El 28 de octubre, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu anunció el inicio de la “segunda fase” de la guerra en la Franja de Gaza. Lo hizo invocando el mandato bíblico de extermino a los amalecitas, un pueblo enemigo de los antiguos israelíes a los que el dios vengativo del viejo testamento llama literalmente a aniquilar (literalmente que no quede nada: hombres, mujeres, niños, vacas, ovejas, casas…).
Desde el punto de vista militar, en esta nueva fase de la guerra, a los bombardeos aéreos se suma la incursión terrestre del ejército israelí, que dividió la Franja de Gaza en dos y mantiene una doble táctica de sitio y fuego contra la población palestina. Abundan las bombas, los misiles y el fósforo blanco, y a la vez que no hay alimentos, agua, energía, combustible, insumos hospitalarios, ni tampoco refugio seguro en hospitales o escuelas. Toda la infraestructura civil es un blanco legítimo en la cruzada israelí para “erradicar a Hamas”. En las primeras cuatro semanas de ataques militares, el Estado de Israel asesinó a unos 10.000 palestinos, entre los cuales se calcula que 4.000 son menores, es decir, a razón de unos 125 niños y niñas por día. Además de un centenar de trabajadores de organismos humanitarios. Aunque en las guerras las cifras envejecen a diario (¿cuántos serán cuando se publique esta nota?) dan una idea de la magnitud del crimen. El ataque deliberado del 31 de octubre al campamento de refugiados de Jabalia, el más densamente poblado y el más pobre de Gaza; o el bombardeo a un convoy de ambulancias frente al hospital Al Shifa el 3 de noviembre, son los crímenes de guerra de mayor impacto pero no los únicos. Según un informe de Euro-Med Human Rights Monitor, entre el 7 y el 31 de octubre, Israel lanzó sobre la Franja de Gaza 25.000 toneladas de explosivos, lo que equivale a dos bombas nucleares.
Los ataques paramilitares contra los palestinos en Cisjordania, perpetrados por colonos sionistas armados y custodiados por el ejército israelí, que dejaron más de 100 asesinados, y la persecución racista contra la población de origen árabe en Israel (un 20 % de la población) muestran el carácter abiertamente colonial de la guerra del Estado de Israel contra el pueblo palestino. El ataque de Hamas es solo un pretexto para legitimar esta guerra.
No son “excesos” ni “daños colaterales”. Es un “genocidio de manual frente a nuestros ojos”, como lo definió el historiador israelí del Holocausto Raz Segal, que el Estado de Israel está perpetrando con la complicidad de sus amigos de siempre: Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Alemania. Un nuevo capítulo del “genocidio incremental”, según la acertada categoría de Ilan Pappé, puesto en marcha con la “Nakba”, la limpieza étnica de 1948 que continúa en la expansión colonial y los planes desembozados del gobierno de Netanyahu de anexar la Franja de Gaza (y también Cisjordania) y expulsar a la población local a Egipto, una vez que concluya la matanza actual. Este gobierno de extrema derecha, una alianza entre el Likud de Netanyahu, la derecha religiosa y los colonos, dice sin eufemismos que ante el fracaso del régimen de apartheid que rige en los territorios palestinos para “garantizar la seguridad del Estado de Israel”, es la expulsión.
La dinámica que tomará la guerra es incierta pero ya ha expuesto con crueldad contradicciones y límites de los contrincantes.
El objetivo que se puso el gobierno de emergencia de Netanyahu de “erradicar a Hamas para siempre” no parece realista. Desde que se retiró en 2005, y en particular desde que Hamas ganó las elecciones de 2006, Israel venía sosteniendo una estrategia para “contener” a Gaza en un precario “equilibrio violento” que en la jerga sus militares llaman “cortar el césped” –esto es, atacar para debilitar lo más posible a Hamas, destruir su infraestructura y retirarse, con el objetivo de incrementar la capacidad de “disuasión”–. La ocupación militar terrestre es otra cosa. Varios analistas vienen señalando las consecuencias nefastas que tendría para el Estado de Israel una guerra urbana prolongada en Gaza, que actuaría como un “gran igualador”, en el sentido de relativizar la superioridad militar israelí frente a las ventajas de los defensores locales (entre otras, la red de túneles conocida como el “metro de Gaza”). Por esto la política es de tierra arrasada antes de ingresar. Y aquí entra a jugar la crisis de los más de 200 rehenes que Hamas retiene en Gaza, entre los que hay ciudadanos israelíes pero también norteamericanos, franceses, argentinos, y que son quizás su principal arma de negociación.
El gobierno de Netanyahu viene de una larga crisis. Y aunque el ataque de Hamas galvanizó la unidad nacional israelí y habilitó la conformación de un gobierno de emergencia integrando a Benni Gantz, la segunda principal figura de la oposición, Netanyahu y sus ministros de extrema derecha siguen siendo profundamente impopulares. La crisis de los rehenes está abriendo brechas en esa unidad nacional (mayormente los familiares de los secuestrados presionan para una negociación) y en menor medida, también los crímenes de guerra en Gaza y Cisjordania, y las persecuciones contra árabes en Israel que son repudiados por sectores pacifistas minoritarios.
Estados Unidos, el principal aliado del Estado sionista, viene cubriendo obscenamente los crímenes del Estado de Israel, no solo con discursos y vetos en las Naciones Unidas, sino sobre todo contribuye de manera decisiva con lo que verdaderamente importa: toneladas de municiones y armamento, el envío de los principales portaviones de la armada norteamericana y aviones de combate a la región, asesores y comandantes militares, miles de millones de dólares y diplomacia. La política para Medio Oriente del presidente Joe Biden (autodefinido sionista) continúa la línea de los “Acuerdos de Abraham” impulsados por Donald Trump para “normalizar” las relaciones entre el Estado de Israel y sus vecinos árabes, con el objetivo de constituir un “eje anti Irán”. Los palestinos eran el pato de la boda de la “normalización”. Ese esquema geopolítico reaccionario, al que se estaba por incorporar Arabia Saudita, es lo que entró en crisis. La política norteamericana es apoyar la guerra de Israel en Gaza pero evitar que derrame a una guerra regional que involucre a Irán, y en la que no podría abstenerse del envío de tropas.
La guerra del Estado de Israel contra Gaza puso de relieve la debilidad del imperialismo norteamericano, que había recuperado músculo con la guerra de Ucrania unificando a las potencias europeas detrás de su liderazgo en la OTAN, con el ojo puesto en su disputa estratégica con China. Por primera vez desde la desaparición de la Unión Soviética, Estados Unidos enfrenta una oposición a su liderazgo más o menos organizada (el llamado “Sur Global”) referenciada en la alianza entre China y Rusia (y en menor medida Irán) y el surgimiento de “potencias intermedias”, como Turquía, que gestionan sus “alineamientos múltiples” sin romper lanzas pero tampoco cumpliendo ciegamente los dictados de Washington.
Esta debilidad relativa de la principal potencia imperialista quedó explícita en la votación de las Naciones Unidas en la que Estados Unidos votó junto con otros 13 países en contra de una tibia tregua humanitaria en Gaza, aprobada por 120 votos a favor y 45 abstenciones. Aunque el efecto práctico de estas votaciones es absolutamente nulo, simbólicamente han puesto en evidencia los límites persuasivos norteamericanos. Y en el plano interno, el gobierno de Biden enfrenta a una oposición trumpista-republicana cada vez más radicalizada, que oscila entre el aislacionismo y el guerrerismo, que redobla la apuesta en el apoyo a Israel y milita para poner fin a la ayuda económica norteamericana para Ucrania en la guerra por procuración contra Rusia.
Hasta ahora, ni Estados Unidos ni Irán y sus milicias aliadas parecen dispuestos a entrar en una guerra regional, más allá de algunas escaramuzas militares puntuales. Esto quedó claro en el esperado mensaje del líder de Hezbollah, Hassan Nasrallah, que se solidarizó pero dejó en claro que el ataque de Hamas a Israel fue “100 por ciento palestino”, desvinculando a Irán, y sostuvo la frase de rigor de que “todas las opciones están sobre la mesa” pero sin comprometer a su milicia (ni al Líbano) en una nueva guerra contra Israel. Menos aún los reaccionarios regímenes árabes que miran por televisión la masacre del pueblo palestino.
En los últimos días el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken, trató sin éxito que Netanyahu acepte una “pausa humanitaria” para permitir que entre ayuda internacional a la Franja de Gaza. Es que Biden parece empezar a pagar un costo político por su apoyo incondicional al derechista Netanyahu en su matanza de palestinos. La guerra abrió una crisis interna con el ala “progresista” del partido demócrata. Y según encuestas recientes, con su posición abiertamente pro israelí, Biden perdió el apoyo del electorado árabe-musulmán, muy significativo para las elecciones de 2024. Para separarse aunque más no sea discursivamente de las soluciones más extremas del gobierno de Netanyahu, el presidente Biden reflotó la salida fallida de “dos Estados”, un engaño que hace tiempo dejó de funcionar porque mostró que todo lo que tiene para ofrecer es un régimen de apartheid.
La brutalidad de los ataques israelíes contra Gaza produjo movilizaciones de masas en los países árabes y musulmanes, en América Latina (Argentina fue uno de ellos) y en los países imperialistas, en particular en Gran Bretaña, el Estado Español, Francia, Estados Unidos (y en menor medida Alemania), que desafían las políticas represivas de los gobiernos que persiguen y criminalizan a todo aquel que se solidariza con la lucha del pueblo palestino utilizando en muchos casos la acusación de “apología del terrorismo”. Además de las protestas en los campus de las universidades de elite, los pronunciamientos y las protestas de organizaciones judías antisionistas (como Jewsih Voice for Peace en Estados Unidos), también empiezan a aparecer algunas acciones de vanguardia del movimiento obrero, como el bloqueo de sindicatos de trabajadores de transporte en Bélgica al envío de armas a Israel.
Estamos en los inicios del surgimiento de un movimiento antiguerra, que toma la causa palestina –una causa justa, anticolonial y antiimperialista– y que rompe el consenso militarista reaccionario que los gobiernos imperialistas habían tratado de establecer con la guerra de Rusia y Ucrania/OTAN. Por eso la analogía histórica es con el movimiento contra la guerra de Vietnam y más recientemente la guerra de Irak. El desarrollo de este movimiento y su radicalización política frente a la guerra y a la represión, junto con la resistencia de las masas palestinas, es lo que puede derrotar al Estado sionista y sus cómplices, poner fin al régimen de apartheid y abrir el camino para conquistar una palestina laica y socialista en todo el territorio histórico, única garantía para la convivencia pacífica de árabes y judíos.
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