudio sobre el concepto de bonapartismo y cesarismo en Gramsci, el bonapartismo aparecía asociado a una especie de “tercera vía” entre la república liberal y la monarquía, que consistía en un liderazgo conservador pero con apoyo popular y en ciertos aspectos modernizante. Se trataba de una experiencia de “relativa independencia” del poder ejecutivo respecto de las otras partes del Estado y de las clases, que a su vez buscaba apoyarse en distintas clases, apelando a sus intereses particulares con planteos específicos para cada una, llevando adelante una política de carácter burgués pero no necesariamente apoyada por la burguesía” [11].
Como desarrolla André Barbieri en“Bonapartismo de toga y el desafío de lo político como autonomía del Estado”, Marx veía la degradación bonapartista del conjunto del régimen, anotando los golpes y contragolpes que se pegaban mutuamente Bonaparte y la Asamblea Legislativa, con la participación más o menos directa del Poder Judicial francés. Por lo que también es concebible que existan bonapartismos que se apoyan en poderes del Estado como el poder judicial o el parlamento.
León Trotsky fue otro de los revolucionarios que desarrolló el concepto de bonapartismo para entender la degradación de los regímenes durante el período de posguerra en Europa. Ahí definió el bonapartismo como "el régimen en el cual la clase económicamente dominante, aunque cuenta con los medios necesarios para gobernar con métodos democráticos, se ve obligada a tolerar -para preservar su propiedad- la dominación incontrolada del gobierno por un aparato militar y policial, por un ‘salvador’ coronado". Pero también agrega que estos regímenes buscan eliminar la guerra civil, o se le sobrepone, o impide que vuelva a encenderse.
Como plantea Matías Maiello y Emilio Albamonte en sus tesis sobre la situación internacional, Trotsky distinguirá diversos tipos de bonapartismo, según las diferentes etapas históricas: desarrolla la categoría de “kerenskismo” (más allá de la Revolución rusa) para dar cuenta de los bonapartismos débiles, especie de “bonapartismos sin Bonaparte”. También desarrolla la categoría de “pre-bonapartismo” (o “bonapartismo preventivo”, según su formulación de 1934) para analizar aquellos bonapartismos que reflejan un equilibrio extremadamente inestable y breve de los bandos de clase enfrentados. A su vez, diferencia estos bonapartismos, que son fenómenos de transición con los cuales la burguesía busca imponerse evitando la guerra civil, del fascismo que busca aplastar abiertamente al proletariado con métodos de la guerra civil y transformarlo en “polvo social”. El bonapartismo de origen fascista, al surgir de la destrucción, desilusión y desmoralización del movimiento de masas, se caracteriza por una estabilidad mucho mayor. Trotsky también aplicará el concepto de bonapartismo para explicar el régimen estalinista y planteará el concepto de “bonapartismo sui generis” en países atrasados, para referirse al régimen de Cárdenas en México.
El concepto de “cesarismo”, aunque en su origen responde a otro momento histórico, terminó por hermanarse con el de bonapartismo. Según Antonini, en el caso de Gramsci, ambos conceptos se refieren a la necesidad de una intervención “desde arriba”, empujada por un “balance de fuerzas entre las clases”, o que se produce en momentos de “crisis orgánica” y “balance catastrófico”, figuras que dan cuenta de los niveles de desarrollo de la crisis en el modo de organizar la sociedad desde el Estado y la clase dominante y de un cierto nivel de relación de fuerzas y enfrentamiento entre las clases, en el que no se termina de avanzar hacia un lado u otro [12].
Gramsci, por su parte, dirá que “el cesarismo -aunque siempre expresa la solución particular en en la que se confía a una gran personalidad la tarea de "arbitrar" sobre una situación histórico-política caracterizada por un equilibrio de fuerzas hacia la catástrofe- no tiene en todos los casos el mismo significado histórico” [13], incluso llegando a plantear en el mismo parágrafo que “una solución cesarista puede existir incluso sin un César, sin ninguna gran personalidad ‘heroica’ y representativa". A su vez, anota que "el cesarismo moderno es más un sistema policial que militar”.
Como se ve, se trata de un concepto muy amplio que no puede reducirse a un esquema general, sino que surge de caracterizaciones concretas. Podríamos decir que las tendencias bonapartistas y cesaristas son expresivas de los desajustes en los mecanismos de la democracia liberal por la irrupción de las masas. “Los bonapartismos y cesarismos (con o sin líderes carismáticos) son la forma que adquieren los regímenes políticos para lidiar con esa irrupción” [14]. Por la misma generalidad de esta definición, es fundamental analizar en concreto los distintos fenómenos políticos que están detrás de las tendencias bonapartistas, así como distinguir con claridad sus distintos grados de desarrollo.
En un momento de crisis de la hegemonía neoliberal y tendencias a la crisis orgánica, los rasgos bonapartistas se han extendido en diversos países. Sin embargo, aún no vemos gobiernos fascistas que apliquen los métodos de la guerra civil. El resultado son gobiernos bonapartistas débiles que emergen de las divisiones que atraviesan la sociedad, la clase dominante y el aparato estatal. Son débiles porque no son capaces de reestablecer una nueva hegemonía y asentarse. Gobiernos como el de Trump son expresión de esto. Por otro lado, es imposible equiparar las tendencias bonapartistas que se dan en países imperialistas a países dependientes, puesto que la autonomía de estos últimos es mucho menor. Un ejemplo fue el gobierno de Bolsonaro, que expresa la dependencia más servil al capital imperialista extranjero, en gran parte motorizado por el trumpismo. Lo mismo podría decirse del “bonapartismo judicial” en Brasil, que ha seguido los dictámenes del Partido Demócrata norteamericano.
En síntesis, el escenario de proliferación de crisis orgánicas, o elementos de ellas, motoriza una mayor presencia de tendencias bonapartistas. Pero, dentro de este panorama, distinguir gradaciones entre diferentes fenómenos es vital para la estrategia y para identificar, en la medida de lo posible, el momento preciso del desarrollo de la lucha de clases que expresan.
¿Es posible hablar de un fortalecimiento del “bonapartismo” en Chile?
Lo primero que salta a la vista es que el gobierno de Gabriel Boric claramente no es el ejemplo de ejecutivo fuerte, encabezado por un líder carismático que tiene la capacidad de arbitrar sobre los distintos bandos en pugna, apoyándose directamente en el aparato burocrático militar. No tiene nada que ver con un gobierno como Najib Bukele, que podría caracterizarse como un gobierno bonapartista, que con la excusa de la guerra contra las maras, ha forzado votaciones del parlamento en base a despliegue militar, ha intervenido el poder judicial y reforzado a las fuerzas de seguridad. Pero tampoco siquiera es un ejemplo de bonapartismo débil de la periferia, como podría ser Jair Bolsonaro.
¿Existe algún otro poder del Estado que busque erigirse como alternativa? Claramente en Chile no se ha desarrollado un bonapartismo judicial al estilo brasileño. Es cierto que el nuevo fiscal nacional busca tener mayor protagonismo, como se vio en el anuncio de la política de prisión preventiva contra los migrantes que fueran detenidos y no pudieran identificarse. Pero no estamos ante un poder judicial o un Ministerio Público que busque perseguir y proscribir a presidentes, como hizo el Lava Jato con Lula, o a intervenir otros poderes del Estado.
Tampoco hay sectores que apuesten por un bonapartismo parlamentario. Por el contrario, el coro unánime de los partidos tradicionales busca atacar el llamado “parlamentarismo de facto”. Es cierto que la derecha actúa desde el parlamento y hace valer su mayoría para negociar con el ejecutivo sus principales reformas. Pero no hay una política de obstruccionismo fuerte o una línea de impeachment como sucedió en Brasil o en Perú. El gran empresariado y sus partidos no quieren voltear a Gabriel Boric, sino que buscan “golpear para negociar”, presionarlo para lograr “grandes consensos” y que las reformas sean lo más limitadas posibles.
Por eso, hablar de un “golpe civil y parlamentario” como lo hace Rodrigo Karmy, no tiene asidero en la realidad. Se trata más bien de una especie de “cogobierno” entre Gabriel Boric (es decir, la centro izquierda burguesa y el reformismo) y la derecha, quien se apoya en el parlamento. A diferencia de la imagen que quiere instalar el progresismo, no se trata de que Gabriel Boric esté asediado por la derecha, que no lo deje gobernar y que se vea obligado a renunciar a su programa, argumento que también se escuchaba en los 90 de parte de la ex Concertación y que encubría el consenso neoliberal. No existe un “empate catastrófico” entre el ejecutivo y el Congreso.
Es cierto que el gobierno es débil y no tiene mayoría parlamentaria. Pero ante esto, existe una decisión de los partidos de gobierno y la derecha, de hacer un pacto mínimo de gobernabilidad. Este pacto se expresa en múltiples aristas. Una de ellas es el fraude constituyente, que cumple el rol fundamental de fortalecer a los partidos tradicionales, en desmedro de los partidos nuevos. La comisión de “expertos” ya propuso una serie de medidas en esta dirección, como exigir un 5% de la votación nacional como umbral para acceder al parlamento, independiente de los resultados de sus candidatos por distrito. Los dueños de Chile y su casta política no apuestan por una salida “populista” a la crisis. Apuestan más bien a fortalecer el “centro” y aislar a los extremos. Esto implica la integración del Frente Amplio y su asimilación a la centro izquierda burguesa, que durante los 30 años de transición fue clave para la gobernabilidad; y la subordinación del Partido Comunista a este nuevo esquema de coalición.
El pacto se sustenta, a su vez, en el compromiso de acordar previamente las principales reformas. En la reforma tributaria la derecha golpeó para negociar. En la reforma previsional siguen las frenéticas negociaciones. Pero la gran burguesía y la derecha tradicional saben que el gobierno de Gabriel Boric sin ofrecer ciertas concesiones y reformas, no tendría ninguna razón de ser. Y como tampoco es un gobierno directo del gran capital, buscan consensos. Esto se vio en el proyecto de reducción de la jornada laboral: el gobierno acordó con la derecha y los grandes gremios su aprobación, a cambio de un paquete de indicaciones flexibilizadoras.
Por supuesto, en un contexto de crisis orgánica y gobierno débil, esto supone que la coyuntura está llena de pequeños enfrentamientos, disputas y mucha verborrea. El escenario está lejos de la “tranquilidad” de los noventa. La derecha huele la debilidad del gobierno y busca golpear. A su vez, Chile Vamos se encuentra presionado por los fenómenos populistas, por lo que para contener su flanco derecho, buscan emular sus gestos. Sin embargo, aunque se trate de un equilibrio difícil, la derecha tradicional cuida no salirse de este pacto de gobernabilidad para no dar rienda suelta al “populismo”.
Ahora, este pacto es profundamente elitista, antidemocrático y autoritario, en el sentido que se apoya en los gremios empresariales y los distintos poderes del Estado (incluyendo las policías y las Fuerzas Armadas), y se sostiene en la pasividad de las masas, en su exclusión de la vida política, en la campaña del miedo, en la resignación y la desmoralización. El gobierno de Gabriel Boric, junto con asumir muchos de los puntos de la agenda derechista y la campaña securitaria, también juega un rol activo en infundir la resignación y la desmovilización de las organizaciones sindicales y sociales. La burocracia sindical ligada al Partido Comunista y al Partido Socialista, son un verdadero símbolo de esta subordinación. No hay nada que hacer, todo es consecuencia del resultado del plebiscito del 4 de septiembre de 2022.
En este sentido podríamos hablar de un cierto grado de cesarismo. Por ejemplo, Gramsci consideraba que en los sistemas parlamentarios, los gobiernos de coalición constituían una primera etapa del cesarismo, que podrían profundizarse o no. Esto, a contrapelo de la opinión común que considera a los gobiernos de coalición como el “baluarte más sólido” contra el cesarismo. Toma como ejemplo el gobierno de James Ramsay MacDonald, del partido laborista, quien siendo minoría, formó un gobierno de unidad nacional con los conservadores. Se trata de ejemplos de cesarismos que no están basados en un líder carismático, sino en políticas de masas tendientes a regimentar los procesos que vienen desde abajo en base a este tipo de pactos de gobernabilidad [15]. Guardando todas las diferencias históricas, se trata de ejemplos que pueden ayudar a pensar los grados iniciales de cesarismo en la actualidad.
El fortalecimiento de las policías y el espacio de la extrema derecha
Sin embargo quizá uno de los rasgos bonapartistas más claros, es el avance de la autonomía de Carabineros y el fortalecimiento del aparato represivo. Se trata de una tendencia estructural que ha ido acompañando la profundización de la crisis orgánica. Una de las tareas que ha asumido el gobierno de Gabriel Boric ha sido recomponer la autoridad de Carabineros y Fuerzas Armadas. La aprobación de la Ley Nain Retamal es el último capítulo de una seguidilla de medidas: desde la militarización indefinida de La Araucanía, la aprobación de la Ley de Infraestructura Crítica, el despliegue de militares en las fronteras, la inyección de 1.500 millones de dólares a Carabineros, el fortalecimiento de la figura de Ricardo Yáñez como aliado del gobierno, entre otras.
Este fortalecimiento tiene un aspecto de restauración. Rodrigo Karmy en el artículo ya citado, plantea correctamente que la transición se caracterizó por la no intervención del poder policial y militar, que mantuvieron grandes márgenes de autonomía. Sin embargo, estas instituciones entraron en una crisis profunda luego de los escándalos de corrupción, los montajes como la operación Huracán, el asesinato de Camilo Catrillanca y la brutalidad policial y militar durante la rebelión popular. Para la gobernabilidad capitalista resulta clave restaurar el poder material y simbólico de sus aparatos represivos.
Eso es lo que está en juego. Y sin duda tiene una importancia fundamental, porque aunque resulte exagerado hablar de un “Estado policial”, lo que se busca es preparar las bases para que Carabineros y Fuerzas Armadas puedan tener un rol más preponderante en la escena política nacional. La imagen del General Director Ricardo Yáñez indicándole al Congreso cuáles leyes aprobar, o de un general expulsando a una periodista de un punto de prensa, son amagues en esa dirección.
Hay que notar, sin embargo, que se trata de una autonomía relativa. Porque en Chile las fuerzas policiales y militares, sobre todo luego de la dictadura, han estado estrechamente ligados con el gran capital y sus designios. Como correctamente plantea Luis Thielemann en el artículo citado más arriba, Carabineros es una institución militante que juega un rol político estratégico, que es conservar el orden, no evitar el delito.
Pero por el mismo motivo, este fortalecimiento policial está al servicio del proyecto burgués de recomponer un “centro” y aislar a los extremos, teniendo al propio Frente Amplio como uno de sus actores fundamentales. No se trata simplemente de jóvenes progres asustados y manipulados por la élite; son artífices conscientes de un proyecto político de restauración en despliegue.
Por otra parte, hablar hoy de la instalación de métodos de “guerra civil” y de una “sociedad neofascista” como plantea Karmy, o de una tendencia fascista “de masas” y consensual como sugiere Thielemann, frente al cual el progresismo y el gobierno estarían ineludiblemente aprisionados, tiende a considerar que el “fascismo histórico” (que implica métodos de guerra civil contra las organizaciones obreras y populares y la izquierda), sería una cuestión del pasado y no, como suponemos nosotros, una posibilidad real que depende del desarrollo de la lucha de clases. Además que agitar el fantasma del fascismo sin hacer un análisis de material y situado en la lucha de clases, ya se utilizó como excusa para apoyar a Gabriel Boric. Si antes se usaba como argumento para infundir ilusiones y esperanza, hoy se usa como argumento para instalar la resignación. Por el contrario, un enfoque estratégico busca distinguir gradaciones entre diferentes fenómenos, para poder actuar mejor en la realidad concreta y prepararse para fenómenos aún más difíciles.
Sin embargo, que la clase dominante hoy apueste por recomponer el centro y aislar a los extremos, no significa que el éxito de esta empresa esté asegurado. Por el contrario, en un marco de crisis orgánica, crisis económica, degradación social y fragmentación política, hay muchas incógnitas abiertas. No olvidemos que fenómenos como Trump o Bolsonaro no eran las opciones pridilectas de las clases dominantes, pero ante la debilidad de la derecha tradicional, lograron avanzar (y por lo mismo, manteniendo el carácter de "bonapartismo débil"). La contradicción de apelar al discurso securitario para lograr una recomposición de los partidos tradicionales y su gobernanza “binominal”, es que amplía el espacio político para fenómenos “populistas” o de extrema derecha. Hay espacio para nuevos giros y factores inesperados en política y no cabe duda que, en términos políticos y electorales, quien está en mejor posición de capitalizar el discurso securitaria es la derecha, la extrema derecha, el Partido de la Gente y figuras como el alcalde Carter. Como ha quedado demostrado, mientras más el gobierno y sus partidos asumen la agenda de la dereha, más se debilita y más ganan los sectores conservadores.
Por ejemplo, ¿qué pasa si en las elecciones del Consejo Constitucional el Partido Republicano y el Partido de la Gente obtienen un buen resultado? Por supuesto que se aseguraron de evitar que pase lo de la Convención Constitucional, en que la gran burguesía perdió el control directo de dicha instancia. Pero de todas formas, un avance cualitativo de estos partidos en el Consejo, desordenaría el mapa político y lo haría más inestable. El hecho de que El Mercurio venga hace días lanzando estas advertencias en sus editoriales (llamando a dejar de lado los discursos más extremos de populismo penal y abordar la crisis de manera “sobria y responsable”), es expresión de la incógnita.
Un combate ideológico y programático
El avance de la agenda securitaria como discurso hegemónico, constituye un enemigo a enfrentar. Esta ofensiva política, mediática e ideológica, no busca solamente darle una cobertura al avance de los rasgos bonapartistas del régimen. Lo que busca también es reforzar la pasividad y la tolerancia con los métodos represivos contra quienes busquen desafiar el pacto oligárquico.
El mensaje que se busca instalar es que los problemas sociales, incluido el problema de la seguridad, lo deben resolver otros: un aparato burocrático policial. Un “Estado fuerte”, policías y militares combatiendo al enemigo interno. Ante esto, hay que explicar pacientemente que la militarización jamás ha sido una solución a la delincuencia. Lo que todos ocultan es que el cambio cualitativo en curso es que el narcotráfico fortaleció sus características empresariales. Como decía un ex fiscal, “las organizaciones criminales fueron cambiando del tipo de clan familiar a verdaderas empresas como existen, que tienen abogados y asesores contables. Hoy tienen una lógica empresarial evidente y su lógica es maximizar las ganancias”. Y esto implica una mayor penetración en las fuerzas policiales y militares, en empresas privadas como el puerto de San Antonio y en el aparato estatal. Junto con un aumento de la degradación social y económica, completa un cuadro atravesado por un fenómeno propio de la decadencia capitalista.
El combate político debe partir de dos premisas fundamentales: uno que la descomposición y crisis social y el enfrentamiento a enemigos debe ser tomado por los únicos que pueden dar respuesta a los grandes y estructurales problemas sociales, que es la clase trabajadora y las grandes mayorías populares, en base a su propia fuerza, coordinación y auto-organización. Frente al avance de los rasgos bonapartistas y su intento de penetrar a nivel ideológico en todos los rincones del país, con mayor razón la auto-organización y la disputa política ideológica es fundamental.
Pero para esto se requiere abrir un debate programático, partiendo por impulsar demandas democrático radicales que pongan al descubierto el avance del autoritarismo y se proponga enfrentarlo. Plantear la la abolición de todos los privilegios materiales de los generales de Carabineros y FF.AA de alto rango, como las pensiones vitalicias y los altos salarios, fin de los tribunales militares superiores y juicio por jurado popular para poner fin a la impunidad. A 50 años del golpe, apertura de los archivos de la dictadura y juicio y castigo de todos los responsables civiles y militares de crímenes de Estado durante la dictadura y de las violaciones a los DD.HH durante la rebelión popular.
Hay que enfrentar el pacto de gobernabilidad oligárquico, llamando a enfrentar el fraude constituyente y el Consejo Constitucional y por una verdadera Asamblea Constituyente Libre y Soberana basada en la movilización. Este pacto incluye limitar todas las reformas más urgentes y sepultar las demandas de la rebelión. Frente a esto, se debe plantear la abolición de las figuras presidenciales y del Senado, y la unificación de los poderes Ejecutivo y Legislativo en una cámara única, que debe discutir de manera urgente las demandas sociales que siguen pendientes, como es acabar con las AFP, salarios y pensiones mínimas de $650.000 y reajustables automáticamente según la inflación, educación pública y gratuita de calidad, por un plan de viviendas gestionado por los pobladores y organizaciones populares, devolución de las tierras al pueblo mapuche, entre otras demandas.
Resolver íntegramente estas necesidades sociales requerirá enfrentar el saqueo y la dependencia nacional, nacionalizando los recursos estratégicos bajo gestión de los trabajadores y las comunidades. Para que el cobre y el litio estén realmente a disposición de resolver las urgencias populares, asegurando el control democrático para evitar la depredación ambiental, asegurando el derecho básico al agua para el pueblo y no para las grandes empresas.
El aumento de la degradación social, el fortalecimiento del negocio capitalista del narcotráfico, el empeoramiento de las condiciones de vida, así como también el aumento de la violencia estatal y el autoritarismo, muestran que este sistema no tiene nada que ofrecernos, salvo guerras, crisis y destrucción del planeta. La lucha por acabar con el capitalismo y conquistar una sociedad socialista debe ser una perspectiva presente en cada una de nuestras luchas cotidianas y parte del combate de ideas contra las ideologías individualistas, conservadoras o que eternizan la resignación al orden existente.
[1] Antonio Gramsci, Cuadernos de la Cárcel, C13 §23
[2] Dal Maso, Juan. 2016. El marxismo de Gramsci, Buenos Aires: Ediciones IPS, p. 81
[3] Antonio Gramsci, op. cit. C13, §17
[4] Antonini, Francesa. 2020. Caesarism and Bonapartism in Gramsci. Historical Materialism Book Series Nº215, p.156
[5] Maielo, Matias y Albamonte, Emilio. 2022. Más allá de la “Restauración burguesa”: 15 tesis sobre la nueva etapa internacional en contrapunto con Maurizio Lazzarato,
[6] Antonini, Francesa. ob. cit., p.159
[7] Gramsci, Antonio. ob. cit., C8, §25
[8] Dal Maso, Juan. ob. cit., p.76
[9] Gramsci, Antonio. ob. cit. C13, §23
[10] Barbieri, André. 2023. Bonapartismo de toga y el desafío de lo político como autonomía del Estado
[11] Dal Maso, Juan. 2021. Gramsci, el cesarismo y la política de masas
[12] Ibid
[13] Gramsci, Antonio. ob. cit. C13, §27
[14] Dal Maso, Juan. Gramsci, el cesarismo y la política de masas
[15] Antonini, Francesca. ob. cit. p.147
Fabián Puelma
Abogado. Director de La Izquierda Diario Chile. Dirigente del Partido de Trabajadores Revolucionarios.