A lo largo de una serie de artículos que pueden leerse acá, acá y acá, hemos debatido con Rolando Astarita sobre el Programa de Transición. El debate había comenzado a partir de la crítica de nuestro autor al Frente de Izquierda por agitar en la campaña electoral consignas transicionales –respuestas estructurales y de fondo para terminar con los padecimientos que impone el capitalismo– como el reparto de las horas de trabajo para combatir el desempleo y la precarización. Como se trata de consignas que cuestionan pilares del funcionamiento del capitalismo, según Astarita, no se puede agitar en una campaña electoral porque al no haber revolución pasarían por un planteo “utópico”.
Este cuestionamiento no se aleja demasiado de los que tiene que enfrentar cotidianamente una fuerza realmente anticapitalista y socialista frente al discurso oficial. Pero como señala Alejandro Vilca, trabajador recolector de residuos que acaba de obtener casi el 24 % de los votos en la provincia de Jujuy, en una reciente entrevista en Página/12:
Cuando nos dicen que somos utópicos respondemos que en la política actual las ideas para los partidos tradicionales no valen nada, es una compra y venta de candidatos, de gente que se da vuelta como media. Con la izquierda eso no pasa. Tenemos fines y principios, queremos terminar con esta sociedad de explotación y miseria, queremos construir otra donde los productores de la riqueza, la clase obrera, pueda dirigir y planificar la economía con un sentido social para tener igualdad de acceso a los derechos. La única forma es con un gobierno de los trabajadores, esta idea de a poco está llegando a miles, se hace carne en cada lucha.
A esta altura del debate podemos decir que Astarita no solo ha excluido de la reflexión del programa (los objetivos a conquistar) toda consideración sobre la estrategia (el cómo hacerlo) sino que encuentra en esta relación una especie de obstáculo epistemológico insalvable. En este sentido creemos que la polémica ya cuenta con suficiente ilustración, cada lector y lectora habrá podido sacar sus propias conclusiones. Sin embargo, hay un aspecto adicional que nos parece pertinente abordar ya que está de trasfondo en toda la polémica: ¿a qué condiciones tiene que dar respuesta un programa revolucionario en la época imperialista del capitalismo?
Sobre las coordenadas del debate en curso
Astarita tiene razón en que un debate, cuando adquiere cierta extensión, puede hacer que se pierdan los ejes. Recapitulemos brevemente. Nuestro autor sostiene que debemos mantener separado el programa en dos compartimentos: a) el “programa mínimo”, es decir, las consignas que por sí mismas no cuestionan la propiedad capitalista, al cual debemos limitarnos mientras no haya una situación abiertamente revolucionaria; b) el “programa máximo” referido a la revolución socialista (al que identifica con las consignas transicionales) y del que solo se podría hacer agitación cuando la clase trabajadora este “de pie y en armas”. Sin embargo, el cómo la clase obrera trabajadora llega a estar de pie sería un secreto guardado bajo siete llaves sobre el que nuestro autor no tendría nada que decir. La consecuencia práctica sería limitarse a la agitación del “programa mínimo” indefinidamente y toda consigna que cuestione la propiedad capitalista dejarla exclusivamente para la propaganda hasta “la” situación revolucionaria pre-insurreccional que, según parece, debería caer del cielo.
Esta concepción –contraria el método transicional que establece un puente entre los diferentes aspectos del programa– caracterizó a la Segunda Internacional. Su correlato fue circunscribir la política a los marcos de lo permitido dentro del régimen capitalista: una rutina sindical y parlamentaria en torno a consignas mínimas superpuesta a una propaganda sobre las virtudes de un futuro socialista sin conexión con la práctica. Aquella fragmentación entre programa “mínimo” y “máximo” tuvo su modelo en el programa de Erfurt (1891). Como hemos desarrollado, el mismo fue criticado en su momento por Engels –nada menos que por no señalar si la clase obrera “está obligada a rebasar el viejo orden social” –, luego por Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky, y finalmente rechazado por la III Internacional.
Durante el desarrollo de nuestra polémica, Astarita pasó de negar muchas de aquellas críticas a intentar relativizarlas a, finalmente, decir que no se relacionarían con el debate en cuestión. Según nos dice en su última respuesta: “Maiello cita las críticas de Lenin a la trayectoria de la Segunda Internacional. Como si tuvieran algo que ver con la división entre programa máximo y mínimo. Pero no es el caso”. ¿Cuáles sería aquellas críticas que para nuestro autor no tienen “nada que ver” con el programa? A saber:
a) el surgimiento del capitalismo monopólico y el imperialismo, y la formación de una aristocracia obrera, que sería la base social del reformismo (por lo cual escribe, en 1916, El imperialismo….); b) la teoría del Estado (por lo cual escribe El Estado y la revolución); c) las concepciones mecanicistas y lineales que dominaban en la Segunda Internacional, que lo llevan a afirmar que ningún socialista había entendido El capital.
Al contrario de lo que sostiene Astarita, este punteo tiene la virtud de sintetizar, justamente, tres claves de por qué Lenin y la Tercera Internacional rompen con la vieja división entre el programa “mínimo” y “máximo”.
En primer lugar, a partir del desarrollo del imperialismo, de la aristocracia y la burocracia en las organizaciones obreras, sostener la división entre “programa mínimo” y “máximo” significaba renunciar a construir una fuerza revolucionaria independiente. Por una sencilla razón: limitarse al programa “mínimo” dejando de lado cualquier planteo que cuestionara la propiedad capitalista llevaba a subordinarse a las direcciones reformistas y a la burocracia de los sindicatos; así como circunscribir la agitación al programa “máximo” del comunismo significaba una ubicación ultimatista incapaz de interpelar a la mayoría aún reformista de la clase trabajadora. De aquí surgirán las primeras discusiones sobre el método transicional para articular las reivindicaciones inmediatas del programa mínimo y democrático con consignas transicionales para que sectores de la clase trabajadora pudieran avanzar a través de la experiencia hacia un programa hegemónico y revolucionario. Ligada a esto se desarrollaría la táctica del frente único, para buscar la unidad en la acción (“golpear juntos”) con los sectores reformistas y/o “centristas” y, al mismo tiempo, disputar con la burocracia (“machar separados”) la dirección del movimiento para superarla; aspecto, este último, ausente en el esquema de Astarita, o a lo sumo resoluble a través de algún tipo de pedagogía de gabinete.
En segundo lugar, la teoría del Estado y su relación con la estrategia revolucionaria. Lejos de “no tener nada que ver”, en el Estado y la revolución, Lenin justamente busca retomar una de las principales conclusiones de Marx y Engels en torno a la Comuna de París con la que “corrigen” el Manifiesto comunista: que como condición necesaria para triunfar la clase trabajadora debe articular un poder propio capaz de “reemplazar” al aparato estatal burgués. Es decir, que no se trata simplemente de “tomar posesión” de este último para implementar un “programa de gobierno socialista” (“programa máximo”). Por eso, todo programa que se limite a señalar las medidas de un futuro gobierno obrero “luego del triunfo de la revolución proletaria”, mientras que para la lucha cotidiana (económica y política) solo recomiende consignas “mínimas”, es un programa inútil en la práctica desde el punto de vista revolucionario. Tampoco sirve un programa dedicado solamente a “instruir” a la vanguardia en los objetivos de la revolución a través de la propaganda si este no está orientado al mismo tiempo a interpelar de algún modo al movimiento de masas, es decir, a quienes deberían protagonizar la revolución y animar sus propios organismos de autoorganización.
En tercer lugar, es interesante que Astarita traiga a cuento las concepciones mecanicistas y lineales que dominaban en la Segunda Internacional, ya que es otro de los puntos que se relaciona directamente con su visión dicotómica entre programa mínimo y máximo y el rechazo al método transicional. Sobre este aspecto nos vamos a detener.
El Programa de Transición y la necesidad de un “freno de emergencia”
Una de las críticas centrales que realiza Astarita al Programa de Transición es que:
Ya al momento de redactarse el PT era claro que en la mayoría de los países la situación era no revolucionaria, y en muchos incluso abiertamente contrarrevolucionaria. Ya entonces era un error formular un programa general que estaba pensado para la ofensiva revolucionaria únicamente. Pero un error aún más grave fue haber mantenido la agitación transicional cuando, en las décadas que van desde el fin de la guerra hasta principios de los setenta, el capitalismo se mantuvo llamativamente estable y la clase obrera obtuvo mejoras reales en los países avanzados y también en muchos atrasados.
Luego volveremos sobre el supuesto de que el Programa de Transición es “para la ofensiva revolucionaria”, pero nos interesa particularmente la visión de la historia que expresa Astarita en este planteo, que es ilustrativa de un tipo de pensamiento donde la historia se presenta como un cuadro más o menos uniforme en el cual la revolución –y con ella la posibilidad de agitar el programa transicional– queda fuera de lugar a priori. Aquellos 30 años donde el capitalismo efectivamente se mantuvo llamativamente estable –aunque es menos llamativo si tenemos en cuenta la destrucción masiva de fuerzas productivas de la guerra mundial y el papel del stalinismo–, estuvieron atravesados por múltiples procesos revolucionarios. No solo, teniendo en cuenta que sobre el fin de la guerra nos topamos, por ejemplo, con la Revolución china, la indochina, y procesos revolucionarios en Europa, como el francés, el italiano y el griego, sino los que se dieron en los años posteriores. Procesos como el de Bolivia de 1952, la insurrección de Berlín de 1953, los procesos de revolución política con epicentro en Hungría, pero también Polonia, de 1956. Las luchas de liberación nacional en las colonias en Kenia (1952-1954), en el Congo (1958-1960), en Argelia (1954-1962), en Angola desde 1961, en Guinea-Bissau y Mozambique a partir de 1963 y 1964 respectivamente, luchas que dieron lugar a procesos revolucionarios. Y sobre todo, nada menos que la Revolución cubana de 1959, que en el esquema de Astarita parecería no tener lugar.
¿Esto niega que el “capitalismo se mantuvo llamativamente estable”? No. Lo que niega es que con una economía mundial relativamente estable en términos generales no puedan desarrollarse situaciones revolucionarias, e incluso tener lugar revoluciones triunfantes como la cubana. Es decir, contradice la visión de la historia en términos de un tiempo homogéneo y vacío que “llamativamente” emparenta la aproximación de Astarita con aquellas visiones mecanicistas y lineales que dominaban en la Segunda Internacional. Al respecto, Walter Benjamin decía con razón en sus “Tesis sobre el concepto de historia” que: “La teoría socialdemócrata, y todavía más en su praxis, estaba determinada por un concepto de progreso que no se atenía a la realidad, sino que tenía una pretensión dogmática”. Y agregaba: “La idea de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de su movimiento como avanzar por un tiempo homogéneo y vacío. La crítica de esta representación del movimiento histórico debe constituir el fundamento de la crítica de la idea de progreso en general” [1].
En el caso de Astarita, encontramos una concepción del tiempo vacío que estaría determinado homogéneamente por el dato de una “relación de fuerzas” inconmovible donde la clase obrera debe ir acumulando mejoras reales dentro del capitalismo y “conciencia”. Nuestro autor, desde luego, conoce todos los procesos revolucionarios que hubo en aquel período llamativamente estable del capitalismo, pero considera teleológicamente que ya “el futuro de la revolución socialista estaba hipotecado” por la confianza de las masas en la acción de la burocracia y las políticas del nacionalismo y la burguesía [2]. Así, los procesos históricos reales de la lucha de clases aparecen como accidentes secundarios de tiempo homogéneo y vacío caracterizado por la “inmadurez” del proletariado. El carácter dogmático de esta concepción de la historia queda plasmado también en su interpretación como “no reales” de los procesos donde el movimiento obrero, o de sectores del mismo, se radicalizan y tienden a tomar en sus manos aspectos del programa de transición –como el de las fábricas ocupadas en Argentina en 2001, o la lucha por la escala móvil de salarios en Italia en los ‘70–.
Por otro lado, nos dice Astarita: “Maiello escribe que hago de cuenta que ‘nunca existió el pasaje del capitalismo a una nueva época de crisis, guerras y revoluciones, y considerar que aquello solo eran dislates de Lenin’. ¿De dónde saca mi crítico a semejante cosa?”. Y luego agrega: “Lo que sí he afirmado es que las crisis económicas no fueron permanentes. Así, la primera Gran Depresión, iniciada en 1873, fue seguida por una recuperación general del capitalismo en los 1890. La Gran Depresión en EE. UU. de los treinta fue seguida por la recuperación de 1940. En Europa, la recuperación ocurrió desde fines de los 1940. ¿Cómo se puede afirmar que por el hecho de reconocer que no hay depresiones de las economías capitalistas sin salida, niego las depresiones de las economías capitalistas?”.
Es muy bueno no negar las depresiones de las economías capitalistas, sobre todo si se quiere hablar de la realidad, pero Lenin estaba diciendo mucho más que eso. Estaba planteando una nueva fase del capitalismo en la que se daba una determinada imbricación entre las crisis económicas, el reparto del mundo por las potencias capitalistas y los enfrentamientos bélicos que la competencia entre potencias traía aparejados. De hecho, retomando el recorrido mencionado por nuestro autor, la recuperación general del capitalismo de 1890 vino de la mano de la expansión colonial que terminó allanando el camino a la Primera Guerra Mundial; la recuperación de 1940 en EE. UU. estuvo directamente ligada a la preparación del país para la intervención en la guerra; y la recuperación de fines de los ‘40 en Europa es inconcebible sin la previa destrucción a escala masiva de fuerzas productivas generada por la Segunda Guerra Mundial.
Es decir, donde Astarita describe un relato de crisis y recuperaciones, lo que hay “en medio” es una serie de catástrofes que marcaron la historia de la humanidad. Volviendo a Benjamin, este señalaba en contraposición a la visión de la Segunda Internacional: “Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren” [3]. Aquella sugerente imagen del “freno de emergencia” tiene mucho más que ver con la realidad y la historia del capitalismo imperialista que la presentada por Astarita sobre la sucesión de crisis, recuperaciones y “mejoras reales para los trabajadores” mientras esperamos que la clase esté suficientemente “madura” para comprender un programa que vaya más allá del “mínimo”.
A diferencia de Benjamin, que oponía a aquel tiempo homogéneo y vacío un “tiempo ahora” que parecía estar llamado a diluir el trabajo de la estrategia, como señala Terry Eagleton, Trotsky no va a negar los momentos de estabilización o desarrollo gradual –cuestión que queda plasmada en su método de análisis de la situación mundial alrededor de la categoría de “equilibrio inestable”– pero va a partir de temporalidades y ritmos desiguales, donde las situaciones surgen de la acción recíproca de factores objetivos y subjetivos, y lo característico es que exista una compleja discordancia de tiempos entre las crisis económicas, las crisis militares, las políticas, y la subjetividad del movimiento de masas, lo cual hace indispensable la preparación estratégica. Con razón Eagleton concluye que “Si Trotsky posee el Programa Transicional, Benjamin se queda con el ‘tiempo del ahora’”.
Aquella idea de las revoluciones como “freno de emergencia” y la forma en que Trotsky encara el propio Programa de Transición pueden emparentarse. Así como también la fragmentación entre programa mínimo y máximo que postula Astarita y la concepción de un tiempo homogéneo predominante en la Segunda Internacional. Para Astarita, la pregunta nunca es cómo la clase trabajadora puede activar el “freno de emergencia” ante las catástrofes políticas, sociales, medioambientales y –a no olvidarlo– militares a las que conduce el capitalismo. En su lugar, la pregunta de nuestro autor es: “Si la clase obrera está confundida, si la vanguardia está desorganizada, si la desocupación erosiona las potencialidades de lucha, si la burguesía ha logrado anotarse importantes tantos a su favor, ¿cómo es posible vertebrar una respuesta agitando consignas que convocan a imponer medidas de transición al socialismo?, ¿cómo se puede decir que es útil un programa que está pensado solo para la ofensiva revolucionaria?”.
Esta caricaturización del Programa de Transición es el modo que tiene Astarita de eludir el problema que le correspondería responder desde su óptica: ¿cómo en una época de crisis, guerras y revoluciones se puede decir que es útil para la construcción de un partido revolucionario un programa que se limite a consignas mínimas dentro de los marcos del capitalismo y relegue la perspectiva socialista a la pura propaganda? El planteo de que el Programa de Transición es solo para la ofensiva lo único que demuestra es que Astarita no tiene ninguna idea precisa sobre qué es la ofensiva ni la defensiva. La defensa sin ningún principio positivo es una autocontradicción tanto en la estrategia como en la táctica. Sin esta definición básica difícilmente pueda entenderse una palabra del Programa de Transición. Este trata, justamente, de responder a los problemas que hacen a la preparación de la condiciones (en cuanto a los niveles de conciencia y articulación material de fuerzas) para el pasaje de la defensiva a la ofensiva en situaciones políticas ambiguas, híbridas, que ya no son situaciones “normales” pero aún no son “la” revolución. De aquí que, aunque cobre especial vigencia en situaciones pre-revolucionarias, contenga planteos transicionales muy útiles para la “agitación propagandística” (es decir, propaganda no solo para la vanguardia sino para sectores de masas) incluso en situaciones defensivas, en tanto entendamos a la defensa no como “defensa pasiva”.
Claro que el punto de partida del Programa de Transición no es la tranquila constatación de que no hay crisis del capitalismo sin salida, sino la mucho menos tranquilizadora idea de que estas salidas pueden consistir, por ejemplo, en guerras donde mueran decenas de millones de personas. El objetivo es justamente apelar a la revolución como “freno de emergencia”. Por eso tampoco se conforma con esperar que la “clase obrera confundida”, “la vanguardia desorganizada”, “la desocupación que erosiona las potencialidades de lucha”, sean problemas que resuelva la Historia con mayúscula o las Leyes –también con mayúscula– de la economía, sino que busca actuar en las condiciones concretas para desarrollar una preparación estratégica.
Situaciones revolucionarias, “saltos” históricos y preparación estratégica
En la caricatura ahistórica de Astarita, el Programa de Transición –escrito un año antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial– parte de un pecado original: supuestamente presupone que el capitalismo está condenado sin remedio, no a ir a la mayor guerra de la historia de la humanidad sino directamente a desaparecer, de lo cual se deduciría que el socialismo es un destino inevitable. Un crudo “objetivismo” que sería la contracara de un subjetivismo extremo. Según nos dice en su último artículo:
… en el PT –y lo he señalado en mi crítica– Trotsky sostuvo que “millones de obreros en todo el mundo se vuelcan a la revolución”. […] este análisis enfebrecido fue complementado con la idea de “la traición de las direcciones”. Claro, si millones de obreros se volcaban a la revolución en todo el mundo, ¿cómo diablos era que no había revoluciones triunfantes? ¿Cómo explicarlo? Pues con el sencillo trámite de “los obreros son traicionados por las direcciones burocrático-obreras, reformistas socialdemócratas, nacionalistas, demócratas burgueses…”.
Aunque a Astarita parece no gustarle, nuevamente en este aspecto está más cerca de Kautsky que de Lenin. Si no estuviera tan decidido a separar –a priori– a Lenin de Trotsky, podría haber reparado en las similitudes entre el ángulo con el que aborda el Programa de Transición la “crisis de dirección” teniendo la Segunda Guerra Mundial como horizonte inmediato, y el de Lenin en 1915 en su libro La bancarrota de la Segunda Internacional luego de que la mayoría de las direcciones de los partidos socialdemócratas se alinearan con sus respectivas burguesías de cara a la Primera Guerra Mundial. Un parentesco que no refiere solo a determinadas características de la situación histórica, sino al método con el que abordan el problema de la relación entre las condiciones objetivas y subjetivas para la revolución.
En primer lugar, Trotsky retoma casi literalmente un concepto, sistematizado por primera vez en La bancarrota de la Segunda Internacional: el de “situación revolucionaria”. En aquel entonces Lenin desarrolla su famosa definición que comprende tres elementos. Sintéticamente: 1) “Los de arriba no pueden” y “los de abajo no quieren” vivir como hasta entonces; 2) se produce una agravamiento “superior al habitual” de los padecimientos de las clases oprimidas; y 3) se intensifica la actividad de las masas que son empujadas a una “acción histórica independiente”. Lenin distingue esta “situación revolucionaria” de la revolución misma que precisa un elemento adicional: “la capacidad de la clase revolucionaria para llevar a cabo acciones revolucionarias de masas lo bastante fuertes como para destruir (o quebrantar) al viejo gobierno” [4]. Todo esto para decir que en 1915 (en plena guerra y con las principales direcciones de la clase obrera apoyando a sus gobiernos): “el deber más indiscutible y esencial de todos los socialistas [es]: el deber de revelar a las masas la existencia de una situación revolucionaria” [5].
En términos casi idénticos, Trotsky en el Programa de Transición define una “situación pre-revolucionaria” –incluso aquí y a lo largo de su obra le agrega el prefijo “pre” para evitar cualquier confusión–. A saber: 1) “Las crisis coyunturales” se combinan con “las condiciones de crisis social de todo el sistema capitalista” y “la propia burguesía no ve una salida”; 2) estas condiciones “oprimen a las masas con privaciones y sufrimientos cada vez mayores”; 3) destaca ejemplos como la revolución española, el proceso revolucionario en Francia, el auge obrero en EE. UU. (los cuales van mucho más allá de las “acciones históricas independientes” que podría referir Lenin en 1915). Trotsky también opinaba en 1938 que el deber de los revolucionarios era revelar a las masas la existencia de una situación (pre)revolucionaria. La diferencia entre ambos textos de Lenin y Trotsky remite a la diferencia entre la primera y la segunda guerras mundiales. Si en 1914 la traición de las direcciones tomó por sorpresa a muchos de los principales dirigentes revolucionarios, así como la guerra a la propia clase obrera, en el caso de la Segunda Guerra Mundial, la acción de las direcciones stalinistas y socialdemócratas fue clave para las derrotas previas que hicieron posible repetir la masacre.
En segundo lugar, respecto a la “crisis histórica de dirección”. En aquel entonces Lenin, enfrentó argumentos similares a los que Astarita plantea contra Trotsky. Su oponente era Kautsky. El líder bolchevique sostenía que la dirección socialdemócrata había sido clave para evitar el alzamiento del proletariado contra la guerra. Frente a lo cual, Kautsky señalaba: “¿Pero quién se atrevería a afirmar que cuatro millones de proletarios alemanes conscientes, a una simple orden de un puñado de parlamentarios, pueden dar media vuelta a la derecha en 24 horas y situarse frente a sus objetivos de ayer? […] Si estas masas fuesen un rebaño de ovejas tan falto de carácter, no nos quedaría más que dejarnos enterrar” [6]. Ante esto, replicaba Lenin que “la voluntad común de esta organización […] la expresaba exclusivamente su centro político único, un ‘puñado’ que traicionó al socialismo. […] Las masas, en cambio, no fueron consultadas. No solo no se les permitió votar, sino que fueron divididas y arrastradas, no ‘por orden’ de un puñado de parlamentarios, sino de las autoridades militares” [7].
A esto mismo refiere Trotsky en el Programa de Transición cuando señala que millones “toman incesantemente el camino de la revolución, pero siempre se chocan con sus aparatos burocráticos conservadores” [8]. Lo hace teniendo en cuenta los antecedentes inmediatos de las jornadas de mayo de 1937 en Barcelona, donde el levantamiento en armas de los obreros catalanes debió defender sus posiciones ante los ataques de las Guardias de Asalto dirigidas por los stalinistas; de los más de 2 millones de trabajadores franceses que participaron del enorme movimiento huelguístico y la toma de fábricas mientras que Thorez, secretario general del PC, postulaba su célebre frase “hay que saber terminar una huelga”; así como de los millones de obreros desorganizados que en EE. UU. se reunieron en torno a la CIO e impulsaron las sitdown-strikes mientras sus dirigentes buscaban encorsetar políticamente al movimiento detrás de Roosevelt.
Son aquellos momentos donde el capitalismo impone a las masas sufrimientos “superiores a los habituales”, como decía Lenin, los que revelan de forma aguda la contradicción existente entre una dirección y la clase a la que representa o dice representar.
Por esta razón –decía Trotsky– la clase obrera se encuentra a menudo tomada por sorpresa por la guerra y la revolución. Pero incluso cuando la antigua dirección ha revelado su propia corrupción interna, la clase no puede improvisar inmediatamente una nueva dirección, sobre todo si no ha heredado del período precedente los cuadros revolucionarios sólidos, capaces de aprovechar el derrumbamiento del viejo partido dirigente [9].
De allí que la victoria no es el fruto maduro de la “madurez” del proletariado, como opinaba Kautsky o como parece opinar Astarita, sino una tarea estratégica. Esa era la concepción de Lenin y también la de Trotsky desde donde elabora el Programa de Transición. Su método frente a los procesos de radicalización era tomar como punto de partida el determinado nivel de “madurez” de las masas y proponerse empujarlas hacia adelante, enseñarle a darse cuenta que el enemigo no es omnipotente, que está desgarrado por contradicciones internas. Y, en términos más amplios, desarrollar una preparación a partir de “sembrar” determinadas ideas, instituir determinadas “tradiciones” de lucha y organización que pueden –y deberían– desarrollarse con antelación para la educación de la vanguardia (y, a través de ella, a sectores de masas) y forjar un partido revolucionario capaz de ponerse al frente de esas batallas.
A la inversa, es difícil, sino imposible, imaginarse cómo a partir de una agitación circunscripta al programa mínimo, cuidando de no sobrepasar los marcos del régimen burgués para no plantear cuestiones prohibidas por “la relación de fuerzas”, sumada a una actividad de propaganda sobre el socialismo alejada de la práctica, puede surgir un partido preparado para esos grandes combates. La concepción evolutiva y homogénea del tiempo histórico que está por detrás del planteo de Astarita le impide ver el elemento fundamental para entender cualquier proceso revolucionario o de radicalización de la conciencia en general. En su famoso prólogo a Historia de la Revolución rusa, contra lo que podría dictar el sentido común –o Astarita–, Trotsky toma como punto de partida para analizar la dinámica de los procesos revolucionarios el carácter profundamente conservador de la psiquis humana. Este carácter crónicamente rezagado de las ideas y las relaciones sociales respecto a las condiciones en las que están inmersas es lo que hace que cuando aquellas condiciones se desploman catastróficamente haciendo al orden establecido insoportable para las mayorías y estás irrumpen en el escenario político, los cambios en la conciencia en pocos días superen a los de años de evolución pacífica.
La gran pregunta que se plantea en estos casos es si hay una organización revolucionaria capaz de aprovechar políticamente esos momentos de grandes choques históricos, y evitar que la energía desplegada por las masas se disipe en torno a variantes reformistas o en la impotencia bajo los golpes de la reacción. Por eso el problema es si los combates previos dan lugar al desarrollo de un partido revolucionario capaz de empalmar con el movimiento de masas cuando este se radicaliza y activar aquel “freno de emergencia” que ponga fin a la barbarie capitalista. El Programa de Transición está pensado para afrontar estos “saltos” históricos fenomenales y preparar a la vanguardia y por su intermedio a las masas para ellos.
Algunas conclusiones sobre la actualidad del debate
Para finalizar queremos referirnos al disparador original de esta extensa polémica. Según Astarita, el Frente de Izquierda debía dejar de lado la agitación de consignas transicionales ya que las mismas inevitablemente serían consideradas “utópicas” y rechazadas por los trabajadores. Contrariamente a la predicción de nuestro autor, el FITU ha logrado mediante aquella agitación que una parte del descontento con el gobierno y su curso ajustador subordinado al acuerdo con el FMI no se traduzca en desmoralización o variantes de derecha, sino en apoyo a la izquierda clasista y socialista. Se trata de una porción minoritaria pero muy significativa que ha permitido al Frente de Izquierda ubicarse como tercera fuerza política nacional, en una situación de profunda crisis económica, social y política. Lo ha hecho agitando un programa transicional que aborda cuestiones fundamentales como la reducción de la jornada laboral y el reparto de las horas de trabajo para combatir la desocupación, y liga las peleas por el salario, contra la precarización, contra los despidos, por la vivienda, por la salud, etc., con una salida de fondo obrera y anticapitalista a la crisis. Con consignas como el desconocimiento soberano de la deuda y la expulsión del FMI, la expropiación de los bancos privados y la conformación de un banco público único bajo gestión de los trabajadores, la nacionalización del comercio exterior, la expropiación de la gran propiedad agropecuaria, entre otros planteos vinculados a la lucha por un gobierno de la clase trabajadora.
Una agitación que, lejos de las “soluciones mágicas” que supondría Astarita, parte de que un programa así solo puede conquistarse con la movilización, la lucha y la organización de las y los trabajadores. Un vínculo que no es solo discursivo sino que está entrelazado con los desarrollos de la lucha de clases. Desde las ocupaciones de tierras del 2020 que tuvieron su epicentro en Guernica, hasta mediados de este año, hemos asistido a una serie persistente de conflictos duros, en muchos casos producto de “rebeliones” antiburocráticas –ejemplo claro fue la Salud en Neuquén–, y a la proliferación de movimientos “autoconvocados” en diferentes partes del país. En el marco de la escandalosa tregua de las burocracias de la CGT y la CTA, según Observatorio de Conflictividad de La Izquierda Diario, cerca del 50 % de los conflictos de la primera mitad de 2021 estuvieron convocados por fuera de las conducciones. Hubo más de 1.000 acciones conflictivas entre marzo y principios de julio. El FITU, y el PTS en particular, fue y es parte de la gran mayoría de ellos. Decenas de esos luchadores y luchadoras fueron candidatos en sus listas y muchos más fueron parte de los miles que pelearon la campaña desde abajo en todo el país. La importante votación del Frente de Izquierda en muchos barrios populares, por ejemplo del Gran Buenos Aires en las barriadas obreras de La Matanza, Moreno, Berisso y otros distritos, así como en Jujuy o en barrios del Gran Mendoza, entre otros, son indisociables de aquellas tendencias.
Estos elementos son fundamentales si de lo que estamos hablando es de elevar las luchas al plano del combate político, de transformar las ideas revolucionarias en “fuerza material”. La comprensión del programa está ligada a la experiencia de lucha por el mismo, tanto en las organizaciones de masas, como los sindicatos, en lucha contra la burocracia, o en la lucha política con las corrientes reformistas, así como a “sembrar ideas”. Se trata, justamente, de poner en pie una izquierda que no se limite a la rutina sindical y electoral del programa “mínimo” o de la propaganda socialista divorciada de su práctica real, sino que luche activamente por poner en pie una gran organización revolucionaria para que la clase trabajadora se ponga efectivamente “de pie” como sujeto hegemónico.
Como decían las “Tesis sobre Feuerbach”: “El litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un problema puramente escolástico”. Por eso nuestro objetivo a lo largo de esta polémica fue plantear en qué marco adquiere un sentido estratégico la agitación transicional que realizamos desde el PTS como parte del Frente de Izquierda y por qué es fundamental en la lucha por la hegemonía de la clase trabajadora de cara a los enfrentamiento de clase para los que nos preparamos. Esperamos haber contribuido a ello.
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