Presentamos en esta nota una versión desgrabada y corregida de la charla que dio Christian Castillo este 26 de febrero de 2019 en la Universidad Nacional de Córdoba sobre situación en Venezuela y el intento de golpe en el marco de la ofensiva del imperialismo norteamericano sobre la región.
Los EE.UU. se recuestan sobre su patio trasero
Para entender lo que está pasando en Venezuela tenemos que hablar primero de EE. UU., ya que lo que está en curso es un intento de golpe de Estado orquestado desde el Departamento de Estado y la Casa Blanca. Este intento se inscribe en un cambio que, con el gobierno de Trump, viene registrándose en la política exterior de los EE. UU. respecto a la orientación que primó desde principios del siglo XXI.
A partir de los atentados a las Torres Gemelas ocurridos el 11 de septiembre de 2001, bajo la presidencia de George Bush (hijo), la política exterior norteamericana, en manos de los “neocon”, pone foco en la llamada “guerra contra el terrorismo”, un eufemismo utilizado para legitimar las intervenciones en Medio Oriente y las políticas de “cambios de régimen” en los países de la región no alineados con los EE. UU., como una forma de controlar un territorio estratégico donde se encuentran las principales reservas de petróleo del mundo. EE. UU. libra dos guerras, la de Afganistán, iniciada en octubre de 2001, y en febrero de 2003 la segunda guerra de Irak. Solo este último conflicto provocó más de un millón de muertes violentas en el campo iraquí, fue legitimado por una “fake news” según la cual Saddam Hussein estaba preparando armas de destrucción masiva con las cuales Irak iba a agredir a los Estados Unidos, algo que se demostró completamente falso. Luego, durante toda la presidencia de Obama, tuvo lugar un retiro gradual de estos conflictos pero tratando de mantener parte de las posiciones ganadas, y frenar los levantamientos de la llamada Primavera Árabe. EE. UU. dio por finalizada la guerra de Irak en 2011 y la de Afganistán recién en 2014, a la vez que se involucró en el derrocamiento de Khadafi en Libia y en la guerra siria.
Esta tensión hacia Medio Oriente provocó durante buena parte de lo que va del siglo XXI una menor concentración del imperialismo norteamericano en América Latina. Sin embargo, esto no significó que dejara de impulsar golpes de Estado en la región: el que intentaron contra Chávez en 2002, el de Honduras contra Manuel Zelaya en 2009, o el “golpe parlamentario” en Paraguay contra Fernando Lugo en 2012. Pero, comparativamente, fueron años de una menor incidencia imperialista directa, algo también posibilitado por el quiebre de los gobiernos neoliberales de los años ‘90 primero y, luego, por varios años de precios excepcionales al alza de las materias primas, que permitieron mayores márgenes de maniobra relativos a diferentes gobiernos de la región. Esta situación comenzó a revertirse en los últimos años. De hecho, toda la operación Lava Jato y el golpe institucional contra Dilma en Brasil, fueron una clara muestra de ello, con EE. UU. actuando en las sombras, vía sectores que consideran propios del poder judicial, como Sergio Moro.
Cuando el año pasado el Pentágono elaboró un documento de política exterior donde señala como principales desafíos el enfrentamiento con China y Rusia y recién en un lugar muy subordinado, el “terrorismo internacional”, era claro que esto implicaba también una concentración mayor en nuestra región, donde China avanzó en presencia comercial, diplomática y en inversiones. Pasa entonces a primer término de la política exterior estadounidense la disputa con los Estados que le hacen alguna sombra. En particular con China, con el cual actualmente tiene una fuerte disputa comercial, una pelea por el manejo de las empresas de alta tecnología –donde el país asiático ha tenido importantes avances–, así como por quién detenta mayor influencia política en distintos países del globo.
El intento actual de golpe en Venezuela no puede separarse de esta orientación general de la política exterior norteamericana, que incluye una vuelta a concentrarse sobre América Latina para recuperar el terreno perdido, disciplinar actores díscolos e intentar revertir la influencia china lo más posible. Una actualización de la Doctrina Monroe, sintetizada en 1823 por James Monroe con el lema "América para los americanos", desde entonces utilizado como principio para subordinar a los países del continente a sus dictados.
América para los (norte)americanos
No está de más recordar algunas de las expresiones que tuvo históricamente esta “doctrina” en la política imperialista de EE. UU. sobre toda la región, incluyendo numerosas intervenciones militares directas (encabezadas tanto por los republicanos como por los demócratas). Ya en siglo XIX, como resultado de la guerra que se desarrolló entre 1846 y 1848, EE. UU. usurpó directamente gran parte del territorio de México, que antes de esto tenía cerca del doble de extensión que la que tiene actualmente. Como resultado de la guerra EE. UU. se apropió los actuales estados de California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah, Colorado y parte del hoy llamado Wyoming. También, con la excusa del hundimiento del Acorazado Maine, intervino en 1898 declarando la guerra a España con el fin de controlar la lucha por la independencia cubana contra este país. Como resultado de esta intervención, EE. UU. impuso como agregado a la constitución cubana la Enmienda Platt. Junto con distintos puntos de sometimiento establece en su artículo III que “el Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos pueden ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un Gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones que, con respecto a Cuba, han sido impuestas a los EE. UU. por el Tratado de París y que deben ahora ser asumidas y cumplidas por el gobierno de Cuba”. Esta enmienda recién será abolida en 1934.
Otro ejemplo fue la intervención en Nicaragua, contra la cual se levantó el gran líder antiimperialista Augusto César Sandino, asesinado en 1934, así como, décadas después, el golpe de Estado orquestado por la CIA en 1954 contra Jacobo Arbenz en Guatemala y el intento de invasión a Cuba en 1961, derrotado por la movilización revolucionaria y antiimperialista del pueblo cubano en Playa Girón. Poco después ocurrió la invasión a República Dominicana en 1965, con 42 mil soldados y marines, contra la que se desarrollaron multitudinarias manifestaciones en toda América Latina, incluyendo nuestro país.
Años después, EE. UU. estuvo detrás de los golpes militares que buscaron frenar el ascenso revolucionario en los países del Cono Sur latinoamericano y en la implementación del siniestro Plan Cóndor, la coordinación represiva de las dictaduras monitoreada por la CIA. Poco después los mismos métodos represivos son utilizados en los distintos países de América Central, junto con la organización de una guerrilla contrarrevolucionaria contra el sandinismo en Nicaragua. En el caso de la isla caribeña de Granada, directamente lanzaron una invasión en octubre de 1983, con 7.000 efectivos militares, para dar un golpe de Estado y derrocar a un gobierno que tenía buenas relaciones con Cuba.
Durante la Guerra de Malvinas, en 1982, EE. UU. apoyó a Inglaterra con información de inteligencia y logística, pese a lo que establecía el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), según el cual era Argentina la que debía ser apoyada por todos los países del continente ante una agresión de un país extracontinental. Después en diciembre de 1989, tuvimos la invasión a Panamá donde, luego de que el presidente Noriega, que había sido pro-norteamericano y de la CIA, se les volviese en contra, 26 mil marines y soldados ocuparon el país a sangre y fuego. Noriega terminó preso en Estados Unidos siendo extraditado posteriormente a Panamá poco antes de su muerte, en 2017.
Más recientemente, pese a que sus políticas de intervención militar trataron de encubrirse, desde la época de Clinton, con un barniz humanitario y buscando tener el aval multilateral de la ONU, EE. UU. intervino en Haití en 1994 y 2004, primero para favorecer la llegada a la presidencia de Aristide y luego para derrocarlo. Y, como mencionábamos, se dieron el intento fallido contra Chávez, el golpe que derroca a Manuel Zelaya en Honduras, el de Lugo en Paraguay y el impulso al golpe institucional en Brasil.
Aunque es imposible resumir todo el prontuario intervencionista y criminal del imperialismo norteamericano en la región, vale la pena traer esta breve –aunque incompleta– enumeración, para tener presente a la hora de comprender el actual intento de golpe en Venezuela y la enorme hipocresía “democrática” y “humanitaria” desplegada para justificarlo.
La hipocresía imperialista
El gobierno norteamericano, como es costumbre, dice impulsar el golpe supuestamente para llevarle la democracia a Venezuela. Pero sin necesidad de ir a la historia y su apoyo a multitud de dictaduras brutalmente represivas, la actualidad de las alianzas de EE. UU. en general, y del gobierno de Trump en particular, son un muestrario de su apoyo y alianza con los regímenes más autocráticos y dictatoriales a lo largo y ancho del planeta. Entre otros, Egipto, donde la dictadura del general Al-Sissi practica habitualmente la pena de muerte sobre los opositores. Llegó al poder por un golpe de Estado, asesinando a centenares y centenares de miembros de la Hermandad Musulmana (partido burgués islámico moderado), que había llegado a la presidencia por elecciones. EE. UU. avaló el golpe de Al-Sissi –que luego se elige en unas elecciones amañadas– y actualmente Egipto es uno de los principales receptores de ayuda militar estadounidense junto con Israel.
Otro de los aliados estratégicos de EE. UU. es, nada más y menos, que Arabia Saudita, que viene de asesinar y descuartizar recientemente a un periodista disidente saudí que escribía en el Washington Post –es decir, un periódico estadounidense– dentro de la propia embajada saudí en Turquía. Lo cual es todo un símbolo de los métodos de esa monarquía. Así como también lo fue la respuesta de Trump, quien remarcó que sería “ingenuo” permitir que aquel hecho conspire contra la concreción de los multimillonarios acuerdos de venta de armas con Arabia Saudita. No olvidemos que el príncipe heredero Mohamed bin Salmán participó después de estos hechos como uno más, con saludos y abrazos incluidos, de la pasada reunión del G20 en Buenos Aires, donde ninguno de los gobernantes le planteó palabra alguna sobre la cuestión. A esto hay que agregar el papel criminal de Arabia Saudita en la guerra en Yemén, que ha causado miles y miles de muertos y hambrunas en la población a partir de su intervención con el apoyo estadounidense.
No dejemos de mencionar tampoco que EE. UU. no solo orquestó en Honduras el golpe contra Zelaya sino que sostuvo el fraude perpetrado en 2017 por Juan Orlando Hernández, que se sostuvo en base a decenas de muertos producto de la represión a las protestas en su contra.
Estos ejemplos, entre muchos otros, muestran que nadie que no sea un cínico y un hipócrita puede sostener que EE. UU. tiene un interés “democrático” o “humanitario” en Venezuela, ni en ningún país del mundo.
Los móviles reales de la derecha y el imperialismo
Más allá de lo que dice Donald Trump y el gobierno estadounidense, hay que buscar el móvil real de su actual injerencia en Venezuela. Hay dos cuestiones fundamentales. Una primera tienen que ver con el control de recursos naturales estratégicos. Venezuela tiene la principal reserva de petróleo certificada del mundo, es decir, más que Irak, Kuwait, Irán, Arabia Saudita tomados individualmente; y además, ese petróleo tiene como destino privilegiado a los EE. UU. También está la posibilidad de lograr hacerse de los minerales existentes en el llamado Arco Minero del Orinoco, donde se encuentran yacimientos de oro, diamante, bauxita y un mineral muy valuado hoy porque sirve para la producción de celulares, que es el coltán. El Consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, ya lo dejó claro: una vez que se vaya Maduro las empresas norteamericanas van a tomar el control del negocio petrolero y minero en Venezuela. La segunda cuestión es político-estratégica: para Trump no puede haber ningún país de la región que goce de cierta autonomía respecto al gobierno norteamericano, con relaciones privilegiadas con China y Rusia.
En esta misma línea actúa la derecha venezolana, que siempre fue golpista desde que llegó Chávez al poder en 1999. En 2002 protagonizó el golpe de Estado, auspiciado por los EE. UU., cuya cara pública fue Pedro Carmona, nada menos que al presidente de Fedecámaras, la asociación de los empresarios venezolana. Es decir, sin ningún disimulo, el golpe lo encabezaba el principal representante de las grandes empresas y la oligarquía venezolana. En esa oportunidad fue derrotado por una serie de motivos: en primer lugar la movilización popular, y también el hecho que los gobiernos latinoamericanos, especialmente Brasil, no fueron favorables al golpe, cuestiones que llevaron a un quiebre en las Fuerzas Armadas que habían realizado el golpe. Por eso en menos de 72 horas Carmona fue barrido del poder. Poco después fue derrotado el lock out empresario en el petróleo gracias a la acción de la clase trabajadora. Los que organizaron ese golpe hoy conforman los partidos opositores de derecha con más peso. Entre ellos, Voluntad Popular, el partido al que pertenece Juan Guaidó, liderado por Leopoldo López, quien fuera uno de los golpistas más entusiastas.
El fiasco del 23F: el intento de golpe en un impasse
Como desarrollamos en un artículo anterior, el plan golpista que se está desarrollando en Venezuela fue diseñado en conjunto con el gobierno norteamericano y los gobiernos derechistas de la región agrupados en el Grupo de Lima, particularmente los de Colombia, Brasil, Argentina y Chile. La derecha venezolana de hecho venía muy dividida y fragmentada después de la última elección presidencial, que fue boicoteada por la mayor parte de la oposición, aunque a la que se presentó un sector de la misma, que fue derrotada por Maduro. A esta derecha buena parte de la población venezolana la ve como representante de los sectores más ligados a la clase dominante tradicional, la “oligarquía”, que se hundió con la llegada de Chávez al gobierno.
¿Que tienen a favor para intentar esta maniobra golpista? El primero de los factores que lo permiten es la relación de fuerzas continental a partir de la llegada al gobierno de fuerzas políticas de derecha con las que EE. UU. contó para avalar su plan. Entre ellos Piñera en Chile, cuya fuerza política tiene un fuerte componente del pinochetismo; Macri en la Argentina; Iván Duque en Colombia, que es del partido de Álvaro Uribe directamente involucrado con los paramilitares; y sobre todo Bolsonaro en Brasil, que llegó a la presidencia en unas elecciones amañadas, con Lula preso y proscripto, en el marco del golpe institucional.
La otra base que tiene el intento de golpe es la situación social y económica que vive Venezuela, y que ha llevado a un gran descontento de la población con Maduro. La economía se desplomó a partir de la fuerte caída que tuvieron los precios del barril de petróleo, que bajaron de 150 dólares a solo 25, para subir el último año a unos 55 dólares aproximadamente.
Es cierto que un derrumbe de los precios de esta magnitud hubiese golpeado a cualquier gobierno, no solo al de Maduro. Pero lo que esto puso en evidencia es que después de 20 años de chavismo la economía venezolana sigue siendo tan dependiente de la renta petrolera como lo era en 1999. Chávez primero y Maduro después son responsables de que en los momentos de auge del precio internacional no se aprovecharon las condiciones favorables para desarrollar una industria alimenticia, de medicamentos, etc., y superar el carácter rentista de la economía nacional. A pesar de todo lo hablado sobre la “revolución bolivariana” y el “socialismo del siglo XXI”, no existió ninguna iniciativa consistente que quebrase los fundamentos estructurales de la dependencia económica. Gran parte de los ingresos de la renta petrolera terminaron fugados al exterior, una práctica que incluyó tanto a la vieja oligarquía como a los funcionarios “bolivarianos” y a la “boli-burguesía”. Al no diversificar la economía, el chavismo llegó completamente inerme al cambio de tendencia de los precios petroleros en el mercado internacional.
Y después, ya con Maduro en el gobierno, al chavismo le cabe la responsabilidad de lo hecho ante la crisis. La respuesta que dieron no pasó por tomar medidas anticapitalistas de ningún tipo; por el contrario, descargaron el ajuste sobre el pueblo trabajador. Maduro se vanagloria de haber pagado 800.000 millones de dólares de deuda externa, aún en una situación de crisis extrema. Abrió la economía a inversiones de China y Rusia, permitió el ingreso de capitales de Canadá, España, EE. UU., China y Rusia en el Arco Minero de Orinoco con condiciones leoninas y de degradación del medio ambiente. La filial de PDVSA en EE. UU., Citgo, tiene un 49 % de capitales de una gran empresa petrolera rusa. El 15 % de las reservas de petróleo de Venezuela están en manos de China y Rusia. Durante el año pasado el país vivió una situación hiperinflacionaria brutal; estamos hablando de un millón o dos millones por ciento de inflación, lo que pulverizó los salarios, que hoy son de apenas 6 dólares mensuales, llevando a que más del 80 % de la población esté bajo la línea de pobreza. Por si fuera poco, se suspendió la vigencia de los convenios colectivos de trabajo en el sector público.
Esto lo hizo Maduro, y la derecha lo aprovecha porque creó descontento no solo de los que ya eran opositores al chavismo sino de una parte importante de la base tradicional del chavismo que ve que la situación se vuelve insostenible. Este debilitamiento de apoyo social Maduro buscó compensarlo dando un mayor peso a las Fuerzas Armadas en todo el régimen político. Más de la mitad de los ministros de su gobierno son militares de alta graduación, en activo o en retiro. La FANB controla muchas empresas vinculadas al comercio exterior; el gobierno creó incluso una empresa especial para que manejen una parte del negocio petrolero. Con ese apoyo lleva adelante una política represiva, no solo contra la derecha sino también contra las huelgas obreras y los líderes sindicales que no controla.
Guaidó, por su parte, ha presentado el Plan País, que de llevarse adelante agravaría todos los problemas que tiene el pueblo trabajador venezolano: propone más endeudamiento externo, eliminar la ley que prohíbe despedir empleados públicos, entregar el petróleo a las empresas norteamericanas, privatizar las empresas de propiedad pública. Y hay un elemento que no se atrevió a decir Guaidó pero está en todos los blogs de los economistas que asesoran a la derecha: congelar los salarios como “ancla contra la hiperinflación”, ¡con salarios que son de apenas 6 dólares!
El pasado 23 de febrero, la derecha tuvo una gran derrota, al punto que ya se habla del “fiasco del 23F”. Al mes de la autoproclamación de Guaidó (cuya fuerza política, Voluntad Popular, solo cuenta con 14 escaños de los 167 de la Asamblea Nacional; 109 tiene en total tiene la oposición derechista) montaron todo el circo de la ayuda humanitaria, donde supuestamente cientos de miles se iban a movilizar a recibirla, y al final fue muy poca gente y no lograron hacer entrar ni un camión. Fue una operación orquestada por la USAID (en español, Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional), una organización que siempre participó en las operaciones de la CIA de cambio de régimen. Las deserciones en las Fuerzas Armadas, además, fueron muy pocas. Más en general, EE. UU. no tiene, como logró para otras intervenciones, el aval de las Naciones Unidas. Y a pesar de los apoyos de varios países del continente, ni siquiera en la OEA pudieron conseguir un voto favorable para el reconocimiento a Guaidó. De ahí las recriminaciones que la prensa señala que Mike Pence le hizo a Guaidó durante la reunión del Grupo de Lima en Bogotá. Este fracaso dejó en evidencia que el autoproclamado presidente interino no puede decidir nada. A pesar del discurso triunfalista con el que se preparó la acción, terminó en un fiasco. El futuro del golpe se tornó completamente incierto.
La opresión imperialista como factor determinante
Parte de esta debilidad se debe a que el propio Trump no está bien en el plano de la política interna como para contar con apoyo para una intervención militar directa. Más aún, parte de la ofensiva que está llevando adelante en Venezuela responde a ese problema interno. Luego de la derrota sufrida en las elecciones de medio término, necesita un éxito en la política exterior que le permita ganar peso interno en una causa en la cual, en tanto se mantenga en los niveles actuales, es apoyado por el Partido Demócrata. Toda la clase dominante norteamericana defiende la injerencia imperialista en Venezuela. Incluso Bernie Sanders y la nueva estrella de la política norteamericana, Alexandria Ocasio-Cortez, salieron en mayor o menor medida a justificar la intervención, con el discurso de que Venezuela es una “democracia fallida” y que hace falta la “ayuda humanitaria”, encubriendo por izquierda toda esta operación de imperialismo puro y duro. Es la única política de Trump que tiene aval más allá del marco de su base electoral, intentando ganar popularidad y prometiendo “hoy vamos por Venezuela, mañana por Nicaragua y luego por Cuba”. Una política que conducida por los halcones republicanos, incluyendo al exilio cubano anticastrista más duro (como el que expresa Marco Rubio), implica un cambio relevante respecto de lo hecho por Obama, cuya estrategia era buscar consumar la restauración capitalista en la isla mediante la entrada de las empresas estadounidenses y la seducción hacia una parte de la burocracia castrista.
Después de un mes, el intento de golpe parece ser una aventura. Este peligro es el que llevó a que el Grupo de Lima en sus declaraciones tuviera que decir que no estaban a favor de una intervención militar directa. Uno de quienes se pronunció en ese sentido es el General Mourao, vicepresidente de Bolsonaro, e incluso el gobierno de Colombia, ya que ambos temen que una intervención militar provoque estampida migratoria desde Venezuela y, en mayor medida, que se desate una movilización antiimperialista de millones en toda la región, generando que toda la situación política latinoamericana gire a la izquierda. Sin embargo, aunque el intento golpista ha sufrido un claro revés, la acción militar no se puede descartar en una situación donde los acontecimientos se suceden en la máxima tensión y al límite. Tampoco que el fracaso en lograr un rápido quiebre de las Fuerzas Armadas lleve a algún tipo de negociación. Recordemos que Trump tiene un estilo propio en política exterior alrededor de la táctica de “golpear para negociar”, como se mostró en las brutales amenazas a Corea del Norte y el discurso belicoso hacia China para continuar, poco tiempo después, en negociaciones con los gobiernos de ambos países. En el caso de Venezuela, todas las opciones siguen abiertas: esto puede terminar en una derrota de la aventura trumpista junto con la oposición, o puede caer Maduro mediante una golpe interno de los militares, aunque esto último no parece hoy lo más probable en un ejército donde hubo muy pocas deserciones.
La primera definición clave para abordar la situación en Venezuela es que se trata de un conflicto entre un país imperialista que está orquestando un golpe junto a la derecha local contra un país oprimido por el imperialismo. No se trata de un problema entre “democracia” y “dictadura”. Siempre los países imperialistas intervienen con la excusa de la “democracia”. Históricamente nuestra posición como izquierda revolucionaria, anticapitalista y antiimperialista, es la de ubicarnos en el bando del país oprimido contra el país opresor, independientemente del régimen que exista en el país oprimido. Por ejemplo, Saddam Hussein formaba en Irak un régimen mucho más represor que el de Maduro y, sin embargo, todos los antiimperialistas del mundo nos movilizamos contra el ataque a Irak, primero en 1991 y luego en 2003, así como antes, en 1982, lo hicimos en la Guerra de Malvinas donde, a pesar de la dictadura genocida de Galtieri, estuvimos por la derrota de la operación militar británica, ya que como se mostró finalmente la derrota argentina en la guerra implicó subordinar aún más a toda América Latina a las cadenas de la deuda externa y de la sumisión al imperialismo, y dio un impulso al neoliberalismo encabezado por Reagan y Thatcher en todo el mundo. Por el contrario, si hubiera sido derrotado el imperialismo, una renovada conciencia nacional y democrática hubiese dado un fuerte impulso al movimiento de masas para derrotar en forma revolucionaria a dictadura y evitar la transición pactada, al tiempo que se hubiera fortalecido la lucha de la clase obrera británica contra Thatcher.
Aunque no apoyamos ni a Chávez en su momento ni a Maduro hoy, consideramos una cuestión de honor estar en la primera línea de la lucha antiimperialista y contra el golpismo en Venezuela. Si el intento golpista triunfa, se fortalecen el FMI, Macri y los planes del imperialismo en Latinoamérica para aplicar contra-reformas previsionales (como la que anunció Bolsonaro), contra-reformas laborales flexibilizadoras y otras políticas antipopulares. Esto ocurre en un momento donde las corrientes políticas que a lo largo de estos años se identificaron o simpatizaron con el chavismo (desde el peronismo hasta las corrientes de la llamada “izquierda popular”) están, en la actualidad, ausentes de la movilización contra la ofensiva golpista en Venezuela. Un ala del peronismo es abiertamente pro-Trump, entre ellos Massa, Urtubey y Pichetto –este último llegó a presentar un proyecto de ley para que se embarguen las cuentas que la petrolera estatal venezolana PDVSA posee en Argentina–, todos los cuales, hasta hace pocos años, participaban del gobierno kirchnerista y, como tales, de la alianza con el chavismo, así como todos los gobernadores peronistas. Esta actitud de sectores del peronismo no nos extraña, ya que no hay que olvidar que uno de los gobiernos más subordinados al imperialismo yanqui de la historia nacional fue el del peronista Carlos Saúl Menem, quien llegó a enviar barcos argentinos a la primera Guerra del Golfo y sostuvo “relaciones carnales” con los Estados Unidos, al decir de su canciller Guido Di Tella.
Cuando lo mínimo que uno debería hacer frente al imperialismo ante la ofensiva recolonizadora que está llevando a cabo debería ser fomentar el repudio al imperialismo, antiguos funcionarios kirchneristas como, por ejemplo, Guillermo Moreno, reivindican sin mosquearse al gobierno de Trump por su política comercial. Cristina Fernández de Kirchner, por su parte, ha mantenido completo silencio sobre el tema, ya que se vuelve inconveniente hablar sobre Venezuela cuando se postula la unidad con quienes apoyan abiertamente la ofensiva imperialista y al títere de Guaidó. Imaginemos por un momento, tomando un ejemplo que tiene muchos puntos de contacto –por los actores involucrados y los sectores sociales que lo impulsan–, cómo habría que calificar a quien se callara frente al golpe contra Perón en 1955. Pero esto es lo que hacen hoy los propios peronistas. Unos ubicándose a la cabeza de la red internacional de las maniobras golpistas, y otros guardando silencio y buscando aliarse con los primeros.
A algunos podría parecerles una paradoja que quienes hoy estamos en la primera fila del enfrentamiento a la ofensiva golpista-imperialista, somos quienes nunca nos ilusionamos con el chavismo y siempre dijimos que el llamado “socialismo del siglo XXI” no era tal cosa y que en Venezuela nunca dejó de haber capitalismo. Quienes señalamos que los principales recursos estratégicos de la economía siguieron en manos de capital privado y que no se podía “construir el socialismo” desde arriba mediante una alianza con las fuerzas armadas sino que solo podía conseguirse desde abajo con los trabajadores y su propia organización. Los que denunciamos que Maduro, luego de Chávez, continuó pagando la deuda externa sobre el hambre del pueblo trabajador, los que denunciamos que liquidó los convenios colectivos de trabajo. Pero no hay paradoja alguna. Es que el antimperialismo consecuente solo puede venir de la mano la clase trabajadora y no del nacionalismo burgués en cualquiera de sus variantes. Hoy está planteado hacer una enorme campaña antiimperialista y llamar a la más amplia movilización contra el intento golpista en Venezuela y contra la injerencia estadounidense. Hay que repudiar todas las sanciones económicas y denunciar la hipocresía de Trump y los gobiernos derechistas de la región. A la vez, ninguna confianza hay que depositar en que sea Maduro el que derrote esta ofensiva. Son los trabajadores y todos los oprimidos los que tienen que movilizarse en forma independiente para derrotar esta ofensiva, con un programa de salida obrera a la crisis que contemple el no pago de la deuda externa, la repatriación forzosa de los fondos de venezolanos en el exterior, la nacionalización integral del petróleo y la minería, la plena vigencia de los convenios colectivos de trabajo y un salario mínimo que cubra la canasta familiar, en el camino de lograr un verdadero gobierno de los trabajadores. La imposición del golpe sería una derrota de todo el movimiento de masas latinoamericano. Nadie que tenga un mínimo de conciencia política puede ser indiferente y dejar de enfrentarlo.
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