La guerra de Rusia en Ucrania ha entrado en su tercer mes. El hecho de que Putin no haya podido obtener una victoria rápida, y a la vez que Ucrania armada por la OTAN resista pero tampoco pueda derrotar la invasión rusa, ha dado lugar a un empantanamiento que tiende a profundizar el carácter internacional del conflicto y el consiguiente riesgo de escalada.
El ejército ruso se encuentra desplegando lo que el gobierno de Putin definió como la “segunda fase” de la “operación militar especial”. Recordemos que a pesar de las toneladas de bombas, miles de muertos –soldados rusos y ucranianos y sobre todo población civil, millones de refugiados y la destrucción millonaria de la infraestructura ucraniana, Putin sigue sin llamar a la guerra por su nombre. Muchos especulan que dará este paso el 9 de mayo, cuando presida la conmemoración de la victoria de la Unión Soviética sobre la Alemania nazi.
Pero la novedad más significativa no viene del campo de batalla en sentido estricto sino del salto en la intervención detrás del bando ucraniano de las potencias de la OTAN, en particular de Estados Unidos, que potencialmente puede redefinir el curso de la guerra.
Primero veamos el cuadro de situación.
El inicio de la segunda fase de la ofensiva rusa, a fines de marzo, implicó grosso modo la adopción por parte de Rusia de una estrategia más modesta. Pasó de la fallida guerra relámpago con blanco en las grandes ciudades para lograr la caída rápida del gobierno de Zelenski, a reconcentrarse en la región del Donbas y, eventualmente desde ahí, proyectar el control ruso hacia el este y el sur de Ucrania. Que el teatro de operaciones esté centrado en el Donbas no significa que Rusia haya renunciado a bombardear esporádicamente las ciudades ucranianas de las que se retiró. Sin ir más lejos, en plena visita a Kiev de Antonio Guterres, el titular de Naciones Unidas, Rusia lanzó una salva de misiles sobre la capital ucraniana, lo que no puede ser leído más que como un estruendoso mensaje político destinado a las potencias occidentales.
La estrategia del Kremlin es cauta en la forma, dado las vulnerabilidades expuestas en la primera fase de la guerra y el agotamiento militar y también económico por efecto de las sanciones que ya se empieza a percibir. Pero sigue siendo ofensiva en el contenido, lo que implica que el gobierno de Putin espera seguir mejorando su posición para cuando llegue el momento de negociar, si es que alguna vez llega. Primero porque las negociaciones formales están suspendidas desde el último intento fracasado en Turquía –aunque continúan abiertos canales alternativos– y segundo porque no necesariamente la guerra concluya con algún acuerdo diplomático.
Los mapas de la guerra muestran que, aunque lentamente y con dificultades, el avance ruso sigue su curso. Finalmente después de casi dos meses de sitio, el ejército se hizo del control de la ciudad portuaria de Mariupol a excepción de la acería Azovstal, en cuyos túneles han quedado atrapados un número indeterminado de miembros del regimiento de Azov (el renombrado “batallón de Azov” integrado por las milicias de extrema derecha de Ucrania) y también civiles refugiados.
Según el cálculo de los generales rusos, el asalto a la acería hubiera significado una batalla sangrienta con muchas bajas propias, por lo que simplemente optaron por bombardear desde el aire, sellar el lugar y esperar a que los que resisten se queden sin municiones y sin alimentos. Por lo que el fin del sitio es cuestión de tiempo.
Hasta el momento es la posición de mayor valor estratégico conquistada por el ejército ruso en Ucrania, no por la ciudad en sí, que fue reducida a escombros (un “campo de concentración en ruinas” según la acertada descripción del presidente ucraniano Volodimir Zelenski) sino porque con Mariupol Ucrania ha perdido la salida al Mar de Azov y Rusia ha ganado un puente terrestre que une la península de Crimea con las repúblicas de Donetsk y Lugansk. Además obviamente del espectáculo obsceno de “tierra arrasada” que sirve como ejemplo para desalentar otras resistencias.
Desde el punto de vista militar, la caída de Mariupol ha liberado una cantidad de tropas rusas que están siendo relocalizadas en el este, donde Rusia aún no ha podido garantizar el control de Donetsk.
A partir de estos hechos se abren distintos escenarios. Según las estimaciones más conservadoras, Putin podría presentar control de la región del Donbas –y el corredor que la une con Crimea– como un triunfo de su “operación especial” para “desnazificar a Ucrania”, aunque eso en sí mismo no signifique el fin de la guerra que puede continuar bajo otras formas, como operaciones de contrainsurgencia.
Pero hay otra hipótesis, más audaz, de que Putin anuncie una escalada, ampliando los objetivos territoriales hacia Transnistria, una pequeña región separatista de Moldavia, lo que llevaría la ofensiva rusa hacia el oeste, al límite con Rumania, es decir, a las puertas mismas de la Unión Europea.
Si bien las reiteradas referencias del mando ruso a Moldavia alimentan las especulaciones de un escalada ofensiva, este parece ser un objetivo dudoso de alcanzar no solo porque Rusia aún no ha estabilizado el control de las zonas que ya ocupa y donde enfrenta la resistencia ucraniana, sino porque entre otras cosas, tendría que conquistar la ciudad portuaria de Odesa, lo que podría exponer a Rusia a una sobreextensión militar insostenible. Aunque no hay cifras certeras ni método independiente para corroborar las informaciones, que son utilizadas como parte del arsenal de guerra tanto por “occidente” como por el régimen ruso, algunas agencias militares estiman que el ejército ruso ha perdido en las primeras ocho semanas de la guerra un 25% de su capacidad operativa.
Fue el ex secretario de la OTAN, Anders Fogh Rasmussen, quien en una entrevista admitió que las potencias occidentales habían cometido un doble error “subestimar las ambiciones de Vladimir Putin” y al mismo tiempo “sobreestimar la fortaleza militar de Rusia”.
Probablemente, la exposición de las debilidades estratégicas del ejército ruso –y la resistencia ucraniana mayor de lo esperado– hayan influido en la percepción de las potencias imperialistas, en particular de Estados Unidos, que terminó descubriendo en la invasión rusa a Ucrania una oportunidad estratégica. Ese cambio de percepción explicaría en parte la escalada de las potencias occidentales.
Este giro fue anunciado políticamente por Biden en Polonia a fines de marzo donde dio a entender que la estrategia de Estados Unidos era el “cambio de régimen” en Rusia. Y se transformó en política oficial con la visita de Antony Blinken y Lloyd Austin –secretario de Estado y de Defensa respectivamente– a Kiev donde luego de reunirse con el presidente Zelenski, blanquearon un secreto a voces: que el verdadero motor del imperialismo norteamericano no es la “soberanía de Ucrania” sino “debilitar a Rusia en el largo plazo”. En una entrevista con CBS News, Ben Hodges el ex comandante del ejército norteamericano en Europa dio un textual aún más explícito. No solo dijo “queremos ganar” sino que explicó que eso significaba “quebrar la capacidad de Rusia para proyector poder por fuera de Rusia”.
El gobierno de Joe Biden sigue manteniendo sus “líneas rojas” de no entrar de manera directa en un conflicto militar (¿nuclear?) con Rusia –léase no poner “botas en el terreno” ni entrar en combate por ejemplo imponiendo una zona de exclusión aérea sobre Ucrania–. Pero con este límite ha escalado la intervención y los objetivos de Estados Unidos y la OTAN, que actúan abiertamente como el comando político-militar del bando ucraniano detrás de Zelenski.
Este “comando” tomó estatus organizativo con el establecimiento del llamado “grupo de contacto para Ucrania” que tuvo su primer reunión en la base aérea de Ramstein-Miesenbach, la principal base norteamericana en Alemania, presidido por el jefe del Pentágono Lloyd Austin. Este consejo de guerra está integrado por 43 países –los miembros de la OTAN pero también países “amigos” de Estados Unidos como Japón, Israel y Qatar– y se reunirá mensualmente para evaluar las necesidades militares de Ucrania para “ganar” la guerra.
Entre las principales resoluciones está el incremento de la transferencia de armamento y municiones y también de entrenamiento a Ucrania por parte de las potencias occidentales. Es un salto porque de ahora en más la OTAN proveerá al ejército ucraniano de armas pesadas ofensivas. Este arsenal incluye tanques antiaéreos Gepard de Alemania y cañones Howitzer de Estados Unidos y Canadá.
Acorde con esta orientación más ofensiva, el presidente Biden solicitó al congreso la aprobación de un monto de 33.000 millones de dólares adicionales destinados a la asistencia militar y económica de Ucrania. Una multiplicación casi por 10 de los 3500 millones que el imperialismo norteamericano lleva invertidos en los dos meses de la guerra de Ucrania. Un indicador de que Estados Unidos se prepara para un conflicto prolongado.
El canciller ruso, Sergey Lavrov, acusó a Washington y la OTAN de haber entrado en una “guerra subsidiaria” en Ucrania (la traducción imperfecta de una “proxy war”, típica de la Guerra Fría) y agitó el fantasma de una tercera guerra mundial que podría transformarse en nuclear. Lo mismo hizo elípticamente Putin. Es cierto que rápidamente se retractó y aclaró que Rusia no está en guerra con la OTAN, sobre todo después de que China, el principal aliado de Rusia, se haya desligado de la amenaza de una nueva guerra mundial. Pero en sí mismo es un indicador del curso peligroso que pueden tomar los acontecimientos si la política de Estados Unidos deja a Putin ante la elección de rendirse o escalar la guerra más allá de Ucrania.
Por esto, el “ala realista” conservadora de la política exterior norteamericana insiste en que, ante la posibilidad de una escalada peligrosa, lo que más se ajusta al interés nacional imperialista es abrir una negociación con Putin para poner fin al conflicto. Richard Haass, uno de sus principales voceros que fue funcionario de los gobiernos de Bush, plantea en una nota reciente en la revista Foreign Affairs que Estados Unidos debe salir de la discusión táctica (cantidad y calidad del armamento enviado a Ucrania) y definir su estrategia antes de que sea demasiado tarde. Para eso aconseja seguir las lecciones de la guerra fría: evitar un enfrentamiento militar directo con Rusia y aceptar resultados limitados. En síntesis que sería un error definir, como reclaman los halcones, que el “cambio de régimen en Moscú es condición para detener la guerra”.
En lo inmediato el gobierno de Biden está capitalizando la guerra de Ucrania para avanzar en recomponer la hegemonía norteamericana. Apunta contra Rusia para debilitar a China que hoy está en una alianza incómoda con Putin y anuncia un “nuevo orden mundial” bajo liderazgo de Estados Unidos. Pero lejos de una reedición de la “globalización neoliberal”, estratégicamente se ha abierto un período de grandes convulsiones económicas, políticas, sociales y militares del que la guerra en Ucrania es solo un síntoma.
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