Hoy la legalización del derecho al aborto tiene media sanción en el Congreso. El proyecto presentado por el poder Ejecutivo llegó a la cámara baja con un artículo por el que presionaron los sectores antiderechos: la objeción de conciencia (que no se llama institucional, pero tiene un montón de grises que permiten a las instituciones objetar y, así, negarse a practicar interrupciones legales y voluntarias).
Alguna gente dice que es aguafiestas criticar el proyecto actual porque es lo posible. Pero, ¿no merece al menos una crítica un artículo que brinda herramientas para obstaculizar un derecho? No se trata solo de posibilidades. Cada vez que no se trató, no se debatió ni se votó significó muertes evitables de mujeres pobres que llegaron a los hospitales con complicaciones de abortos inseguros; mujeres presas por abortar y criminalizadas por no tener el dinero que garantiza una clandestinidad segura.
Queda por delante el Senado, donde –dice el oficialismo– estarían garantizados los votos. Si llegamos hasta acá es pura y exclusivamente por la insistencia del movimiento de mujeres, a pesar de silencios, bloqueos y cálculos políticos. Un movimiento que hizo relevante su lucha, convenció de la legitimidad de su reclamo y contagió su entusiasmo callejero a lugares increíbles. No le debemos nada a nadie, no tenemos que agradecer que se promulgue una ley que garantiza un derecho elemental, no tenemos que dejar que nos convenzan de que el piso es el techo.
El derecho a interrumpir de forma voluntaria un embarazo se encuentra en los primeros escalones de la autonomía de las mujeres. Las consecuencias de la prohibición subrayan las diferencias en cómo afecta la clandestinidad a las mujeres. “Porque defendemos la vida de las mujeres y porque es un problema de salud pública, luchamos para que sea ley. Pero también, porque defendemos la autonomía de las personas para elegir libremente sus proyectos de vida y disfrutar plenamente de su sexualidad”, así lo resumió el diputado Nicolás del Caño del PTS/Frente de Izquierda, que enmarcó la negativa a ese derecho en los valores patriarcales que ubican a las mujeres en un lugar subordinado (valores que el capitalismo ha sabido reproducir y aggiornar siempre que fue necesario).
Celebrar haber llegado hasta acá no impide señalar los obstáculos y restricciones que facilita la objeción de conciencia que incluye este proyecto. Sobre todo porque confirma que tenemos por delante una lucha muy importante, que no reduce a este derecho: terminar con la injerencia de las instituciones religiosas en políticas públicas, la separación de la Iglesia y el Estado. No somos ingenuas, utilizaron las grandes expectativas alrededor de este derecho, por el que peleamos durante décadas, para darle otro color a un momento difícil y una agenda de austeridad, que ajustará los ingresos de las personas que trabajaron toda su vida y las que perciben asignaciones como la AUH (mayoritariamente mujeres). Para mí, celebrar también significa ser conscientes de nuestra fuerza y nuestras debilidades.
El pañuelo verde es de tres puntas
En 2018, viajé a una conferencia en Suecia y la pregunta en dos de cada tres conversaciones era: ¿por qué el pañuelo verde? Una enfermera retirada de Dublin me dijo que ella sentía que teníamos mucho en común en nuestra lucha por el aborto legal, contra la injerencia de la Iglesia católica, y pensaba que el verde (un color simbólico en Irlanda) tenía algo que ver. A ella le regalé mi pañuelo con más marchas encima, el de la media sanción del Congreso y el rechazo del Senado.
Antes de ese año, en los comercios de Once, al verde ubicado entre el 347 C y el 3415 C de la escala Pantone lo llamaban “verde Benetton”, hoy se llama “verde aborto legal”. Inundó todo: ropa, mochilas, accesorios, maquillaje, es tan fuerte que hasta el mercado hizo de las suyas. Ya era un símbolo antes de ser verde. Un pedacito de tela como el que las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo se pusieron en la cabeza para denunciar la desaparición de sus hijas e hijos, de sus nietxs.
Pero el verde fue bastante pragmático. Fue en el Encuentro Nacional de Mujeres de Rosario de 2003, cuando el reclamo del derecho al aborto legal, seguro y gratuito, salió de los talleres, marchó y llegó a la tapa de diarios nacionales. Nina Brugo, abogada de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, contó que no había suficiente friselina violeta (color universal del feminismo) pero sí verde. A eso se sumó que el color no tenía identidad política en Argentina, algo que habla de la amplitud y heterogeneidad del movimiento de mujeres. Sobre esa casualidad se construyó un nuevo significado: el verde es el color del aborto legal.
La escritora Tununa Mercado escribió sobre ese triángulo de tela verde:
El pañuelo verde es de tres puntas. No piensen en alas desplegadas, pobre imagen al alcance de la mano. Una de las puntas llega a la nuca, la base del entendimiento, otra se planta en la experiencia del cuerpo, la otra en la capacidad de acoplar pensamiento para reconvertir un designio claro. Es un pañuelo verde hasta que madure. No es un verde de campaña ambiental, no se descarta que sea el verde de la esperanza, palabra a la que hay que recuperar de la gazmoñería para que pueda significar que otra historia es posible. Su verde no es “naturalista”, sino desnaturalizador. Nada que haya sido impuesto sobre nuestras vidas tendrá sentido: diferencias de manual de biología, clasificaciones binarias, mandatos sexuales, estereotipos, terror religioso, cuadrículas para insertar probidad en el deseo, arroró impuesto y culposo, úteros desagregados del cuerpo femenino para infundir culpa, etcétera.
Tununa también escribió “Hablarle a la sordera”, cuando se cumplieron diez años de la Comisión por el Derecho al Aborto (fundada en 1988). Lo rescata Mabel Bellucci en su libro Historia de una desobediencia:
La Comisión es un ejemplo de esa persistencia alerta, que no tiene miedo de incomodar, que no espera dar el salto para argumentar en las situaciones límites, aunque lo dé con decisión. La insistencia es alentadora y la decisión de llegar hasta la conciencia política de este país tan poco feminista, tan sordo a las reivindicaciones que las mujeres han logrado ampliamente en otros países, desde luego, nunca sin lucha.
Que nadie nos quite ese impulso, el de las que se animaron a incomodar e insistir siendo algunas en esa esquina de Callao y Rivadavia, dos lunes al mes entre las seis y las siete media de la tarde, cuando parecía que le hablaban a los sordos.
Fragmentos de este artículo fueron publicados en el newsletter No somos una hermandad del 11/12/2020].
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