En este número de Armas de la Crítica, ofrecemos un dossier con diversos artículos acerca del pensamiento de Trotsky y los debates relacionados con la corriente política inspirada en sus ideas. En estas líneas, intentaremos ofrecer una semblanza del personaje y alguna reflexión sobre la actualidad de su legado.
Un exponente particular del marxismo ruso
León Davidovich Bronstein, más conocido como León Trotsky, nació en Ianovka (Ucrania) el 7 de noviembre de 1879 y murió en México el 21 de agosto de 1940 (había sido atacado el día anterior por un sicario de Stalin). Entre ambas fechas vivió una vida intensa, ligada estrechamente a algunos de los principales eventos del siglo XX y a una reflexión constante sobre los problemas de la lucha de clases, de la teoría marxista, pero también de la literatura y el arte.
Con una militancia inicial en el populismo, se terminó de convencer de las ideas marxistas en la cárcel de Odessa en los últimos años del siglo XIX (había sido detenido en 1898), leyendo al filósofo italiano Antonio Labriola [1]. La lectura de Labriola no era algo extravagante en el marxismo ruso (Plejanov había comentado sus ensayos sobre materialismo histórico). Pero no era tan usual que se otorgara a Labriola una centralidad como la que Trotsky le asignó al reconocerlo como la fuente que lo terminó de convencer de las ideas que defendería toda su vida. Labriola había propuesto una interpretación o sistematización del materialismo histórico en términos de “filosofía de la praxis”, combinando el conocimiento de la filosofía hegeliana con el rechazo del positivismo vulgar que en Italia confundía a Marx con Spencer. Temas que el marxismo de ese momento trataba con una cierta rudeza, como la relación entre la estructura y la superestructura o la relación del marxismo con las ciencias y la filosofía, eran abordados por Labriola con precisión, sensatez y conocimiento de los problemas, ofreciendo una lectura del marxismo que afirmaba su independencia de la ideología burguesa. Al mismo tiempo, ofrecía herramientas para estudiar los procesos históricos con un “método genético” que buscaba dilucidar el proceso de conformación y funcionamiento de la sociedad capitalista, mediante un procedimiento de “análisis y composición” [2] y apuntaba a comprender su singularidad. Todas estas características fueron luego compartidas y potenciadas por el marxismo de Trotsky.
El marxismo ruso se había constituido en las últimas décadas del siglo XIX en lucha contra las ideas populistas, que apuntaban a un desarrollo socialista basado en la comuna campesina sin pasar por el capitalismo. Al margen de que Marx había considerado posible la hipótesis de los populistas bajo ciertas condiciones y de que el tema fuera discutido larga (y a veces agriamente) entre Engels y el intelectual populista-marxista Danielsón [3], los avances del capitalismo ruso en la descomposición de la comuna campesina convencieron a un grupo de marxistas, entre los que se destacaba Plejanov, de que ese proceso era inevitable, y por eso consideraban que la apuesta política de los populistas era errada en sus cuestiones fundamentales.
Muchos años después, Trotsky señalaba en su Historia de la Revolución rusa que, al centrarse en esta idea de la necesidad del desarrollo capitalista, el marxismo ruso había generado una concepción de avance por etapas que había condicionado seriamente el abordaje del problema de la revolución rusa. Esto se aplicaba especialmente al caso de la corriente “menchevique” que postulaba una revolución democrático-burguesa que instauraría una democracia constitucional y realizaría el reparto agrario, dirigida por la burguesía, dejando la lucha por el poder obrero y el socialismo para una segunda etapa de ocurrencia indeterminada.
Sin embargo, antes de la consolidación de esta corriente reformista, el marxismo ruso abordó o intentó abordar la especificidad de la revolución en torno a la cuestión de la hegemonía, es decir, de la pelea del proletariado para ganar la dirección de las masas campesinas y luchar en común contra el zarismo, de manera independiente respecto de la burguesía liberal. El problema de la “revolución en permanencia” o “revolución permanente” (que tenía una larga historia en el marxismo, pero también en la política revolucionaria de los siglos XVIII y XIX y en el caso de Rusia había sido tratado por Riazanov en 1903) era otro de los tópicos del debate, sobre el cual Trotsky desarrollaría la primera formulación de su teoría de la revolución permanente en 1905 (adelantada ya “Antes del 9 de enero” escrito a fines de 1904).
Durante la Revolución de 1905, Trotsky tuvo una participación activa como vicepresidente del soviet de San Petersburgo. La revolución había tenido una dinámica de ascenso de la lucha de la clase obrera como eje del proceso desde la masacre del 9 de enero, el posterior desarrollo de los soviets (organizaciones asamblearias que surgían de las fábricas, se organizaban a nivel de cada región con un sistema de “diputados obreros” y asumían funciones económicas, políticas e incluso de orden público) en distintas partes del Imperio ruso, las huelgas generales de octubre y noviembre y la huelga general y la insurrección de diciembre. Al igual que los demás referentes del soviet, Trotsky fue detenido, llevado a juicio y condenado a reclusión en cárceles y pueblos alejados en las zonas periféricas del Imperio; condena de la que se liberó fugándose, para partir rumbo a Europa occidental.
Los orígenes de la teoría revolución permanente
De esta primera Revolución rusa, Trotsky sacó varias conclusiones decisivas para dar inicio a la formulación de su teoría de la revolución permanente. El rol que había jugado el proletariado de las ciudades organizado en soviets había mostrado que en la Revolución rusa la ciudad tendría hegemonía sobre el campo y el proletariado sería la clase hegemónica en las ciudades. Esto abonaba la idea de que la revolución en este país tenía como tareas iniciales la cuestión agraria y la destrucción de la autocracia, pero no podía limitarse a esos objetivos inmediatos. Al ser la clase obrera la que podía encabezar la lucha por estos cambios, contra la burguesía liberal que no se atrevía a enfrentar al zarismo, el proceso la obligaría a tomar el poder apoyándose en el campesinado. Una vez en el poder, ante la resistencia de la contrarrevolución en general y de la burguesía en particular, se vería obligada a tomar medidas que garantizasen el funcionamiento de la economía (como la administración obrera de las fábricas contra los lock-outs), lo cual implicaba una transformación de la revolución “democrático-burguesa” en socialista.
Por aquellos años, Trotsky tenía importantes diferencias con Lenin acerca de los problemas de organización política y también sobre las formulaciones teóricas relativas al desarrollo de la revolución rusa. En 1904 había publicado Nuestras tareas políticas, texto que se oponía punto por punto a ¿Qué hacer? y en el que acusaba a Lenin de querer erigirse como dictador por encima de un Comité Central que a su vez se imponía por encima de la base del partido, que a su vez se imponía desde arriba al movimiento de masas. Cuestionaba también la idea de hacer política sobre todas las clases de la sociedad que fueran oprimidas por el zarismo y además el rol de los intelectuales. Mientras Lenin sostenía la necesidad de una organización centralizada y preparada para la lucha clandestina, Trotsky rechazaba esta propuesta, en función de una primacía del movimiento espontáneo de las masas. Este posicionamiento lo llevaría a intentar mantener una posición intermedia entre los mencheviques y los bolcheviques durante muchos años. Simultáneamente, mientras Lenin y Trotsky coincidían en el rechazo del supuesto rol revolucionario de la burguesía liberal, mantenían diferencias respecto de la dinámica que podía tomar la revolución en Rusia. Estas diferencias se sintetizaban en dos fórmulas de gobierno: la “dictadura democrática de obreros y campesinos” (Lenin) y la “dictadura del proletariado apoyado en las masas campesinas” (Trotsky). Si bien vistas desde hoy parecen fórmulas muy similares, la diferencia radicaba en que Lenin consideraba equivocada la posición de Trotsky acerca de una transformación más o menos rápida de la revolución democrático-burguesa en socialista y consideraba que subestimaba la importancia de las tareas democráticas (por ejemplo, la instauración de la república democrática) para la propia clase obrera. Asimismo, Lenin sostenía que la diferencia entre mencheviques y bolcheviques no era solo organizativa sino fundamentalmente política. La posición bolchevique consistía en que la clase obrera debía hegemonizar al campesinado. La menchevique sostenía que había que aceptar la hegemonía de la burguesía liberal sobre las capas campesinas. Estos debates se fueron dando a través de distintos materiales escritos, entre los que podemos destacar Dos tácticas de la socialdemocracia en la revolución democrática (1905) y “El sentido histórico de la lucha interna del partido en Rusia” (1911) de Lenin y Resultados y Perspectivas (1906) y 1905 (1909) de Trotsky, como textos paradigmáticos.
Guerra, revolución y bolchevismo
El estallido de la Primera Guerra Mundial acercó las posiciones de Lenin y Trotsky, en primer lugar, por la defensa del internacionalismo contra la traición de la socialdemocracia alemana (que votó los créditos de guerra) e internacional (que se alineó mayoritariamente con su propio imperialismo en cada país beligerante) y, después, a propósito de las perspectivas de la revolución, sobre todo desde la caída del zarismo en febrero de 1917 y del regreso de Lenin a Rusia en abril del mismo año. Las Tesis de abril de Lenin impusieron un cambio de orientación al Partido Bolchevique hacia la conquista del poder por parte de los soviets (esta vez mucho más extendidos y compuestos de obreros, campesinos y soldados). A partir de ese momento, Trotsky se acercó mucho más al Partido Bolchevique, y su organización –llamada Interdistritos– se integró en el partido. Asumió un rol fundamental como agitador y comunicador de las ideas de este en toda clase de instancias. Formó parte de la dirección del partido y fue clave en la organización del trabajo político-militar que culminó en la constitución del Comité Militar Revolucionario de Petrogrado y la insurrección, para luego fundar y conducir el Ejército Rojo en la guerra contra los blancos y las potencias imperialistas, entre otras funciones. Desde ese momento, Trotsky consideró que había realizado una confluencia estratégica con Lenin, quedando en segundo plano la cuestión de las diferencias teóricas que habían tenido en el pasado, así como las diferencias políticas de carácter táctico.
La Revolución rusa dio lugar a un ascenso de luchas revolucionarias que sacudió el mundo colonial así como Europa Occidental, en ese contexto se fundó la III Internacional, a lo que haremos referencia en breve, mientras el bolchevismo trataba de sostenerse en el poder en Rusia.
Durante la Guerra Civil, los bolcheviques habían apelado a lo que se llamó (bien o mal) “comunismo de guerra”. El Estado requisaba a los campesinos el excedente de su producción, dejándolos en posesión de lo necesario para la subsistencia. Fue una medida tomada por las exigencias políticas y militares, ante la necesidad de poner en pie y sostener el Ejército Rojo y sin tiempo suficiente para estudiar con detenimiento las opciones más ventajosas para relacionar la economía del campo y la ciudad. Si bien la clase obrera rusa y los bolcheviques salieron victoriosos de los tres años de Guerra Civil, las condiciones internacionales y nacionales se tornaron menos favorables para el poder soviético. Además de la derrota de la Revolución húngara en 1919 y del levantamiento de los espartaquistas alemanes, hay tres hechos muy importantes para destacar en este sentido:
-* El retroceso del Ejército Rojo en Varsovia en 1920, hasta donde se había acorralado a las tropas intervencionistas polacas. El avance sobre la capital polaca estaba pensado como un evento que, combinado con el levantamiento de los obreros polacos, debía dar lugar a una revolución. Pero los obreros polacos faltaron a la cita y el Ejército Rojo, exitoso en derrotar la agresión polaca, tuvo que retroceder en su táctica ofensiva.
-* La derrota del movimiento turinés de los consejos de fábrica en Italia en 1920, por la traición de la burocracia socialdemócrata. Estos últimos dos hechos cambiaron la relación de fuerzas a nivel internacional. Los elementos reaccionarios ganaron confianza, la clase obrera entró en una dinámica más defensiva y la burguesía europea empezaba a mostrar que no pensaba ser tomada de sorpresa como la rusa. A estos acontecimientos se sumó luego la derrota de la llamada “Acción de marzo” en Alemania en 1921, que había sido una tentativa de huelga general insurreccional llevada a cabo por el Partido Comunista, sin suficiente adhesión de la clase obrera.
-* El tercer hecho fue la insurrección de Kronstadt y mostró que la situación en Rusia presentaba también serias dificultades. El año 1921 había comenzado con graves crisis. Las hambrunas en el Volga expresaban una situación de empobrecimiento del campo, producto de la guerra civil. El comunismo de guerra tensaba al máximo la relación entre los campesinos y el poder soviético, que se negaban a entregar sus excedentes. La insurrección de Kronstadt, aprovechada por elementos contrarrevolucionarios, pero basada en un descontento real, fue la señal de alarma definitiva para un cambio de política. La represión de ese levantamiento será el dramático telón de fondo del X Congreso del Partido Bolchevique.
Ante este panorama, las dos principales resoluciones del X Congreso del PC ruso son la Nueva Política Económica (NEP) y la prohibición de las fracciones, medida excepcional tomada ante lo delicado de la situación, que luego el estalinismo transformará en una norma de la naciente burocracia. Se abría una nueva etapa en la situación política de la Rusia de los soviets, pero también a nivel de la III Internacional.
Los cuatro primeros congresos de la III Internacional y la revolución en Europa Occidental
Fundada en 1919 con el impulso de la Revolución rusa, la III Internacional o Internacional Comunista (IC) se propuso extender la revolución a escala mundial. Aquí tomaremo especialmente en cuenta lo debates sobre la revolución en Europa, pero la cuestión nacional y colonial fue central también en sus resoluciones y orientaciones.
Los dos primeros congresos de la Internacional Comunista (1919 y 1920) partían de la idea de que la guerra había dejado en crisis a la democracia burguesa y sentado las bases para la lucha por la dictadura del proletariado. En este marco, la IC planteaba la lucha por el desarrollo de soviets y la creación de Partidos Comunistas que se prepararan en un período de tiempo relativamente breve para la lucha por el poder. Esta orientación incluía el trabajo en los sindicatos y el parlamentarismo revolucionario, también considerados en los debates de estos congresos como tareas importantes de los comunistas, dentro de una lectura de las tendencias de la lucha de clases que planteaba la posibilidad de una lucha directa por los objetivos estratégicos de la revolución y el poder obrero.
Sin embargo, el tema no era tan sencillo. Tan pronto como en abril de 1919 Trotsky caracterizaría que la revolución alemana era “una lenta revolución” en la que las masas obreras luchaban a través de una serie de combates incesantes, mientras la socialdemocracia se integraba en el régimen burgués, defendiéndolo incluso con la fuerza de las armas, como había mostrado el asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebnecht. En estos continuos y sangrientos combates, la clase obrera iría forjando un partido revolucionario templado, que no existía en los comienzos del ascenso de luchas obreras de la inmediata posguerra. Aquí ya queda planteado uno de los temas que vuelve una y otra vez en esos años (y que sería recuperado por Gramsci posteriormente): cuáles eran las características que diferenciaban a la revolución en Europa Occidental de la Revolución rusa, qué implicancias tenían para la definición de una táctica (orientación en los combates parciales) y una estrategia (utilización de estos combates para vencer al enemigo) por parte del comunismo y la necesidad de forjar los partidos en el fragor del combate mismo, sin una tradición previa comparable con la del bolchevismo ruso.
Luego del retroceso del Ejército Rojo en Varsovia en 1920, la derrota de los consejos de fábrica en Italia el mismo año y la derrota de la llamada “Acción de Marzo” de 1921 en Alemania, que ya nombramos, la Internacional Comunista puso en marcha la política de Frente Único, en simultáneo con la aplicación de la NEP en Rusia.
La política o táctica de Frente Único tenía su antecedente en la Carta Abierta (enero de 1921) con que el partido alemán había llamado a la acción en común a la socialdemocracia en función de la defensa de las conquistas mínimas del movimiento obrero. Esta política había sido pensada por Paul Levi que luego fuera expulsado del partido por indisciplina y posteriormente volvería a la socialdemocracia.
El Tercer Congreso de la IC sesionó en Moscú entre el 22 de junio y el 12 de julio de 1921 y adoptó la táctica de Frente Único como orientación central. A partir del análisis de situación expuesto más arriba, Lenin y Trotsky señalaban que los comunistas de Occidente eran una minoría y que no estaban en condiciones de dirigir a las masas obreras hacia combates decisivos. La tarea a lograr a través de la táctica del Frente Único era la conquista de la mayoría. Convocando a la lucha común a los obreros socialdemócratas y sus dirigentes, en defensa de la jornada de 8 horas, del derecho de reunión y agremiación, contra la rebaja de salarios, entre otras demandas, los comunistas lograrían ganar en las masas la autoridad que éstas todavía no le reconocían, por no conocer suficientemente al partido.
Esta táctica, a su vez, obedecía a una necesidad objetiva de la clase obrera en su conjunto, dado que los reformistas promovían la división del movimiento obrero. En Francia habían dividido el movimiento sindical, para combatir a los comunistas y sindicalistas revolucionarios aliados al comunismo. En Italia habían aumentado las prerrogativas de la burocracia sindical, impidiendo la democracia interna en los sindicatos y permitiendo al fascismo en avance el ataque sobre los gremios de la industria, donde tenían más peso los comunistas. En Alemania, los sindicatos controlados por los socialdemócratas se colocaban como garantes de la estabilidad del orden burgués.
En este contexto, el Frente Único permitía simultáneamente ganar influencia a los comunistas al mismo tiempo que planteaba la única forma en que la clase obrera podía responder con fuerza suficiente a la ofensiva de los capitalistas, en las condiciones concretas de la lucha de clases de Europa Occidental en la primera posguerra.
Entre el 5 de noviembre y el 5 de diciembre de 1922 sesionó en Moscú el Cuarto Congreso de la IC, que vuelve a ratificar la táctica del Frente Único proletario e incorporó la del Gobierno Obrero, como una derivación de ella. A partir de una política para la lucha común entre comunistas y socialdemócratas, el Gobierno Obrero era una consigna que permitía plantear el problema del poder de la clase trabajadora como una consecuencia lógica del Frente Único. No era exactamente la “dictadura del proletariado” que habían puesto en práctica los bolcheviques en Rusia, sino un paso en esa dirección, un gobierno de los partidos obreros que armara a la clase trabajadora y desarmara a la reacción como primeras medidas. Para Trotsky, el antecedente histórico de esta política era la experiencia de la Comuna de París, que había sido al mismo tiempo un gobierno de la clase obrera y un frente único de todas sus tendencias. Era una vía para el desarrollo de la revolución en Europa pensando en los elementos que antes señalamos: mayor estabilidad del Estado burgués, división del movimiento obrero y peso de la socialdemocracia, carácter minoritario aún de los comunistas, pero también una dinámica de lucha de clases que podía permitir que el Frente Único pasara de una etapa defensiva a otra ofensiva. En ese contexto, el Gobierno obrero era a su vez un punto de apoyo para una lucha revolucionaria por el poder, que requería un Partido Comunista organizado y aguerrido capaz de ganar la dirección de las masas obreras y populares. Con esa política, lo comunista ingresaron a los gobiernos de Sajonia y Turingia junto con el ala izquierda de la socialdemocracia, con la perspectiva de armar al proletariado y preparar la lucha por el poder, aunque no fue esa la política seguida por la dirección del partido.
Habíamos hablado de la caracterización de Trotsky de la revolución alemana como “una lenta revolución”. Efectivamente, los debates planteados en el Tercer y Cuarto Congreso están atravesados por esta idea (planteada ya por Trotsky en 1919) de que los tiempos de la revolución en Europa Occidental serían más largos que los de la revolución en Rusia. Sin embargo, esta afirmación se yuxtapone con otra: que estos tiempos largos no serían tan largos. En efecto, Trotsky enfatiza en varios de sus discursos que el trabajo de preparación para la lucha ofensiva, el trabajo de conquista de la mayoría, puede llevar tal vez algunos años, tal vez algunos meses; a veces habla de dos años, otra de cuatro años, que eran otros tantos durante los cuales tenía que resistir la Rusia revolucionaria a la espera de la revolución europea, al mismo tiempo que tomaba sus propias medidas internas para sostenerse. La cuestión de la temporalidad de la revolución, con todo, es un tema complejo. Si se toma el plazo entre 1905 y 1917, tampoco la revolución rusa fue tan “rápida” pensada como proceso de conjunto. Los tiempos rápidos y fulminantes fueron sobre todo los que se dieron entre febrero y octubre de 1917, meses en los que la velocidad de la revolución fue continuidad de la velocidad de la guerra.
Relacionada con la cuestión anterior, Trotsky señalaba que la relación entre guerra civil e insurrección en Europa Occidental era diferente a la que se había dado en Rusia. Mientras que en Rusia la burguesía había sido tomada por sorpresa y luego de la conquista del poder sobrevino una cruenta guerra civil, en Europa Occidental, con países de mayor desarrollo industrial y densidad de población, con Ejércitos más preparados, con Estados más estables y guardias contrarrevolucionarias preparadas de antemano, estas luchas cruentas se darían antes de la conquista del poder.
Así lo planteaba abiertamente Trotsky en su Informe sobre el quinto año de la revolución de Octubre y las tareas del Cuarto Congreso de la Internacional Comunista. Una idea similar plantearía en su Informe sobre la NEP del Cuarto Congreso. Pero, a diferencia de Rusia, la conquista del poder daría lugar a una dominación mucho más estable de la clase obrera. La derrota del “Octubre alemán”, en el que el Partido Comunista abortó el plan de acción revolucionaria a último momento, alejó por unos años la perspectiva de la revolución europea, aunque ya en 1926/27 hubo importantes huelgas y luchas callejeras en Inglaterra y Austria respectivamente. En la medida en que la revolución internacional se estancaba, se reforzaban las presiones conservadoras al interior de la Revolución rusa. Veamos.
De la NEP a la “lucha contra el trotskismo”
Al inicio de la NEP, la clase obrera rusa no tenía nada en común respecto de aquella que había protagonizado la Revolución y las jornadas heroicas de la Guerra Civil. Los trabajadores revolucionarios que no murieron en la guerra fueron afectados para ocupar innumerables puestos en el aparato estatal. La producción industrial estaba paralizada. Los salarios cubrían una quinta parte del costo de vida y muchos obreros robaban parte de lo que se producía en sus fábricas para venderlo en el mercado negro. Esto es fundamental para comprender la pasividad que se extendía en las masas soviéticas, mientras se daba la lucha entre la Oposición de Izquierda y el naciente estalinismo y fue una de las causas de la burocratización. En este contexto, los bolcheviques se vieron forzados a tomar en sus manos el monopolio del poder político, en contra de su orientación original. Efectivamente, los bolcheviques buscaron garantizar la libertad de expresión de las tendencias que defendían la revolución (mencheviques internacionales, SR de izquierda, distintos grupos de anarquistas que no actuaban contra el poder soviético), e incluso incorporaron a los SR de izquierda al Consejo de los Comisarios del Pueblo. Pero el intento de golpe organizado por este partido en 1918 llevó a su ilegalización. De esta forma, los bolcheviques debían sostener la dictadura del proletariado en un país en el que la clase obrera se había debilitado en extremo, objetiva y subjetivamente, y ejercían un monopolio del poder político que se impuso por la fuerza de los hechos, pero estaba lejos de ser la idea que ellos habían propugnado. La ecuación resulta verdaderamente monstruosa, si perdemos de vista que, para Lenin y Trotsky, la suerte de la Revolución rusa dependía, en el mediano y en el largo plazo, del destino de la revolución mundial, empezando por el Occidente europeo. Teniendo en mente esa perspectiva, todas las medidas más controvertidas tenían un carácter coyuntural, a la espera de un mejoramiento de las condiciones internacionales.
La NEP permitió una reactivación de la economía, pero también implicaba ciertos peligros. Por un lado, daba lugar al desarrollo de elementos que presionaban contra el monopolio del comercio exterior para poder hacer negocios capitalistas sin limitaciones. Por el otro, desde el punto de vista de la política económica del Estado soviético, la NEP generaba una tensión entre el mercado (que funcionaba en base a criterios de ganancia capitalista) y la planificación (que pretendía organizar la producción en función de la creación de infraestructura y la satisfacción de las necesidades populares). Al avanzar mucho el mercado ligado a los productos del campo, pero menos la industria por problemas técnicos y políticos, los precios de los productos industriales eran mucho más caros que los de los productos agrícolas. Trotsky definió esta situación como “problema de las tijeras”, insistiendo en la necesidad de profundizar en la política de planificación económica para resolverlo. Simultáneamente, el retroceso en la lucha de clases internacional, los cambios en la composición de la clase obrera, el régimen de partido único en el Estado y la prohibición de las fracciones al interior del partido fueron dando lugar a un desplazamiento del centro de gravedad de las decisiones económicas y políticas desde las masas hacia el aparato del partido. Esta situación, sumada al descontento obrero por la crisis industrial en 1923, dio lugar al surgimiento de la llamada primera Oposición de Izquierda (también conocida como “Oposición de 1923”), que tuvo su expresión en la “Declaración de los 46” firmada por destacados militantes bolcheviques que reclamaban el restablecimiento de la democracia interna en el partido y cambios en la política económica para mejorar la situación de la clase obrera.
En “Tesis sobre revolución y contrarrevolución” (1926), Trotsky analizó el fenómeno de retroceso en el nivel de actividad social y política en la Rusia soviética y los cambios en el partido. Complementario con las reflexiones de Christian Rakovsky en un ensayo de 1928 llamado “Los peligros profesionales del poder”, ese artículo de Trotsky relacionaba el clima conservador en la sociedad soviética de mediados de los años ‘20 con una cierta regularidad histórica propia de los retrocesos posteriores a los grandes avances revolucionarios, caracterizados por la irrupción de amplias masas con grandes expectativas que luego se desilusionaban por las dificultades que debe atravesar toda revolución, pero también por el peso de la situación conservadora sobre el partido revolucionario.
Este proceso de burocratización implicó un cambio en la ideología del Partido Bolchevique, sintetizado en la fórmula del “socialismo en un solo país” impuesta como política oficial desde 1925. Esta política implicó el pasaje a la oposición de Zinoviev y Kamenev (antes estaban con Stalin), quienes se acercarán a Trotsky formando la Oposición Conjunta en 1926, mientras Stalin mantuvo un bloque con Bujarin (promotor de la política de desarrollo del mercado campesino). El “socialismo en un solo país” implicaba una grosera tergiversación de la tradición del partido, que siempre había sostenido una perspectiva internacionalista. Pero precisamente por eso y porque desde los inicios de la “lucha contra el trotskismo”, en 1923, la dirección oficial había retomado los ataques contra la teoría de la revolución permanente, Trotsky retomó ese debate en el plano teórico, estratégico y programático. A partir de 1928, comenzó a plantear abiertamente que la única alternativa al “socialismo en un solo país” era la revolución permanente, señalando que esta no se trataba solamente de la transformación de la revolución democrático-burguesa en socialista a escala nacional, sino sobre todo del programa de la revolución internacional.
La Oposición Conjunta fue derrotada en 1927 y reprimida físicamente en la manifestación por el décimo aniversario de la revolución. Trotsky, Zinoviev y Kamenev fueron excluidos de la dirección del partido y Trotsky fue exiliado junto con Natalia Sedova a Alma-Ata (Kazajstán), en enero de 1928, para ser luego deportado a Prinkipo (Turquía) donde permaneció desde 1929 hasta 1933.
La III Internacional ante la burocratización
La política de la III Internacional sufrió los efectos de esta deriva burocrática y conservadora. Ya desde 1924 se evidenciaban importantes problemas. El V Congreso de la Internacional Comunista mientras convocaba a la “bolchevización” (desplazamiento de los sectores críticos y prohibición de las fraccione) desconocía la derrota de la Revolución alemana del ’23 y adoptaba la tesis de “la radicalización de los campesinos”, que se complementaba con políticas oportunistas hacia los partidos burgueses con base campesina, que pasaban a ser definidos como “partidos obreros y campesinos”. Entre ellos contaban al Kuomintang de Chiang Kai Shek, quien en 1926 fue nombrado presidente honorario de la Internacional Comunista, lo que no impidió que reprimiera a los comunistas chinos, tirándolos vivos como carbón en las calderas de las locomotoras.
En la Revolución china de 1925-1927, Stalin y Bujarin terminaron de postular una metafísica de la revolución colonial que sostenía que del atraso del país se derivaba la necesidad de una “revolución nacional” con la burguesía “nacional” como clase dirigente.
Esto implicó para el PC chino la subordinación política y organizativa respecto del Kuomintang. Era una política menchevique clásica de alianza con la “burguesía progresista” para una revolución por etapas. Pero para darle algún barniz de “bolchevismo”, Stalin y Bujarin combinaban la “teoría” de la “revolución nacional” con la vieja fórmula de Lenin de la “dictadura democrática de obreros y campesinos” que él mismo había abandonado en el transcurso de 1917, después de las Tesis de Abril. Al ser derrotada esta política por la represión a los comunistas en Shanghái, en abril de 1927, Stalin y Bujarin impusieron al PC chino la alianza con la supuesta “ala izquierda” del Kuomintag, con similares resultados, para girar luego bruscamente a una política de enfrentamiento armado que tuvo su expresión en la derrotada insurrección de Cantón, en noviembre de 1927.
Esto fue acompañado de otras capitulaciones políticas, como el sostenimiento de la alianza entre los sindicatos soviéticos y la burocracia sindical inglesa (“Comité Anglo-Ruso”), que había dejado solos a los mineros en 1926.
La generalización de la teoría de la revolución permanente y la lucha por la IV Internacional
Luego de la derrota de la Revolución china y apoyándose en sus lecciones, Trotsky amplió su teoría de la revolución permanente, generalizando las experiencias de Rusia y de China al conjunto de los países coloniales y semicoloniales. En ella postulaba que solamente la clase obrera puede realizar, encabezando a la nación oprimida, la resolución íntegra y efectiva del problema nacional y del problema agrario, para lo cual es necesaria su dominación política que, a su vez, solo puede sostenerse afectando la propiedad privada capitalista, transformando la revolución burguesa en socialista y, con ello, en permanente.
De esta forma, Trotsky, a la vez que refutaba los fundamentos de la política de apoyo a la burguesía “nacional”, seguida por Stalin y Bujarin en China, dotaba a la tradición marxista clásica de una teoría de la revolución a escala mundial. Los efectos de la crisis de 1929, el crecimiento del fascismo, la guerra civil española, la constitución de un régimen cada vez más totalitario en la Unión Soviética y los preparativos de las potencias hacia la guerra serían los temas principales de la política mundial en los años siguientes. Optando inicialmente por una política de reforma de la orientación de la Internacional Comunista y del Partido Comunista de la URSS, Trotsky había intentado construir la Oposición de Izquierda Internacional como fracción pública de la Internacional Comunista y sus partidos. Consideraba que era un error dar por liquidada la organización revolucionaria sin luchar por modificar su curso. Cambió esta política a partir de la experiencia del ascenso del nazismo en Alemania. El Partido Comunista alemán había jugado un rol desastroso, promoviendo la división de la clase obrera, al hacer eje en la denuncia del Partido Socialdemócrata como “social-fascista”, subestimando en todo momento el peligro que significaba un triunfo de Hitler, e incluso, en algunos casos, actuando en común con los nacional-socialistas contra los socialdemócratas [4]. Pocos meses después del triunfo de Hitler en enero de 1933, ante la falta de conclusiones autocríticas en el Partido Comunista alemán sobre su actuación, Trotsky convocaba a fundar un nuevo partido revolucionario en Alemania, ya que el Partido Comunista había demostrado no poder desempeñar ese papel. En mayo del mismo año, ante la ausencia de cualquier balance autocrítico de los demás partidos o de la dirección de la Internacional Comunista, Trotsky sacó la conclusión de que era necesario luchar por nuevos partidos comunistas y por una nueva Internacional. Se iniciaba entonces una nueva etapa de la vida política de Trotsky, quien iba a tener que dedicar grandes energías a los esfuerzos por construir organizaciones revolucionarias en distintos países como Estados Unidos, Francia, España y la propia Unión Soviética, a establecer relaciones de diálogo, polémica y crítica mutua con otras tendencias opositoras al estalinismo con las que intentaría confluir y a generar las herramientas teóricas, estratégicas y programáticas que permitirán dar lugar a la conformación de la IV Internacional.
En julio de 1933 y después de lograr la visa por parte del gobierno, Trotsky llegó a Francia, donde pudo apreciar de cerca el crecimiento del fascismo y el inicio del ascenso de luchas obreras, que llevó a la formación del Frente Popular que tuvo su punto más alto en junio de 1936, con las ocupaciones de fábricas que el gobierno buscó contener con el reconocimiento de ciertos derechos para la clase trabajadora que luego fueron cercenados a partir de 1937.
Simultáneamente al seguimiento de este proceso y con la colaboración política con el trotskismo francés, Trotsky prestaría mucha atención a lo que estaba pasando en España. Allí, el proceso iniciado con la caída de la monarquía, en 1931, hizo surgir un ascenso de luchas obreras con la insurrección asturiana de 1934, cuya derrota dio paso al “bienio negro” y luego con el ascenso del Frente Popular y el estallido de la Guerra Civil se plantearía un escenario que en muchos aspectos estaba definiendo el futuro de Europa. Pero también los Estados Unidos del New Deal y del ascenso del CIO le parecían centrales para pensar el posible desarrollo del movimiento obrero y, en especial, de la IV Internacional: en Estados Unidos estaba la organización trotskista más fuerte, el Socialist Workers Party (SWP).
Fueron años de rearme político, teórico e ideológico, ante una situación internacional que se hace cada vez más difícil para las posiciones revolucionarias. El “progresismo” se dividía entre los demócratas, que rechazaban los métodos autoritarios de Stalin y recelaban del comunismo (que identificaban con aquel), y los “amigos de la URSS”, que consideraban que cualquier crítica al estalinismo le hacía “el juego a la derecha”.
Trotsky tenía que combinar la tarea de construir una oposición marxista al estalinismo con la de combatir las ideas anticomunistas y el sentido común liberal que, en particular en Estados Unidos, se presentaba en la filosofía del pragmatismo que influenciaba decisivamente la mentalidad del movimiento obrero. Por este motivo, se puede ver en distintos textos de los años ’30 que Trotsky dedicó una buena parte de su trabajo a la explicación y a los fundamentos de la necesidad de defender a la Unión Soviética en caso de guerra, pero también a establecer una política y una estrategia de oposición frontal al estalinismo. Esta idea se formula en 1935 de manera más completa con su propuesta de una revolución política que desplace a la burocracia soviética y establezca un régimen político que reconozca la pluralidad de todas las tendencias que apoyaban la revolución, al mismo tiempo que restaurase la democracia soviética y mantuviera las conquistas sociales logradas por la revolución.
Huésped incómodo para el gobierno francés, su próximo destino fue Noruega, donde llegó el 18 de junio de 1935. El gobierno “socialista”, aparentemente amistoso al comienzo de su estadía, terminó poniendo a Trotsky bajo arresto domiciliario durante cuatro meses y lo obligó a partir hacia México, el 19 de diciembre de 1936. El gobierno de Lázaro Cárdenas había sido el único que le había querido dar la visa. Trotsky y Natalia Sedova llegaron al puerto de Tampico el 9 de enero de 1937.
Los últimos años de su vida estuvieron dedicados a la lucha por poner en pie la IV Internacional, cuya Conferencia de fundación se realizó en París el 3 de septiembre de 1938. La IV Internacional se componía de militantes de relativa experiencia y su influencia se extendía en un sector minoritario pero muy combativo de la clase trabajadora. El informe presentado a la Conferencia señalaba la existencia de un total de cerca de 5.500 miembros, distribuidos de la siguiente manera: Estados Unidos: 2.500, Bélgica: 800, Francia: 600, Polonia: 350, Inglaterra: 170, Alemania: 200, Checoslovaquia: 150-200, Grecia: 100, Indochina: sin número –a pesar de que era un grupo con importante influencia–, Chile: 100, Cuba: 100, Sudáfrica: 100, Canadá: 75, Australia: 50, Brasil: 50, Holanda: 50, España: 10-30, México: 25, Suecia, Noruega, Dinamarca, Rumania, Austria, Rusia, Bolivia, Argentina, Puerto Rico, Uruguay, Venezuela, China e Italia: sin números. Según un informe de Rudolph Klement, quien estuvo a cargo de la organización de la conferencia y fue asesinado por el servicio secreto estalinista antes de su realización, también había partidarios de la IV Internacional en Marruecos, Palestina, Yugoslavia y Letonia, los cuales no aparecen mencionados en el informe de la Conferencia [5].
El tema de la IV Internacional ha sido muy debatido dentro y fuera del trotskismo. Simpatizantes sinceros de las ideas de Trotsky (aunque no partidarios de ellas en su totalidad) como Daniel Guérin en su historia del Frente Popular francés [6] y el Partido Socialista Obrero y Campesino (PSOP por sus siglas en francés) o su propio biógrafo Isaac Deutscher en su famosa trilogía sobre Trotsky han considerado que la fundación de la IV Internacional había sido un acto voluntarista [7]. Guérin en particular tuvo la posibilidad de exponer esas objeciones en tiempo real, ya que había conocido personalmente a Trotsky y fue militante de la Izquierda Revolucionaria de la SFIO y luego del PSOP dirigido por Marceau Pivert, quien se había acercado y alejado de Trotsky en distintos momentos.
El PSOP formó parte del Buró de Londres, un agrupamiento de varios grupos que en algún momento habían estado cerca de las posiciones de Trotsky y que compartían la idea de una nueva internacional, pero consideraban prematuro fundar una internacional “de cuadros” y no “de masas”, ya que en el período 1933-1938 no faltaron ascensos de luchas de masas, pero el estalinismo era muy fuerte. Sin embargo, estos grupos hicieron de alguna manera “su Internacional”, llamada Frente Obrero Internacional, que terminó siendo una especie de imitación de la IV Internacional, pero con una política oscilante entre posiciones revolucionarias y reformistas. La diferencia principal entre el FOI y la IV Internacional radica en que del primero hoy no queda ni el recuerdo, y de la IV Internacional (con todas las dificultades que atravesó en la Segunda Guerra Mundial y sus divisiones posteriores) quedan sus lecciones, sus aportes teóricos y programáticos y la persistencia del trotskismo como corriente organizada en el movimiento obrero, en la juventud, en los movimientos sociales y de mujeres y en la intelectualidad en muchos países.
El programa de transición: coyuntura y actualidad
Trotsky consideraba que el Programa de Transición no se podía tomar como un programa acabado. Así se lo había dicho en una carta enviada el 12 de abril de 1938 a Rudolph Klement:
Destaco que todavía no se trata del programa de la IV Internacional. El texto no contiene ni la parte teórica, es decir, el análisis de la sociedad capitalista y de su fase imperialista, ni el programa de la revolución socialista propiamente dicha. Se trata de un programa de acción para el período intermedio. Me parece que nuestras secciones necesitan este documento.
Con la expresión “período intermedio” Trotsky se refería a la lucha por el poder de la clase obrera. Por eso dice que falta “el programa de la revolución socialista propiamente dicha”. Detengámonos brevemente en la cuestión de la transición.
En la segunda mitad del siglo XIX, el movimiento obrero orientado por la socialdemocracia había establecido lo que se llamaba “programa mínimo”. Expresión de él son la lucha por la jornada de ocho horas, las mejoras en las condiciones de trabajo, el derecho de agremiación o los derechos políticos democráticos elementales. Por otro lado, el “programa máximo” ponía la revolución y el socialismo como un objetivo de fondo, pero que se percibía lejano.
El estallido de la Primera Guerra Mundial consolidó la división irreversible entre la socialdemocracia, que perseguía la reforma del capitalismo, y el comunismo, que luchaba por la revolución, con el ejemplo del Partido Bolchevique y la Revolución rusa. Durante los años de entreguerras hubo toda clase de procesos políticos y de lucha de clases. Luego se dieron los procesos a los que se hacía referencia al principio de este artículo. Las revoluciones, las contrarrevoluciones y la crisis económica empezaban a poner sobre la mesa la necesidad de modificar los programas, en especial esta división entre “programa mínimo” y “máximo”. La clase dominante percibió la necesidad de readecuaciones similares, estatizando los sindicatos, promoviendo la intervención del Estado para contrarrestar la crisis económica y ofreciendo de esa manera un intento de rivalizar con la salida revolucionaria.
En este marco, la transición para Trotsky abarcaba la relación entre las necesidades de la clase trabajadora y los sectores populares y su grado de organización y conciencia política; la relación entre las demandas inmediatas y el cuestionamiento del capitalismo; la relación entre la movilización sistemática de las masas por sus reclamos y la lucha por un gobierno de la clase trabajadora y el pueblo.
La transición también hace referencia a este “período intermedio” del que Trotsky le hablaba en su carta a Rudolph Klement. Todavía no es la revolución propiamente dicha, pero la lucha de clases no puede canalizarse solamente con el llamado “programa mínimo”; las condiciones de crisis capitalista y los ataques de las patronales plantean una disyuntiva: o se resuelven las necesidades más elementales de la clase trabajadora y el pueblo en base a una afectación directa del interés de los capitalistas o la salida la va a dar el capitalismo, recomponiendo su dominación y empeorando nuestras condiciones de vida.
En este sentido, el programa de transición intenta establecer un puente entre la lucha por las demandas más elementales e inmediatas de la clase trabajadora y el pueblo y una salida anticapitalista y socialista.
En el texto del Programa de Transición, Trotsky decía que la crisis de la humanidad se reducía a la crisis de su dirección revolucionaria. Hacía referencia a las derrotas que había sufrido el movimiento obrero bajo la dirección de la socialdemocracia y del estalinismo, y a las dificultades para lograr una dirección alternativa (objetivo al que debía servir, como ya dijimos, el manifiesto programático). Esta definición fue tomada por ciertos grupos trotskistas en muchos casos como una sentencia válida para todo tiempo y lugar, pero sobre todo fue cuestionada por quienes tienen cierta inclinación por defender a las distintas variantes burocráticas en los sindicatos y movimientos sociales como la supuesta demostración del “subjetivismo” de Trotsky.
La relación entre las bases y las direcciones (en el movimiento obrero especialmente, pero también en otros movimientos) es un tema complejo. Por razones de espacio intentaremos sintetizarla en que ni la base tiene “la dirección que se merece” ni tampoco está todo el tiempo en abierta contradicción con los dirigentes. Aquí, como en muchas otras ocasiones, vale el “análisis concreto de la situación concreta”. Pero no es lo mismo analizar las dificultades para construir una “dirección revolucionaria” como un problema abstracto, desde afuera, que hacer esa reflexión como parte de una práctica militante que busca que la lucha de clases tome un rumbo revolucionario. Más allá de esta cuestión puntual, sería problemático tomar esta definición de Trotsky, planteada en un momento específico y en un contexto de argumentación particular, de modo unilateral. Hoy la crisis de la humanidad pasa por múltiples problemas (muchos relacionados pero) que van más allá de la dirección revolucionaria de la clase trabajadora. Sin embargo, esto no quiere decir que las direcciones no sean un problema. Tratemos de pensar en la realidad de la clase trabajadora y el rol que tienen las direcciones de los sindicatos, de los movimientos de estudiantes, de los movimientos de mujeres o de las organizaciones de trabajadores desocupados, y la mayoría de las corrientes políticas que los orientan, asociadas en muchos casos con las llamadas tendencias “nacionales y populares” o las “izquierdas amplias” reformistas.
Nuevamente: guerra y revolución
Este intento de rearme programático se daba en un contexto sumamente difícil para el movimiento revolucionario dirigido por Trotsky. El estalinismo tenía una fuerza de masas y los preparativos de las potencias para la Segunda Guerra Mundial crecían a pasos agigantados, creándose un clima de patriotismo contrario al internacionalismo y a la lucha de clases.
La perspectiva de una nueva guerra estaba presente en los debates de la Internacional Comunista desde sus orígenes, dado que la Primera Guerra Mundial había dejado un escenario muy inestable, caracterizado por una “hegemonía” sobredimensionada de Francia en la Europa continental, la decadencia del Reino Unido como potencia dominante desde el siglo XIX y el ascenso del imperialismo norteamericano como motor económico del capitalismo mundial y como nueva potencia económica, política y militar. Desde el ascenso de Hitler en Alemania, Trotsky había señalado que se hacía cada vez más concreta la perspectiva de una guerra contra la Unión Soviética y de una guerra mundial más en general. Documentos como “La guerra y la IV Internacional” (1934) y “La URSS en la guerra (1939)” [8] sintetizaron una gran parte de las elaboraciones de Trotsky y los trotskistas sobre la cuestión de la guerra. En cuanto al carácter del conflicto, lo caracterizaba como interimperialista por el reparto de los mercados, de las colonias y de las semicolonias. A diferencia de lo que afirman ciertos críticos desprevenidos, esto no implicaba desconocer la especificidad del fenómeno fascista ni llamar al “derrotismo” en general. Lo que Lenin había llamado “derrotismo revolucionario” (la derrota del propio país como mal menor en relación con la revolución), Trotsky lo había reformulado señalando que la lucha de clases no podía detenerse por la guerra, y había que romper cualquier subordinación con la burguesía más allá de que esta proclamara estar en contra de Hitler. Trotsky convocaba a derrotar al fascismo, pero con los métodos y la organización independiente de la clase obrera. Esta política, llamada Política Militar Proletaria (PMP) fue puesta en práctica de hecho por miles de milicianos en Grecia y en Italia en los últimos años de la guerra e implicaba combatir a Hitler sin subordinarse a los objetivos políticos de la burguesía “democrática”. En el mismo sentido, los pueblos coloniales y semicoloniales debían luchar por su liberación, ya sea contra los imperialistas fascistas o los democráticos. El “Manifiesto de Emergencia” traza las perspectivas de la IV Internacional ante el estallido de la guerra:
Independientemente del curso de la guerra, cumplimos nuestro objetivo básico: explicamos a los obreros que sus intereses son irreconciliables con los del capitalismo sediento de sangre; movilizamos a los trabajadores contra el imperialismo; propagandizamos la unidad de los obreros de todos los países beligerantes y neutrales; llamamos a la fraternización entre obreros y soldados dentro de cada país y entre los soldados que están en lados opuestos de las trincheras en el campo de batalla; movilizamos a las mujeres y los jóvenes contra la guerra; preparamos constante, persistente e incansablemente la revolución en las fábricas, los molinos, las aldeas, los cuarteles, el frente y la flota.
La IV Internacional mantuvo la bandera de la lucha de clases, sin desconocer el carácter específico del combate contra el nazismo (PMP). Y, más en general, dejó planteadas las banderas bajo las cuales seguir luchando por el comunismo, contra el liberalismo, el fascismo y el estalinismo.
La actualidad de un legado y una teoría
En las líneas anteriores nos referimos a algunos momentos importantes de la trayectoria vital de Trotsky, sus peleas estratégicas y programáticas y algo de sus labores político-organizativas. Sería importante incorporar también la fuerza de su legado en el plano teórico. Cabe entonces destacar la importancia de la teoría de la revolución permanente como una contribución central para el desarrollo del marxismo del siglo XX. Hemos visto que esta teoría abarca tres dimensiones: la transformación de la revolución “democrático-burguesa” en socialista, el carácter internacional de la revolución que impide detenerla en las fronteras de un país y el carácter constante de los cambios políticos, sociales, económicos y culturales en la sociedad posterior a la revolución. Se le han hecho objeciones a esta teoría –por ejemplo, la de Perry Anderson– por predecir algo que supuestamente no ocurrió: la imposibilidad de las burguesías “nacionales” de resolver la cuestión de la independencia nacional y la cuestión agraria. En sus Consideraciones sobre el marxismo occidental (1976), Anderson consideraba que los casos de Argelia (para la primera cuestión) y Bolivia (para la segunda) mostraban que esto no era así. Sin entrar a considerar en detalle esos procesos, se puede señalar que Trotsky nunca había afirmado que direcciones burguesas no pudieran encabezar luchas por la independencia o la cuestión agraria. Lo que afirma la teoría de la revolución permanente es que la “resolución íntegra y efectiva” de estos problemas (es decir una independencia real y no formal y el acceso a la tierra de modo tal que no se viera asediado permanentemente por la gran propiedad) “solo puede concebirse por medio de la dictadura del proletariado”. Esto deja abierta la puerta a la existencia de resoluciones “parciales” de las tareas democráticas y nacionales como pueden ser las nombradas por el propio Anderson, o como la experiencia del gobierno de Cárdenas en México, frente al que Trotsky aconsejaba una política independiente pero no sectaria, al mismo tiempo que le sirvió de caso paradigmático para pensar problemas de la realidad latinoamericana. Por otra parte, la trayectoria del capitalismo posterior a los años ’70 mostró las grandes dificultades para proyectos capitalistas “nacionales” (incluso los gobiernos llamados “nacionales y populares” de comienzoas de siglo XXI en América Latina han tocado poco y nada la gran propiedad agraria y los roces que han tenido con el imperialismo han sido en general dentro de relaciones de subordinación, pagando la deuda al FMI, etc.). Desde el punto de vista de las nulas potencialidades revolucionarias de las llamadas “burguesías nacionales”, parece que la teoría de la revolución permanente tiene incluso ahora más actualidad que antes, lo cual a su vez sirve de fundamento a la propuesta de una alianza obrero-popular o una hegemonía de la clase trabajadora para la revolución. En lo que parece más desfasada la teoría respecto de la realidad actual es en su aspecto descriptivo: la “mecánica” de la transformación de la revolución democrática en socialista está ausente de los procesos de lucha de clases actuales, que se han detenido en los umbrales de las revueltas sin llegar a constituirse en revoluciones. Sin embargo, este hecho no implica necesariamente una refutación de la teoría de la revolución permanente como tal, sino más bien la ausencia de la principal condición que esta teoría presupone, es decir, la ocurrencia de revoluciones. Podremos saber la forma actual de la revolución permanente cuando procesos revolucionarios tengan lugar. Lo que podemos pensar, en el mientras tanto, es que la mecánica de la revolución permanente puede proyectarse también a la lucha de clases en sus etapas previas a las revoluciones. Es decir, la idea de un desarrollo que va de las luchas democráticas y nacionales a la revolución socialista sirve también para pensar el modo en que pueden articularse luchas por demandas sociales, ambientales, de género, ecologistas, de los pueblos originarios, del proletariado precarizado y del movimiento obrero organizado en sindicatos, de modo tal que puedan orientarse hacia una lucha contra el capitalismo y por el socialismo. Esta articulación contribuiría quizás no a generar por sí misma pero sí a crear condiciones subjetivas para nuevas dinámicas revolucionarias. Y esto mismo tiene continuidad en las otras dos dimensiones consideradas por la teoría de la revolución permanente: el internacionalismo y el revolucionamiento constante de la sociedad de transición. En síntesis, la teoría de la revolución permanente podrá mostrar su potencia más cabalmente ante procesos revolucionarios con los que no contamos en la actualidad, pero también puede servir para pensar las dinámicas de lucha de clases de los momentos previos y preparatorios, por el modo en que intenta articular demandas, sujetos y desarrollo de las relaciones de fuerzas.
Otro aspecto a destacar de las elaboraciones de Trotsky es su explicación de la burocratización de la Revolución rusa y del fenómeno del estalinismo. Si bien es cierto que el interés de las nuevas generaciones por el socialismo no se ve necesariamente afectado por el impacto de la experiencia de los mal llamados “socialismos reales”, ningún proyecto socialista o comunista puede eludir las conclusiones de esa experiencia, dado que las posibles dinámicas de burocratización son un peligro cierto, por una serie de razones: situaciones que pueden exigir una centralización excesiva del poder de decisión (que luego cuesta revertir a favor de las masas), desigualdad de los tiempos entre los procesos a escala nacional e internacional, desigualdad entre los tiempos de la transición y los de las expectativas de las masas que inducen a un sector de estas a la pasividad, lo que abona la dinámica hacia la burocratización, etc. Los análisis de Trotsky sobre las contradicciones de la URSS como una economía y sociedad de transición (formación “socialista” en la medida en que “defiende la propiedad colectiva de los medios de producción” y “burguesa” en la medida en que “el reparto de los bienes se lleva a cabo por medio de medidas capitalistas de valor”), la caracterización de la burocracia como una casta que gozaba de una tajada mayor del excedente de la producción social y su doble rol como sostenedora (en la medida en que vivía de ellas) y socavadora (en la medida en que reprimía e impedía el autogobierno de las masas) de las conquistas de la Revolución y su propuesta de una revolución política que barriera a la burocracia y reimplantase el pluripartidismo soviético, son puntos de partida insoslayables para cualquier proyecto que se proponga un “socialismo desde abajo”.
Un tercer aspecto a destacar del pensamiento de Trotsky es su comprensión de la existencia de diferentes capas y sectores en que está dividida la clase obrera. Mientras convocaba a una lucha por independizar a los sindicatos respecto del Estado, señalaba los límites de estos, si se los quería tomar como la única y exclusiva forma de organización de la clase trabajadora. En ese sentido, su reivindicación de los consejos (y toda instancia de auto-organización como comités de lucha, comités de acción y otros) apuntaba a generar dinámicas que permitieran la unificación de las filas de la clase trabajadora, así como su articulación con todos los sectores oprimidos. Esta cuestión es fundamental también en un marco de gran heterogeneidad de una clase trabajadora sobre-extendida a escala internacional.
Más allá de la resistencia
Para terminar, me gustaría señalar dos últimas cuestiones. La primera es que, en pequeños ejemplos, se puede constatar un cierto interés renovado por la figura de Trotsky. Desde la película de Nanni Moretti Il sol dell’avvenire, que constituye una abierta reivindicación de Trotsky como alternativa al estalinismo y como continuidad de “el comunismo de Marx y Engels” hasta el interés de la juventud norteamericana por su figura, pasando por el crecimiento de investigaciones académicas sobre sus ideas (entre las que podemos destacar los libros de Thomas M. Twiss y Gabriele Mastrolillo) o sobre el trotskismo como tendencia militante, donde destacan los trabajos de investigación de Aleksei Gusev y otros sobre los trotskistas detenidos en la cárcel de Verjneuralsk en la URSS, o el reciente libro publicado por el CEHTI sobre el trotskismo en Argentina, coordinado por Hernán Camarero y Martín Magiantini.
La segunda cuestión es que, con todas las dificultades del caso, el trotskismo es una de las tradiciones militantes que más continuidad ha tenido en el espectro de la izquierda. Como bien señalara Ariel Petruccelli en su artículo “La izquierda y la crisis”, la persistencia en la tentativa de construcción de organizaciones partidarias ha permitido cerrar filas en momentos de retroceso. A esto agregaría las cuestiones señaladas en el apartado anterior, junto con la militancia en el movimiento obrero en momentos en que todas las tendencias de izquierda lo daban por muerto (más allá de los problemas subjetivos a los que ya hicimos referencia). Pero estas cuestiones que hacen a nuestra condición de “irreductibilidad”, para retomar la expresión de Pablo Stefanoni, no necesariamente implican una predominancia del trotskismo en próximas e hipotéticas recomposiciones del marxismo. Para lograr que la impronta de la tradición trotskista se vuelva predominante en el marxismo, es necesario dar el debate, combinando la mayor intransigencia clasista con la amplitud para la discusión teórica, una política cultural e ideológica activa y la intervención en las más variadas formas de la lucha de clases, porque estamos en un escenario internacional (y nacional) inestable e incierto. Esto incluye, por supuesto, pensar las propias condiciones de actualidad del legado que estamos reivindicando.
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