Pronto se cumplirá un mes desde el inicio de la invasión de Putin a Ucrania. Las tropas rusas continúan sus ataques en diferentes puntos del país con diversa intensidad, ataques parciales alrededor de la capital, Kiev, también por el este en Járkov, pero sobre todo al sur del país en la ciudad de Mariupol, clave para establecer el corredor que va sobre el Mar de Azov desde la península de Crimea bajo control ruso hasta la región del Donbás. También continúan las sanciones sobre Rusia –atravesadas esta semana por su imposibilidad de obtener dólares para el pago de los intereses de deuda– y el envío de armas y recursos por parte de la OTAN. Mientras tanto parecen avanzar negociaciones entre el gobierno ucraniano y el ruso aunque su resultado es aún incierto.
En este complejo escenario se vienen desarrollando diversos debates en la izquierda sobre los posicionamientos en torno a la guerra. En un artículo previo hemos abordado algunos de ellos en torno a la posibilidad de una lucha efectiva contra la guerra, por el retiro de las tropas rusas de Ucrania, así como de la OTAN de Europa del Este y contra el rearme imperialista. Decíamos que el punto de partida para una política independiente pasa por integrar la cuestión nacional que se plantea en Ucrania con la invasión rusa y la lucha contra la OTAN y el imperialismo, apelando a la movilización internacional. De esta articulación depende la necesaria independencia política de un movimiento contra la guerra.
En un artículo posterior, Mercedes Petit de Izquierda Socialista y la UIT, ha criticado este posicionamiento del PTS y la organización internacional a la que pertenece, la FT-CI. Sostiene que a pesar de partir de “una consigna inicial correcta (‘¡Fuera las tropas rusas de Ucrania’)”, no se suma abiertamente “al campo militar del pueblo ucraniano” y a exigir más armas para Ucrania. No se trata de un planteo aislado. Diversas organizaciones de la izquierda a nivel internacional, como el agrupamiento internacional de la LIT-CI, cuya principal organización es el PSTU de Brasil o, con diferentes énfasis y formulaciones, el MST argentino, vienen posicionándose en un sentido similar. En estos abordajes, el papel de la OTAN en el conflicto –no obstante se la denuncia– es puesto en un lugar secundario sin mayores implicancias a la hora de definir una política independiente. En el extremo de este arco político, el llamado Secretariado Unificado de la IV Internacional –aunque contando con diversas posiciones en su interior– en su declaración plantea en forma entusiasta tanto el envío de armas como el apoyo a las sanciones contra Rusia, con la única salvedad de que rechazan aquellas que “golpeen más al pueblo ruso que al gobierno y sus oligarcas”.
¿Qué implicancias tienen estos debates desde el punto de vista de una política frente a la guerra en Ucrania? ¿Qué problemas encierran en el conflicto concreto? ¿En qué consiste una política independiente de los socialistas revolucionarios internacionalistas? En estas líneas aprovecharemos la crítica de Izquierda Socialista para desarrollar algunos elementos que consideramos indispensables para abordar estas preguntas.
La continuación de la política por otros medios
La definición de a qué tipo de guerra nos enfrentamos es, sin duda, un punto de partida fundamental. No es lo mismo una guerra entre dos bandos imperialistas, es decir, que se disputan el reparto del mundo o una porción de él oprimiendo a otras naciones, donde una política independiente implica el derrotismo de ambos bandos, que una “guerra justa” de liberación nacional, donde un país oprimido lucha por su independencia, en cuyo caso, para los socialistas revolucionarios la ubicación política es en el campo militar del país oprimido. Mercedes Petit en el mencionado artículo critica al PTS y a la FT-CI porque “proponen ‘enfrentar la ocupación rusa y la dominación imperialista’”. En su visión esto lleva a “definir mal los campos militares en lucha” y caer en una “contradicción insoluble”. A saber:
Su primera consigna (correcta) es: ‘Fuera las tropas rusas de Ucrania’, pero rechazan que exista en la realidad el campo militar de lucha por esa causa justa, que se está peleando con las armas en la mano para lograrlo y que hay que apoyar para que expulsen a las tropas de Putin, para que triunfen. En ese campo solo hay ucranianos y ucranianas, con el gobierno burgués y reaccionario de Zelensky, el ejército burgués y el pueblo ucraniano. La FT-CI lo reconoce cuando dice que no hay tropas de los países de la OTAN “en un enfrentamiento militar directo con las fuerzas rusas”. Pero niega que los ucranianos y ucranianas, del ejército, milicianos y civiles protagonizan una lucha nacional y militar, para lograr sacar a las tropas rusas de su país. Y los revolucionarios tenemos la obligación, desde una total independencia política, de apoyar sin condiciones ese campo militar”.
En este marco, las alternativas que ve Petit son: o bien decir que las fuerzas ucranianas “disparen contra los rusos y también contra el gobierno reaccionario de Zelensky y la OTAN”, planteo en el cual supuestamente podría caer la FT-CI; o bien lo que propone la UIT-CI: “luchemos juntos para echar a los rusos, sin confiar en Zelensky ni la OTAN”. De este esquema se desprenden dos consideraciones cuyas implicancias nos interesan. La primera, que la política del socialismo revolucionario parecería circunscribirse a una especie de prueba de tiro al blanco donde el interrogante sería ¿contra quién deberíamos disparar? La segunda, que en ambas formulaciones –la “correcta” y la “incorrecta”– aparecen como bandos “los rusos” y el gobierno de Zelensky y la OTAN, lo cual parecería contradecir el planteo inicial de que la OTAN no está interviniendo. Aquel “luchemos juntos” de la UIT-CI –solo militarmente y sin ninguna confianza– dejaría indeterminado el lugar de la OTAN en el “campo militar”.
Ambas cuestiones tienen un denominador común, un reduccionismo militarista del fenómeno de la guerra en general y de la guerra en Ucrania en particular. Podría parecer un lugar común decir que la apropiación que hace Lenin de la idea clausewitziana de la guerra como continuación de la política por otros medios es fundamental para el marxismo. Pero al igual que el sentido común, a veces es menos común de lo que parece. ¿Qué implica aquella famosa fórmula? Que para analizar una guerra (más aún si de ello se pretende desprender una política independiente) es necesario escrutar toda la política anterior de los diversos actores que se “continúa” en ella “por otros medios”. Veamos.
Muy sintéticamente: la política que “continúa” Putin con la invasión a Ucrania consiste en recrear un status de potencia militar para Rusia –a través de la reformulación de su ejército y desarrollos armamentísticos– apuntalando la opresión nacional de los pueblos vecinos, en línea con lo que supo hacer el zarismo o el stalinismo. Un nacionalismo ruso reaccionario que tuvo hitos como la guerra con Georgia por el control de Osetia del Sur, el aplastamiento del pueblo checheno, o más recientemente las intervenciones para sostener a gobiernos reaccionarios en Bielorrusia o Kazajistán.
La política que continúa la OTAN, cuestionada por teóricos “realistas” como John Mearsheimer, fue la de expandirse hacia el este europeo para “cercar” a Rusia luego de la caída de la URSS. En 1999 serán Polonia, Hungría y República Checa, durante la primera década de 2000 Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Albania y Croacia, en 2017 Montenegro y en 2020 Macedonia del Norte. Junto con ello, la injerencia en las llamadas “revoluciones coloridas”, buscando capitalizar revueltas contra regímenes autoritarios en función de la expansión de su influencia imperialista. Estas incluyeron la “revolución naranja” en Ucrania en 2004 y su continuidad en Maidán de 2014.
La política del gobierno de Zelenski, así como el proceso político que atraviesa Ucrania desde hace décadas, son inentendibles por fuera de este escenario. Ucrania ha descrito una trayectoria pendular marcada por el enfrentamiento entre las oligarquías capitalistas locales “pro-rusas” y “pro-occidentales”. Los antecedentes de la configuración actual se pueden remontar a 2004 y la disputa electoral entre Víktor Yúshchenko (pro-occidental) y Víktor Yanukóvich (pro-ruso) que derivó en las acusaciones de fraude, dio lugar a la mencionada “revolución naranja” y que terminó llevando al gobierno a Yúshchenko. Luego, en 2010, ganará las elecciones Yanukóvich y en 2013-14 se producirá la revuelta contra su gobierno que terminaría siendo conocida como Euromaidán (por su centro en la Plaza de la Independencia –la transliteración de “plaza” es Maidán– y por su consigna principal de ingresar a la Unión Europea). Brutalmente reprimida, la revuelta será crecientemente copada por fuerzas reaccionarias y de ultraderecha pro-occidentales. Tras la caída de Yanukóvich, grupos armados pro-rusos tomarán los gobiernos de Donetsk y Lugansk, y el parlamento de Crimea, región que Rusia terminará por anexarse.
Alrededor de estos enfrentamientos se ahondó la grieta de la sociedad ucraniana, una división fogueada por los intereses divergentes de las diferentes fracciones de la oligarquía local y sus negocios con Rusia u occidente. Todo ello agudizado por el hecho de que el país cuenta con una significativa minoría rusoparlante que comprende alrededor del 30% de población situada en el este y el sur. El auge de los grupos nacionalistas de extrema derecha fue parte de este proceso, así como la exaltación de figuras históricas como Stepán Bandera, líder ultranacionalista y colaborador de los nazis. Una guerra civil de baja intensidad se desarrolló desde aquel 2014. La minoría rusoparlante fue destinataria de medidas opresivas, llegando hasta restricciones al uso de su idioma y ataques de los grupos de ultraderecha apañados desde el Estado. El gobierno de Zelenski es un producto genuino de esta configuración. Su política de derecha está dedicada a subordinar a Ucrania a las potencias occidentales. En su base figuran grupos de extrema derecha. Toda esta política es la que continúa durante la guerra.
En síntesis, tenemos una política de Putin caracterizada por un nacionalismo reaccionario opresor de otros pueblos, tenemos una política de la OTAN de expansión hacia el Este y “revoluciones coloridas”, tenemos una guerra civil de baja intensidad, atravesada también por la existencia de una minoría rusoparlante de un tercio de la población y el auge de grupos de extrema derecha, y a Zelenski como un gobierno pro-imperialista hasta la médula. En este marco, parece infructuoso reducir el problema de una política independiente a la cuestión de para qué lado disparar. Se trata de estar en el “campo militar del pueblo ucraniano” pero ¿de qué parte de este “campo”, dividido por una guerra civil precedente? Exigir “armas para el pueblo” ¿para qué milicias? ¿Para las milicias separatistas del Donbas, para las milicias de ultraderecha como el Batallón de Azov? Lo primero ya lo hizo Putin, lo segundo la OTAN, ambos como “continuidad” de sus respectivas políticas “por otros medios”. La realidad es un poco más compleja de lo que parece caber en los planteos de IS-UIT y otras organizaciones de izquierda que sostienen una política similar.
La política frente a la guerra
En este marco, tenemos no uno sino dos problemas centrales a los que tiene que dar respuesta una política independiente: el que plantea la invasión rusa en cuanto a la autodeterminación e independencia de un país semicolonial como Ucrania y el que implica la injerencia de la OTAN como continuidad de su política imperialista sobre ese país y el conjunto de Europa del Este, que hasta el momento se ha expresado a través de las sanciones económicas a Rusia y del envío de armamento, aunque no como involucramiento directo de sus fuerzas militares en la guerra. La combinación de ambos problemas hace a la complejidad de la guerra en Ucrania.
Desde hace varias décadas, especialmente desde la Primera Guerra del Golfo (1990-91) a esta parte hemos visto primar las guerras de agresión imperialista bajo la hegemonía norteamericana. Tanto es así que algunos -uno de los más populares es Tony Negri- confundieron esto con el fin del imperialismo y su sustitución por un imperio cuyas acciones militares respondían a un poder de policía global. En la primera guerra contra Irak, bajo el argumento de “proteger” a Kuwait de la invasión, EE. UU. encolumnó a los países imperialistas y a muchos otros detrás de su acción militar, incluido el apoyo de Rusia. Otro tanto sucedió con la coalición para invadir Afganistán en 2001, la cual contó con el apoyo de Rusia y fue ocasión del acercamiento de esta a la OTAN. La Segunda Guerra del Golfo de 2003 ya comenzó a mostrar las primeras fisuras en el bloque guerrista comandado por EE.UU. con el distanciamiento de Francia y Alemania. Rusia estuvo con estos últimos pero cuidándose de no obstaculizar la ofensiva norteamericana.
Se trata de tres ejemplos claros, no los únicos por cierto, donde la lucha por derrotar el ataque del imperialismo y el triunfo del país oprimido eran las divisas de cualquier posicionamiento independiente y antiimperialista. Se desprendía de ello la ubicación en el campo militar de los pueblos afgano e iraquí, rechazando al mismo tiempo cualquier apoyo político a sus gobiernos reaccionarios. Algo similar podemos decir de la guerra de Malvinas que emprendió en forma aventurera la dictadura genocida para contrarrestar su crisis, pero que enfrentó a un país semicolonial como Argentina contra una potencia imperialista como Gran Bretaña, apoyada –más allá de las ilusiones que albergaban Galtieri y Cía.– por EE.UU. y otras grandes potencias. La derrota de Argentina implicó el reforzamiento de las cadenas imperialistas, selló el carácter pactado de la transición hasta las elecciones de 1983, y fue un evento clave en el fortalecimiento de Margaret Thatcher para derrotar a la clase obrera británica e iniciar la ofensiva neoliberal a nivel global.
Trotsky explicaba este tipo de posicionamientos en una entrevista con Mateo Fossa con el siguiente ejemplo:
En Brasil reina actualmente un régimen semifascista al que cualquier revolucionario sólo puede considerar con odio. Supongamos, empero, que el día de mañana Inglaterra entra en un conflicto militar con Brasil. ¿De qué lado se ubicará la clase obrera en este conflicto? En este caso, yo personalmente estaría junto al Brasil “fascista” contra la “democrática!” Gran Bretaña. ¿Por qué? Porque no se trataría de un conflicto entre la democracia y el fascismo. Si Inglaterra ganara, pondría a otro fascista en Río de Janeiro y ataría al Brasil con dobles cadenas. Si por el contrario saliera triunfante Brasil, la conciencia nacional y democrática de este país cobraría un poderoso impulso que llevaría al derrocamiento de la dictadura de Vargas. Al mismo tiempo, la derrota de Inglaterra asestaría un buen golpe al imperialismo británico y daría un impulso al movimiento revolucionario del
proletariado inglés [1].
Desde aquel entonces, el imperialismo sofisticó su política, ya no necesariamente cambiando un fascista por otro, sino dando lugar a “transiciones democráticas” moldeadas para garantizar los intereses imperialistas profundizando las cadenas de la opresión nacional; luego volveremos sobre esto.
Un caso muy diferente al que veíamos con Trotsky en cuanto a la relación entre una nación oprimida y un ataque imperialista, analiza Lenin durante la Primera Guerra Mundial en torno a la independencia polaca. Este planteo era sostenido en forma oportunista por el zarismo luego de que Polonia le hubiese sido quitada por Alemania. Lenin se preguntaba “¿cómo ayudar a Polonia a liberarse de Alemania? ¿Acaso no es nuestro deber hacerlo?”, y se respondía:
Por supuesto que sí; pero no apoyando la guerra imperialista librada por Rusia, sea ésta zarista o burguesa, ni siquiera republicana burguesa, sino apoyando al proletariado revolucionario de Alemania [...] Todos los que deseen reconocer la libertad de los pueblos, el derecho de las naciones a la autodeterminación, pero reconocerlo sin hipocresía [...] deben oponerse a la guerra por la opresión de Polonia [...] Todos los que no deseen de veras ser socialchovinistas deben apoyar sólo a aquellos elementos de los partidos socialistas de todos los países que trabajan abiertamente, directamente, en este momento, por la revolución proletaria en su propio país” [2].
De esta forma Lenin rechazaba la demagogia del zarismo, que oprimía a pueblos como el ucraniano, el finlandés, etc. sobre la independencia de Polonia. Él, que fue un defensor acérrimo si los hubo de la autodeterminación polaca, se oponía a esta consigna en manos del zarismo. Y, frente a la pregunta sobre cómo ayudar a Polonia a liberarse, llamaba a apoyar a los revolucionarios alemanes, mientras que en Rusia llamaba a levantar la independencia de todas naciones oprimidas por el zarismo. Sin duda, se trataba de un planteo más complejo que la simple definición de para dónde disparar.
Ahora bien, la actual guerra en Ucrania no se ajusta plenamente a ninguno de estos dos casos “típicos” y querer reducirlo a ellos, desde nuestro punto de vista, sería un error. No se trata de una guerra donde todo el imperialismo está en un bando y la nación oprimida en el otro (como en los ejemplos que vimos de la primera y –con sus diferencias– la segunda Guerra del Golfo, Afganistán o Malvinas). Por un lado, está la invasión reaccionaria de Putin, con Rusia actuando como una especie de “imperialismo militar” (aunque no califique como país imperialista en el sentido preciso del término: no cuenta con proyección internacional significativa de sus monopolios y exportación de capitales; exporta esencialmente gas, petróleo y commodities; etc.). Por otro lado, una nación semicolonial como Ucrania sobre la que se montan las principales potencias imperialistas de Occidente contra Rusia. Pero tampoco se trata de una guerra interimperialista abierta como era el caso de Polonia que veíamos con Lenin. Hasta el momento las potencias occidentales intervienen a través de sanciones económicas y provisión de armamento esencialmente, tratando de evitar involucrarse en forma plena. A todo esto hay que agregar que este enfrentamiento busca ser traducido en una división interna del propio pueblo ucraniano que cuenta con un tercio de la población vinculada idiomática y culturalmente a Rusia.
De aquí que una política independiente, en nuestra opinión, debería buscar también una combinación coherente entre los elementos que veíamos respectivamente en los ejemplos de Trotsky y de Lenin. Para enfrentar la invasión rusa con una política así, no se trata solamente de “denunciar” a la OTAN, sino incluirla como factor actuante en el propio conflicto contra la propia autodeterminación del pueblo ucraniano. Y en este sentido, así como Lenin, llamar a la movilización internacional como “ayuda” clave en la lucha por la independencia de Ucrania, tanto en “Occidente” como en Rusia. El desarrollo de un movimiento contra la guerra que no sucumba al militarismo de la OTAN es fundamental. Una política consecuente respecto al problema nacional en Ucrania también implica levantar el derecho a la autodeterminación de Donetsk y Lugansk y de la población rusoparlante. Al mismo tiempo, luchar contra la ocupación de las regiones pro-rusas, en las cuales su población tiene la capacidad de dejar sin base toda la demagogia de Putin. Por más armas que haya circulando, solo la unidad del pueblo trabajador ucraniano, superando las divisiones alentadas por las oligarquías de ambos lados de la grieta, puede ser capaz de derrotar la invasión de Putin sin cambiar unas cadenas por otras y persistir en el péndulo (entre Rusia y la OTAN) que caracterizó la política del país durante las últimas décadas.
Los objetivos de una política independiente
Desde luego la mayor o menor necesidad de una política independiente depende de los objetivos que se trace quien la formula. Por ejemplo, el Secretariado Unificado concluye su declaración apelando a que “la clase obrera internacional, luchando junto con todos los pueblos oprimidos y explotados, por la paz y contra el imperialismo, el capitalismo y la guerra, puede crear un mundo mejor”. Desde este punto de vista, la defensa que hacen de las sanciones a Rusia y la entrega de armas en general, podría ser más o menos contradictoria según que se entienda por “un mundo mejor”. Desde una perspectiva internacionalista socialista y revolucionaria la cosa obviamente cambia. Y esto también es importante a la hora del debate sobre el problema de la autodeterminación nacional y la lucha antiimperialista con quienes como UIT, la LIT o la LIS, apuntan a un tipo particular de revolución, llamada “revolución democrática”.
Dice Mercedes Petit en relación a una perspectiva como la que venimos planteando en estas líneas:
“Este enfoque [el del PTS y la FT] es directamente derrotista y, de aplicarse, favorecería de forma simple e inmediata a la invasión de Putin. No es casual que la declaración de la FT-CI remita a la lucha en Siria contra Al Assad del 2011/16. Entonces también tuvieron una posición nefasta: dijeron, como ellos mismos recuerdan ahora, que en Siria había “una guerra reaccionaria sin campos progresivos” y rechazaron el apoyo militar a la movilización masiva y la lucha militar que enfrentó a Al Assad. Se sumaron así a la complicidad de la mayoría de la izquierda mundial al dictador Al Assad y al masacrador Putin, que aplastó a sangre y fuego la movilización”.
Aunque tampoco es asimilable a la actual guerra en Ucrania, el caso sirio, tiene algunos puntos de contacto si tomamos el proceso de conjunto desde la “revolución naranja” de 2004, pasando por Maidán en 2014 y los enfrentamientos posteriores. Los orígenes de la guerra en Siria se remontan a la revuelta de 2011 que fue la expresión del estallido de la bronca popular contra el régimen bonapartista de Bashar al-Assad y parte de la Primavera Árabe. El gobierno apeló a una represión feroz y a incentivar el enfrentamiento interreligioso. El ejército se dividió en un primer momento en forma horizontal –entre sectores de la tropa y la oficialidad–, sin embargo, pronto se transformaría en una división vertical que relegó a segundo plano los elementos de autodefensa “ciudadana” o “popular” (no de clase) y los regimentó y subordinó a la estructura del Ejército Libre Sirio patrocinado desde el inicio por Turquía y luego apoyado por el imperialismo norteamericano, inglés y francés, aunque con cierta desconfianza por sus vínculos con los Hermanos Musulmanes y grupos salafistas. De allí que el conflicto pasó por diferentes momentos derivando en una guerra civil reaccionaria, y teniendo como fenómeno progresivo el desarrollo de la lucha del pueblo kurdo, cuya independencia, sin embargo, fue licuándose en el marco de las alianzas militares con EE. UU. y luego con Assad contra los ataques turcos.
Buena parte de la izquierda, inspirada en la teoría de la revolución democrática, vio en la guerra civil siria una guerra revolucionaria dejando más o menos de lado toda la complejidad del proceso, con la injerencia imperialista y las divisiones interreligiosas. Lo hizo, siguiendo a su manera los planteos de Nahuel Moreno quien sostenía que frente a los “fascismos y regímenes contrarrevolucionarios” era necesario ponerse como objetivo “una revolución en el régimen político: destruir el fascismo para conquistar las libertades de la democracia burguesa, aunque fuera en el terreno de los regímenes políticos de la burguesía, del estado burgués” [3]. En el mismo sentido, vieron también en la revuelta de Maidán de 2013-14 una “revolución democrática triunfante”. En palabras de Izquierda Socialista en aquel entonces: “Triunfa una revolución emparentada con los levantamientos revolucionarios del Norte de África y Medio Oriente que hicieron inmensas revoluciones para echar a sus gobiernos opresores. En Ucrania también triunfa una revolución democrática que logra la caída del reaccionario y pro ruso Yanukovich”.
Si bien la revuelta tenía como trasfondo las penurias de la población y la bronca contra el gobierno represor y corrupto de Yanukóvich, aquella caracterización hacía abstracción del desarrollo real propio del proceso. Se planteaba independientemente de su programa (que tenía como lema central el ingreso a la imperialista Unión Europea), de sus direcciones compuestas por un frente que iba desde los partidos de la oposición liberal pro-occidental hasta la ultra derecha, incluyendo los grupos neonazis, y que coherente con ello tomaron como una de sus primeras medidas la abolición de la ley que protegía las lenguas minoritarias no ucranianas. De esta forma llevaban al extremos la teoría de la “revolución democrática” según la cual, “no es obligatorio que sea la clase obrera y un partido marxista revolucionario el que dirija el proceso de la revolución democrática hacia la revolución socialista...” [4], siendo que, según Moreno, toda revolución (producto del estado catastrófico del capitalismo) era de por sí “inconscientemente socialista”.
Difícil elaborar una política independiente desde una teoría así. Lo cierto es que desde que fue formulada originalmente, inspirada en los procesos que se desarrollaron como respuesta al ascenso de masas de la década de 1970, conocidos como las “transiciones a la democracia” (Portugal, Estado Español y Grecia, que luego se extendieron al mundo semicolonial), ninguno de estos procesos de supuestas “revoluciones de régimen” siguió un curso como el que vaticinaba Moreno. Al contrario, produjeron una reconfiguración a partir de la cual la burguesía logró recuperar la hegemonía. Así, bajo las banderas de una idílica democracia burguesa, de la supuesta defensa de los derechos humanos y la “libertad”, la ofensiva neoliberal se extendió por todo el globo. Hoy lo que quedan son los resabios de aquella política producto de la propia decadencia de la hegemonía norteamericana. La “revolución naranja” en Ucrania y el derrotero de Maidán en 2014 que derivó en la presidencia del oligarca pro-occidental Piotr Poroshenko fue muestra de ello. La deriva de Siria en una guerra civil reaccionaria también.
Lo que se muestra cada vez más en estos procesos es la profunda imbricación entre la realización de las demandas democráticas y la lucha antiimperialista consecuente. Desde sus primeras formulaciones de la teoría de la revolución permanente, Trotsky sostuvo que incluso en un país donde el proletariado constituía una minoría como Rusia, su hegemonía era condición para “la resolución íntegra y efectiva” de los fines democráticos, ligados necesariamente a transformaciones estructurales (en muchos casos directamente anticapitalistas). Las últimas décadas ampliaron el significado de aquella tesis, la opresión imperialista dio un salto espectacular durante la ofensiva neoliberal que hace impensable cualquier conquista democrática fundamental y duradera en las semicolonias sin la emancipación del imperialismo.
En Ucrania, con toda la complejidad de la guerra, esta cuestión también es fundamental. Los intereses de los trabajadores y los sectores populares ucranianos se oponen por el vértice a los de los bandos de la oligarquía local ligados a Putin y a los imperialismos occidentales. En la lucha contra la invasión rusa, ninguna verdadera independencia puede conquistarse bajo el influjo de la OTAN, por eso es inseparable de la lucha antiimperialista más decidida. Como señalaba en su momento Trotsky, la perspectiva de la independencia de Ucrania está indisolublemente ligada a la pelea por el poder de los trabajadores. Una conclusión que se actualiza en las difíciles condiciones que plantea la ocupación rusa, y que se entrelaza con la lucha por una Ucrania obrera y socialista. Cuando, en nuestro caso, hablamos de levantar una política independiente, lo hacemos desde estos objetivos.
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