Se está desarrollando una nueva etapa del conflicto palestino-israelí y las tendencias en movimiento tienen el potencial de exacerbar las tensiones en el Medio Oriente y abrir posibilidades de nuevos conflictos militares. En este contexto, tratamos de elaborar reflexiones estratégicas sobre el último levantamiento masivo en la región, la revuelta feminista en Irán, para abrir debates sobre la estrategia revolucionaria en una región marcada por la histórica opresión imperialista.
El asesinato de Mahsa Jina Amini a manos de la policía iraní el mes de septiembre de 2022 desencadenó una oleada de protestas en todo el país. La evolución de estas protestas hasta convertirse en una revuelta amplia contra el régimen iraní, uno de los procesos más importantes de lucha de clases en Irán desde la revolución de 1979, causó conmoción e inspiró a mujeres y trabajadores de todo el mundo. En su momento, muchos en la izquierda caracterizaron estas protestas como un nuevo y moderno tipo de “revolución” feminista dirigida por mujeres. Casi un año después, las protestas han retrocedido y el régimen ha intensificado su ofensiva contra quienes desafían el uso obligatorio del hiyab que amenazan los cimientos del régimen clerical establecido tras la revolución islámica. El desarrollo concreto del movimiento, y la represión del mismo por parte del régimen, plantean importantes cuestiones estratégicas para las masas iraníes que luchan contra la doble carga de un régimen opresor y de las sanciones imperialistas.
Mahsa Jina Amini, una mujer de 22 años de etnia kurda, se convirtió en el rostro de la crisis social y la opresión patriarcal de Irán. Aunque Mahsa era su nombre oficial persa frente al gobierno, su verdadero nombre kurdo, que no podía registrarse, era Jina. Acababa de ser admitida en la universidad y fue detenida en septiembre del año pasado en Teherán acusada de llevar de forma demasiado laxa el tradicional tocado femenino (hiyab) que prescribe la ley iraní. Jina fue golpeada brutalmente por la policía de la “moral” político-religiosa iraní, y murió tres días después de una hemorragia cerebral. Este hecho se convirtió en un símbolo del orden político iraní, que se trata de una “prisión al aire libre” bajo un régimen que oprime a las minorías étnicas promoviendo una identidad “persa-chií”. El Estado teocrático iraní trata de regimentar a la juventud tachando sus desviaciones y descontentos culturales como perdición prooccidental, empezando por el clima intolerante y policíaco de las escuelas y universidades. Mantiene a las mujeres en un papel servil apoyándose en la autoridad del clero chiita.
Este clima catalizó un movimiento protagonizado por las mujeres iraníes, así como por minorías étnicas como las comunidades kurda y baluchí (concentradas respectivamente en la frontera noroccidental y en la suroriental), que en las semanas siguientes se amplió incorporando a segmentos cada vez más amplios de la juventud de las ciudades y universidades. A medida que el movimiento fue evolucionando hasta convertirse en un levantamiento en toda la regla, con demandas explícitas de derrocamiento del régimen político, manifestaciones ilegales y huelgas, provocó una respuesta cada vez más violenta por parte del gobierno, que a menudo desembocó en violentos enfrentamientos callejeros. Hasta la fecha, al menos 500 personas han muerto, miles han resultado heridas y al menos 20.000 han sido detenidas. Incluso estas cifras no demuestran plenamente la brutalidad de la represión: la policía recurre a los ahorcamientos como táctica, y ha matado al menos a 70 menores, algunos de tan solo 9 años. Esta dependencia del terror y la intimidación ha sido un pilar de la capacidad del régimen para mantenerse a flote, especialmente durante los sucesivos levantamientos de los últimos años, desde las protestas contra las reformas económicas de 2017, 2018 y 2019 hasta el “levantamiento de los sedientos” de 2021.
La revuelta desencadenada por el asesinato de Jina Amini, que se ha dado en llamar movimiento “Mujeres, vida, libertad”, continúa esta oleada de lucha de clases. Los jóvenes desposeídos de las ciudades ocupan un lugar destacado en las protestas, así como sectores de la clase trabajadora. Esto refleja una tendencia más amplia de la reactivación de la clase obrera en la escena política en todo el mundo, en el contexto del declive de la anterior hegemonía neoliberal-occidental, y la profunda crisis de la etapa histórica de la restauración burguesa, vinculada con el concepto de la globalización “pacífica” entre los años 90 y 2010.
Aun con limitadas acciones de la clase obrera a lo largo de la revuelta Mujeres, Vida, Libertad continuó la tendencia de la clase obrera a revivir la tradición proletaria combativa de Irán. Uno de los ejemplos más avanzados fue la huelga de los trabajadores de Crouse, de la industria automotriz, en respuesta al brutal asesinato de Jina, organizada por más de 300 trabajadoras. Colectivos de trabajadores, como el Consejo para la Organización de las Huelgas de los Trabajadores del Petróleo y el Sindicato de Trabajadores de la Azucarera Haft Tappeh, también organizaron huelgas en apoyo del movimiento. Las auspiciosas formaciones de comités en centros de trabajo, escuelas y barrios durante el reciente levantamiento feminista, aun con su limitado alcance, remiten a los incipientes órganos de autoorganización (conocidos en farsi como shoras) que se formaron a partir de 1978.
A pesar de ello, el levantamiento más reciente, incluso con todos sus méritos, no dio el salto cualitativo entre una revuelta y una revolución, lo que significa que el levantamiento mantuvo un importante grado de espontaneidad y los sectores implicados en las protestas estaban predominantemente atomizados, careciendo del elemento clave de la hegemonía de la clase obrera que podría utilizar su poder social y sus posiciones estratégicas para unir a todos los sectores en lucha y plantear una alternativa viable a la hegemonía burguesa existente. La falta de desarrollo a este nivel limita el potencial del movimiento para sustituir el orden existente, como se ven obligadas a hacer las revoluciones triunfantes. Así, los iraníes se encuentran en una encrucijada estratégica, marcada por los flujos y reflujos de la lucha de clases: una crisis económica y social histórica y la necesidad urgente de elaborar un programa, estrategia y métodos de lucha para derrocar el odioso régimen del país y sustituirlo por algo social y políticamente diferente. Esto es más urgente aún debido a la falta de claridad del movimiento en cuanto a cómo debería ser y cómo luchar por una sociedad democrática tras el derrocamiento del régimen actual; se deja mucho espacio a las alas liberales, conservadoras e incluso monárquicas, vinculadas a viejos sectores de la clase dominante iraní en el exilio y a las potencias imperialistas occidentales, especialmente Estados Unidos.
El carácter y la crisis del régimen iraní
Antes de un análisis más profundo sobre los límites subjetivos de la lucha iraní y las ideas para superarlos, será necesario desarrollar una caracterización objetiva del régimen nacionalista burgués cuasi teocrático de Irán que se encuentra enfrentando una crisis estructural e interna que se ha visto exacerbada por las sanciones imperialistas, especialmente las de “máxima presión” implementadas por Trump en 2018 y continuadas y ampliadas por la administración Biden. Como muestra un estudio reciente, “Irán ha estado sometido al programa de sanciones más extenso del mundo durante la mayor parte de la última década”. Uno de los efectos secundarios del intento de estrangulamiento económico de Irán a nivel internacional ha sido el desarrollo de lazos económicos y estratégicos más profundos entre Irán y China; Irán tiene importantes implicaciones geoestratégicas de seguridad para China, además de su papel como proveedor clave de recursos energéticos para el expansionista Estado chino.
Desde la guerra de Ucrania, la relación militar entre Rusia e Irán también se ha ampliado: Irán se ha convertido en un importante proveedor de armas para el régimen de Putin y ha sido un firme defensor de una victoria rusa. Esto apuntala las crecientes relaciones entre el bloque tripartito informal formado por China, Rusia e Irán. Aunque no se trata necesariamente de un “bloque imperialista”, como lo describen algunas corrientes de izquierda, esta alianza expresa las ambiciones imperialistas de esas potencias: desde las políticas desarrollistas-imperialistas de China, que pretenden desafiar la hegemonía de Estados Unidos a escala mundial, hasta el “imperialismo militar” de Rusia en su zona de influencia (que se observa de forma más llamativa en Ucrania). Para el imperialismo estadounidense, la retórica del llamado “eje de tiranías” que amenaza al mundo “democrático” oculta la amenaza estratégica que estas potencias suponen para los intereses del hegemón en declive. Particularmente esto se ve en regiones como Oriente Medio, donde China se ha mostrado recientemente como un actor importante, al orquestar la normalización de las relaciones entre los regímenes saudí e iraní, dos de los rivales más importantes de la región.
El campo emergente liderado por China, que pretende desafiar la hegemonía estadounidense, está, en sí mismo, lejos de ser un polo “progresista”, a pesar de su discurso sobre un mundo multipolar pacífico y próspero. Es una alianza que busca ante todo proteger los intereses de las burguesías nacionales y regionales de estas naciones, pero no está exenta de contradicciones e intereses contrapuestos: quizá lo más notable sea que Irán y Rusia compiten como proveedores de petróleo. A pesar de aliarse más estrechamente con las potencias euroasiáticas, Irán sigue estando subordinado en cierta medida a los intereses del capital occidental: las paralizantes sanciones impuestas por los países imperialistas no solo excluyen a Irán de los circuitos del capital occidental, sino que también afectan a su capacidad para hacer negocios con países como China, que se ha retirado de proyectos económicos propuestos en el pasado para evitar posibles sanciones estadounidenses.
Estratégicamente, por tanto, el objetivo del régimen iraní (y de las diferentes alas que dependen de él) es revertir las sanciones impuestas por Occidente, especialmente las sanciones de “máxima presión” impuestas por la administración Trump y continuadas bajo Biden. Dadas estas crecientes tensiones geopolíticas, y las fricciones internas tanto en Estados Unidos como en Irán, la fantasía diplomática de volver a las condiciones del acuerdo nuclear de 2015 se complica. Sin avances importantes en términos de negociaciones, los dos países han protagonizado episodios tácticos de escalada y desescalada (el estrecho de Ormuz, por ejemplo, ha sido escenario de numerosos encuentros tensos) para obtener concesiones por la vía de jugar hasta el límite. Más recientemente, ambos países llegaron a un acuerdo de intercambio de prisioneros que también le devuelve miles de millones de dólares de activos congelados al régimen iraní. Pero debido a la escalada de tensiones provocada por el actual conflicto en Palestina, las autoridades estadounidenses han retrocedido en este acuerdo en el futuro inmediato.
Por supuesto, la clase trabajadora ha tenido que pagar el precio más alto por la grave crisis estructural de Irán, mientras el régimen se repliega para proteger sus propios intereses. En los últimos años, el peso de las sanciones de “máxima presión”, los planes de austeridad respaldados por el FMI y la hiperinflación han provocado un escenario en el que incluso sectores de la base social de la clase trabajadora tradicional del régimen han salido a la calle y se han declarado en huelga en respuesta a la intensificación de las contradicciones de clase: desde trabajadores del petróleo y el acero hasta profesores, conductores de autobús, ferroviarios y trabajadores de plataformas.
Al mismo tiempo, la clase obrera iraní lleva tras de sí el legado de la revolución de 1979, en la que desempeñó un papel decisivo para lograr la caída del brutal régimen de Pahleví instalado por el imperialismo, tras meses de huelga general lanzada por los trabajadores del petróleo que controlaban algunos de los pozos y refinerías más importantes del mundo. Las huelgas de los trabajadores del petróleo también contribuyeron en gran medida al éxito de otros puntos de inflexión históricos, como en 1946, cuando forzaron la nacionalización de la industria hidrocarburífera iraní y la eventual salida de todas las fuerzas coloniales en 1951, antes de la represalia del imperialismo bajo la forma del golpe de Estado orquestado por la CIA.
A partir de 1978, estos trabajadores dirigieron un proceso heterogéneo de autoorganización bajo incipientes consejos obreros que surgieron de los comités de la huelga general. Con el tiempo dirigieron la expropiación de la mayoría de las grandes fábricas industriales de Irán. Los shoras también incorporaron consejos de campesinos y de vecinos, especialmente en las regiones donde se concentran las minorías oprimidas de Irán. Algunas zonas kurdas llegaron incluso a rebelarse abiertamente. Paradójicamente, este proceso se vio sofocado por la consolidación del poder de Jomeini bajo el respaldo encubierto de las potencias imperialistas que temían una revolución obrera en Irán en el contexto de la Guerra Fría. En este escenario, las debilidades subjetivas de la izquierda iraní se volvieron evidentes: fueron incapaces de proponer una alternativa política independiente de las fuerzas burguesas; la mayoría de las veces, promovieron una política de colaboración de clases y populismo político.
La devastadora guerra Irán-Irak, uno de los conflictos más mortíferos del siglo XX, contribuyó a consolidar el régimen reaccionario en Irán después de que Estados Unidos planteara una política de “doble contención”, enviando armas a ambos bandos, con la esperanza simultánea de atar al régimen hostil de Saddam Hussein, y también desestabilizar el proceso revolucionario en Irán. La economía de guerra de los años 80 condujo a un proceso de “estatización” que sentó las bases de una nueva clase dominante en Irán, cuyo poder económico descansa en la gestión de la inmensa riqueza petrolera del país, organizada bajo diversas organizaciones paraestatales llamadas bonyads que actúan como conglomerados empresariales, con fuertes vínculos con las fuerzas militares.
Antes de la revolución, el régimen del sha de Mohammad Reza Pahleví, que llegó al poder tras un golpe de Estado liderado por Estados Unidos, era un pilar clave del dominio estadounidense en Oriente Próximo y fue capaz de construir un ejército fuerte con armamento sofisticado. El régimen del sha sirvió de gendarme del Golfo Pérsico para el imperialismo estadounidense, como demuestra el despliegue de fuerzas iraníes para sofocar la rebelión de Dhofar en Omán, dirigida por marxistas y que duró casi una década. Este mismo aparato represivo permitió al sha asesinar a 3.000 manifestantes en el “Viernes Negro” de 1978: el acontecimiento clave que galvanizó las aspiraciones democráticas de las masas y desencadenó el inicio de la revolución. Irónicamente, las fuerzas de este aparato represivo, ahora en manos del régimen islámico, se ampliaron utilizando la riqueza petrolera del país.
Estos factores contradictorios ayudan a explicar las características de Irán como potencia regional: con una economía relativamente débil, basada principalmente en el petróleo y todavía muy subordinada al capital financiero mundial (como demuestra la reciente solicitud de un préstamo al FMI durante la pandemia), pero con un ejército relativamente fuerte debido a factores históricos. Es importante destacar que Irán pudo reforzar política y militarmente su influencia regional tras los acontecimientos de las guerras aventureras del imperialismo estadounidense en la región. Y, tras la Primavera Árabe, Irán ha consolidado aún más una “esfera de influencia” regional que incluye al gobierno iraquí, el régimen sirio, la milicia Hezbolá en Líbano, Hamás en Palestina y la insurgencia Houthi en Yemen, entre otros. Más allá de estos factores geopolíticos, ¿cómo podemos entender el contenido de clase del Irán contemporáneo?
Desde el inicio del frustrado proceso revolucionario en Irán, las características peculiares del posterior régimen islámico han sido objeto de debate. Por un lado, los analistas poscoloniales del Estado iraní posrevolucionario tienden a teorizar los fenómenos sociales e históricos con referencia a las características “internas” y culturales del régimen. En ese sentido, Foucault (que fue testigo directo de la revolución en Irán), estableció una mirada posmoderna para el naciente régimen iraní al romantizar y jerarquizar su retórica antiimperialista [1]. Al hacerlo, su análisis contribuyó al mito de la existencia de una burguesía nacional progresista, que no solo ignora o resta importancia al carácter de clase y a la naturaleza reaccionaria del régimen, sino que niega el poderoso papel en el proceso de la multicultural clase obrera iraní. Incluso hoy, un pequeño sector de la izquierda se aferra a la idea de que el régimen iraní o el Islam político ofrecen un contrapunto discursivo, o incluso una alternativa progresista, al imperialismo occidental.
Por otro lado, un sector mucho más amplio, influido por el discurso utilizado por el liberalismo occidental, propone una caracterización del régimen iraní como “medieval” o “islamofascista”, sin tener en cuenta los intereses de clase antagónicos que sentaron las bases de la revolución. Esta caracterización reduce a la revolución a un plano generalizado de lucha que pretende enfrentar el “fascismo” a la “democracia”. En efecto, la bronca contra el régimen odioso y reaccionario de Irán se canaliza hacia una perspectiva de conciliación de clases, que confía en una burguesía más “democrática” dentro o fuera de Irán. En cuanto a la propia definición de fascismo, dentro de la tradición marxista, se trata de un movimiento reaccionario que actúa a cuenta del capital imperialista, sin duda más concentrado, para liquidar cualquier posibilidad de una revolución obrera frente a una lucha de clases intensa. No se hace ninguna apología del régimen iraní si reconocemos que no se ajusta a esta caracterización. Los regímenes fascistas propiamente dichos eran notablemente menos democráticos que la República Islámica iraní, carecían de elecciones de cualquier tipo y concentraban el poder político en la figura singular del dictador, del que se pensaba que constituía un gran avance. Esto contrasta con los regímenes bonapartistas, que hacen equilibrios entre alas enfrentadas de la burguesía para aparecer como portavoz del “interés nacional” tanto de los capitalistas como de las masas trabajadoras, y con otros tipos de regímenes reaccionarios.
En cambio, una comprensión marxista del Estado posrevolucionario en Irán está ligada al proceso de desarrollo capitalista en Irán y a los intereses de clase de los capitalistas, que a su vez ayudan a explicar algunas de las características explotadoras y opresivas de Irán como economía capitalista. A saber, el régimen actual es un producto de las crisis internas y externas de los años 80. La derrota de la revolución iraní en sí misma es un factor de la derrota estratégica del ciclo de lucha de clases desde finales de los 60 hasta finales de los 70 en todo el mundo, junto con el agotamiento del ciclo de acumulación capitalista de posguerra, y la devastación de la economía iraní debido a la guerra Irán-Irak. La relación dialéctica entre estos factores internos y externos creó las condiciones objetivas para que un sector de la clase dominante (que acabó consolidándose en el “ala moderada”) considerara la integración en las cadenas de valor mundiales del capital occidental (y, en particular, europeo), el ajuste estructural y el desarrollo orientado al mercado como una estrategia de desarrollo alternativa para generar crecimiento económico.
En este contexto, en junio de 1990, una delegación conjunta del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial visitó Teherán por primera vez, una década después de la revolución. Ese mismo mes, el régimen aprobó el primer Plan Quinquenal de Desarrollo, dando inicio a un proceso desigual de reformas neoliberales bajo los dos gobiernos sucesivos de Akbar Hashemi Rafsanjani (presidente de 1989 a 1997) y Mohammad Jatamí (1997-2005). En 2005, la facción “dura” volvió al poder con Mahmud Ahmadineyad: como antiguo miembro de la Guardia Revolucionaria, Ahmadineyad estaba estrechamente vinculado a las fuerzas represivas del aparato estatal, y se ganó una base popular denunciando a la élite dominante que se enriqueció visiblemente bajo la ofensiva neoliberal.
Con Ahmadineyad, el proceso de neoliberalización pasó a favorecer a la burguesía tradicional y a las fuerzas militares. Debido a la suba de los precios del petróleo, Ahmadineyad pudo incrementar los subsidios a los pobres al tiempo que ampliaba los poderes del aparato represivo. Sin embargo, en 2009 el Movimiento Verde dejó al descubierto una gran fisura: por un lado, la vieja guardia y los defensores tradicionales de la revolución islámica; por otro, la burguesía pro occidental que canalizó las aspiraciones democráticas de los elementos de clase media que salieron a la calle en protesta por la reelección de Ahmadineyad. En el contexto de esta crisis, se reforzaron los rasgos bonapartistas del régimen, demostrados especialmente por el papel de la fuerza paramilitar Basij, utilizada para aplastar el movimiento y ante la creciente radicalización. En 2013 fue electo Hassan Rouhani, un clérigo vinculado a la oposición del Movimiento Verde, con el acuerdo nuclear que contribuyó a diseñar, prometió traer alivio económico a las masas. Sin embargo, bajo Rouhani, la doctrina neoliberal iraní y las condiciones de trabajo altamente explotadoras no hicieron más que intensificarse, especialmente tras el acuerdo nuclear, en un intento de hacer de Irán un entorno atractivo para los inversores extranjeros. Según algunas estimaciones, el 97 por ciento de los trabajadores en Irán tienen contratos temporales, sin prestaciones, derechos legales u organizaciones formales como sindicatos.
Los límites del populismo de izquierda
El sociólogo iraní-estadounidense Asef Bayat es uno de los académicos más prolíficos en el estudio de los movimientos sociales en el mundo musulmán. En su libro Revolución sin revolucionarios, Bayat contrapone la Revolución iraní a los procesos surgidos durante la Primavera Árabe. Muestra el carácter revueltístico de los diversos movimientos de la Primavera Árabe para abordar la naturaleza de los procesos de lucha de clases surgidos desde el final de la Guerra Fría. Llama a estos procesos refoluciones: movilizaciones que, en lugar de proponer una visión alternativa a las instituciones contra las que se alzaban, exigían al Estado que se reformara a sí mismo. El análisis de Bayat compara correctamente estos procesos con revoluciones insurreccionales de características más “clásicas”, como las del siglo XX, en las que revolucionarios “como Lenin o Trotsky disponían de un arsenal intelectual y en su bagaje ideológico incluían un análisis del Estado”, así como organizaciones políticas y programas revolucionarios influidos por movimientos socialistas y antiimperialistas, como explica Bayat [2].
A pesar de tener en consideración a la estrategia marxista revolucionaria, el trabajo de Bayat ataca lo que llama “marxismo reduccionista”, una visión que, para él, limita el análisis de clase a las luchas económicas a expensas de las cuestiones de opresión. Esto es, en muchos sentidos, una reacción a variantes del marxismo, como el estalinismo, que traicionó a los grupos oprimidos al revertir las políticas progresivas instituidas por la revolución bolchevique, pero también una reacción a las ideas planteadas por un sector del ala “Jacobin” de los DSA (Democratic Socialists of America), que promueven una forma de economicismo [3]. Al problematizar el reduccionismo de clase, sin embargo, Bayat cae en otro tipo de reduccionismo, el que reduce la identidad de la clase obrera a la categoría de “la gente común”. Como explica Matías Maiello en su libro De la movilización a la revolución, estas variantes de una especie de populismo de izquierda comparten similitudes con las ideas de pensadores posmarxistas como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Estos teóricos plantean un reduccionismo populista que se adapta a uno de los principales problemas estratégicos a los que se enfrentan los movimientos de lucha de clases, especialmente desde la crisis de 2008: la ausencia de hegemonía de la clase obrera.
Estas ideas surgen de una realidad sociológica: la clase obrera se ha expandido hasta hacerse mucho más heterogénea y fragmentada desde la ofensiva neoliberal. Es decir, la caricatura de una clase obrera compuesta mayoritariamente por trabajadores industriales, que aún parece grabada en nuestra conciencia colectiva, solo da un reflejo limitado de la clase obrera actual. En realidad, la clase trabajadora incluye una variedad de “identidades” diferentes: los de sectores precarios, trabajadores sindicalizados y no sindicalizados, desempleados, mujeres, personas queer, minorías raciales y religiosas, entre otras categorías. En ese sentido, la relación entre la clase trabajadora y los problemas de opresión es en realidad más orgánica y evidente hoy en día, contrariamente a lo que afirman tanto el reduccionismo económico como las articulaciones populistas. Por lo tanto, es crucial desarrollar una perspectiva que tenga en cuenta las demandas de los diversos estratos sociales de las clases subalternas, pero que siga identificando a la clase obrera como la fuerza social más estratégica para la transformación socialista. Solo la clase obrera tiene tanto el interés intrínseco como el poder decisivo para paralizar la sociedad capitalista desde las “posiciones estratégicas” que la mantienen en funcionamiento, desde el transporte hasta las grandes industrias.
Bayat desarrolla aún más su versión de la subjetividad populista que ha caracterizado la estrategia de la mayoría de los procesos sociales contemporáneos, al apropiarse de Gramsci en sus propios términos para postular una concepción de la revolución que implica “librar luchas incesantes dentro de la sociedad civil para construir una hegemonía por un nuevo orden social”. Dicho de otro modo, para Bayat, la clave para desafiar el dominio hegemónico de la clase dominante pasa por el desarrollo orgánico de discursos contrahegemónicos progresistas instalados en los movimientos populares. Esta visión de la hegemonía hace a los movimientos permeables a los intereses de otras clases y cae en las mismas trampas de los discursos “populistas tercermundistas” o “populistas de izquierda” que históricamente han llevado a perspectivas de colaboración de clase, incluida la estrategia “de arriba hacia abajo” que caracterizó a la Revolución iraní y sus secuelas.
Por el contrario, una concepción de hegemonía desde abajo requiere una articulación clara del papel de la clase trabajadora. En su libro Hegemonía y lucha de clases, Juan Dal Maso reconecta la noción de hegemonía de Gramsci con la tradición del marxismo revolucionario, en función de su vinculación con la clase social. Dal Maso recupera así la idea de una hegemonía de la clase trabajadora desde abajo que impulsa una política de unir detrás de ella a los sectores oprimidos. Una hegemonía de este tipo tiene el potencial de desarmar las articulaciones alternativas de proyectos hegemónicos vinculados a la clase dominante y, eventualmente, acaudillar la transformación de la sociedad.
Uno de los ejemplos más avanzados de esta idea se puede encontrar en una experiencia histórica poco conocida de la Revolución Rusa, a partir de los audaces intentos del gobierno bolchevique de vincular las causas de los trabajadores y las minorías oprimidas mediante la formulación de una política hacia las mujeres musulmanas, organizando a “las ‘más oprimidas entre las oprimidas’, aquellas mujeres de las regiones asiáticas que enfrentaban las múltiples cadenas de la opresión patriarcal, la explotación, la dominación del imperialismo y los prejuicios religiosos” [4].
Durante los primeros años de la Revolución Rusa, Clara Zetkin viajó a Tiflís, Georgia, para visitar el club de mujeres musulmanas, fundado por mujeres revolucionarias de la región del Cáucaso. Estos clubes y espacios organizativos tenían como objetivo “impulsar la autoorganización de las mujeres, colaborar con su formación política y promover su participación en la lucha por el socialismo en regiones donde pesaban enormemente los prejuicios patriarcales y religiosos”. Aunque esta orientación no estuvo exenta de contradicciones (y finalmente fue destruida por el estalinismo), por lo menos mostró cómo la clase trabajadora puede ganarse a las masas populares oprimidas como aliadas, y que las tareas democráticas son inseparables del poder obrero y de las medidas socialistas.
Aplicar la lógica de las demandas transicionales
Ya nos referimos a la necesidad del surgimiento de la clase trabajadora iraní como sujeto político hegemónico. Con su fuerza estratégica y su capacidad para unificar políticamente a muchos grupos subalternos a su alrededor, la clase trabajadora podría contribuir a que el levantamiento evolucione hacia una verdadera revolución social. ¿Pero cómo? ¿Con qué método y con qué programa? Las dificultades evidentes para plantear un programa que unifique al movimiento en curso demuestran cuán vital es la tarea para la supervivencia misma del movimiento. Un programa así no solo debe unificar a los trabajadores y a los sectores oprimidos, sino que también debe servir para hacer a un lado a aquellos sectores burgueses y monárquicos que intentan afirmar una posición contrahegemónica mediante demandas políticas acordes a sus fines.
Estos últimos sectores se ven expresados en el pliego conjunto de demandas mínimas publicado en febrero por veinte importantes sindicatos independientes iraníes, grupos feministas y organizaciones estudiantiles que piden “una sociedad nueva, moderna y humana en el país”, desprovisto de contenido de clase y que exige soluciones “desde arriba”, como la normalización de las relaciones exteriores. Estratégicamente, el contenido de este programa implica la lógica de un frente popular con una burguesía más “democrática”, ya sea a través de una estrategia parlamentaria que reforme las instituciones del Estado capitalista en Irán o un cambio de régimen liderado por el imperialismo como plantean algunos expatriados y activistas exiliados.
De manera similar, el programa reciente publicado por una agrupación de seis comités revolucionarios regionales, como la Juventud Revolucionaria de los barrios de Sanandaj, el Comité Revolucionario de Gilan, el Comité Javad Nazari Fatahabadi, el Comité de la Juventud Revolucionaria Roja de Mahabad, el Grupo Jian, el Núcleo de la Juventud Revolucionaria de Zahedan, que se formó durante las recientes oleadas de lucha de clases en Irán, tampoco muestra una estrategia clara que pueda llevarnos de la situación actual hacia un gobierno obrero y socialista. En otras palabras, el problema es qué tareas políticas y organizativas plantean estos objetivos a las masas, en un nivel, y a la vanguardia revolucionaria. Estos compañeros añaden, a “mujer, vida, libertad”, la consigna “pan, trabajo, libertad, administración de consejos”, y reclaman el control obrero y la socialización de la economía. Pero la agitación y el trabajo político de los socialistas dentro del movimiento y de las masas no pueden limitarse a repetir que necesitamos consejos obreros (y populares) y socialismo.
En ese sentido, el aumento de su nivel de conciencia política, hasta el punto de que la mayoría de las masas activas reivindiquen y apoyen la apuesta a un gobierno obrero y socialista, es de hecho nuestro objetivo como comunistas, pero debemos llegar a la política de masas a través de un método de transición y un conjunto de demandas adecuadas que evolucionen en la agitación diaria junto con la radicalización de las propias masas. Esto incluye, en nuestra opinión, no dejar de lado la lucha política por reivindicaciones democrático-radicales, como hace este programa, que puedan encender la conciencia de las masas iraníes y complicarle la vida al régimen.
Necesitamos que una gran parte de las masas populares –no solo aquella parte que ya forma parte de la rebelión– hagan experiencias políticas contra el régimen luchando por reivindicaciones que puedan comprender y sobre las que puedan movilizarse ahora. Esto es algo que solo puede hacerse si de alguna manera ha hecho suyo ese programa por medio de la experiencia y ha creado los organismos de autoorganización y autodefensa capaces de imponerlo.
Como marxistas, afirmamos que el método de transición que fue adoptado por la Internacional Comunista dirigida por Lenin y Trotsky antes de su burocratización, y luego sistematizado por el propio Trotsky en 1938, sigue siendo hoy en día no solo útil, sino necesario para que las revueltas, rebeliones y levantamientos allanen su camino hacia una revolución triunfante. El surgimiento del método transicional, sus demandas y un programa general, ha sido el resultado de la crítica y la superación de la disyuntiva entre las reivindicaciones cotidianas, limitadas, “mínimas” y el objetivo general del movimiento socialista, es decir, una sociedad comunista sin más clases sociales, sin la explotación, la violencia sistémica y la opresión que caracterizan al capitalismo.
El propio Bayat plantea que hay una “desconexión analítica entre los trabajos que tratan sobre fuertes luchas políticas o revolución, y aquellos que versan sobre la vida cotidiana y una política del pueblo” [5]. Pero la tarea de tender un puente entre la conciencia actual de amplias capas de la clase obrera y la lucha por el socialismo no es meramente retórica, sino estratégica, como plantea Matías Maiello en De la movilización a la revolución:
De allí el lugar destacado que ocupan las consignas denominadas “de transición” o “transitorias”, cuya función es tender “un puente al nivel de conciencia de los trabajadores y, después, un puente material para la revolución socialista”. Esta función “doble” es fundamental. Se trata, por así decirlo, de “dos puentes” unidos: uno que refiere al “nivel de conciencia”, y otro, “material”, –de acción y organización– hacia la lucha por el poder [6].
Por lo tanto, el enfoque transicional, más que un “manual de procedimientos o un conjunto de fórmulas”, puede ser una herramienta operativa para la práctica política [7]. En lugar de adaptarse a las ideas y métodos que refuerzan los intereses y la hegemonía de la clase burguesa, un método transicional está destinado a impulsar la conciencia revolucionaria de las masas a medida que se desarrolla la lucha de clases, aumentando la percepción de su propia fuerza, no solo en situaciones revolucionarias. En otras palabras, es el arte de relacionar y unir la política real de las diversas luchas sociales, con la necesidad de una organización independiente, la toma del poder por los trabajadores y la reorganización socialista de la sociedad.
Lo que ha estado y sigue estando en juego durante este primer año de rebelión en Irán es precisamente la posibilidad de vincular las reivindicaciones inmediatas y limitadas con la cuestión de desafiar tanto al capitalismo como al régimen iraní, luchando por un gobierno de la clase obrera y el pueblo y haciendo mucho más concreta la exigencia de libertad y una sociedad sin opresión. Así, un programa de transición tendría como objetivo incluir reivindicaciones mínimas de la clase obrera (como la jornada laboral de ocho horas y aumentos salariales), reivindicaciones democráticas (como los derechos civiles y la plena autodeterminación de los pueblos y minorías oprimidos hasta las democrático-estructurales que, en los países oprimidos, tienen que ver principalmente con la opresión imperialista), reivindicaciones que van más allá del capitalismo en el sentido del socialismo (como la abolición del secreto comercial, el control obrero de la industria y la nacionalización de la banca, así como el gobierno obrero y campesino), y reivindicaciones organizativas para que la lucha triunfe al nivel político y militar de la lucha contra el capitalismo (como los piquetes de autodefensa, la creación de una milicia obrera y los consejos obreros o soviets).
La necesidad de un partido revolucionario
Como hemos escrito anteriormente, Irán tiene una rica historia de autoorganización en particular, y el resurgimiento de consejos de obreros, de consejos estudiantiles y vecinales es un aspecto progresivo de las recientes oleadas de lucha de clases. Aunque se han abierto algunos debates entre la izquierda iraní en torno a la cuestión de un partido revolucionario, el problema de la organización revolucionaria tiene diferentes significados e implicancias para diversos sectores de la izquierda, llegando algunos a rechazar la idea de cualquier tipo de “dirección”, al percibirla como sinónimo de dictadura, algo que proviene del rechazo al jomeinismo y a la influencia burocrática del estalinismo.
Como respuesta, en Irán se expresan diversas variantes del autonomismo. El obrerismo autonomista, vinculado al movimiento contemporáneo de los consejos en Irán, hace hincapié en los sindicatos o consejos de trabajadores como algo opuesto a la organización partidaria. El movimientismo autonomista, profundamente influido por las ideas posmodernas, rechaza la idea de un partido por considerarla como algo que va en desmedro de la individualidad, planteando la necesidad de movimientos en vez de partido. La forma en que Bayat considera la “resistencia cotidiana” refleja esta concepción de la resistencia colectiva como resistencia particular de individuos no organizados. Por último, otro sector, influido por la tradición anarquista, jerarquiza las cuestiones de organización por encima de las políticas y resta importancia a estas últimas en favor de una organización horizontalista como la principal forma de salvaguardar al movimiento contra la cooptación y la institucionalización.
Ante el riesgo de desviación burguesa de los procesos de lucha de clases, tanto a nivel organizativo como político, subrayamos de nuevo la reivindicación de una estrategia soviética que dependa de los consejos y formas de autoorganización de las masas que aglutinen a todos los sectores en lucha “mediante la dirección de los soviets sobre la base de la más amplia democracia”, así como la intervención política de un partido revolucionario que sea capaz de construir fracciones revolucionarias y ganarse el apoyo de las masas articulando una política consecuente de independencia de clase, un programa socialista vinculado a una pluralidad de luchas y reivindicaciones, y una estrategia clara basada en el poder estratégico de los trabajadores.
Esto significa que, lejos de dejar abierta la cuestión de la dirección política, la fuerza subjetiva de los partidos revolucionarios que puedan sacar provecho de las luchas que se avecinan y evitar que la energía desplegada por las masas se disipe en torno a variantes reformistas o caiga en la impotencia ante los golpes de la reacción, es una cuestión decisiva, como demostró la revolución de 1979. Los trabajadores iraníes han tenido la fuerza y la fortuna como para construir un núcleo de coordinación en algunas ciudades en los últimos años, pero una coordinación de consejos no es suficiente para ganar el apoyo de las masas contra los embates de las fuerzas de la burguesía.
Por lo tanto, es imperativo ahora más que nunca, frente a la radicalización política de las masas, desde los pensionados hasta los estudiantes de las escuelas primarias, y en medio de una situación convulsa en Irán y en todo el mundo en el contexto de una era reactivada de crisis, guerras y revoluciones, luchar por la tarea de construir un partido de la clase obrera que luche por el socialismo, con una clase obrera que en Irán es multicultural y que está atravesada por la opresión patriarcal, el imperialismo, la catástrofe ambiental y la subordinación económica. Luego del movimiento de solidaridad por parte de la diáspora lanzado el año pasado, marcado por la formación de agrupaciones internacionales como Feminists 4 Jina, se necesita una perspectiva regional e internacional para promover los debates y las diferencias en torno a cuestiones de estrategia y programa, con la esperanza de ir más allá de las situaciones intermedias como las revueltas, hacia una revolución permanente basada en una lucha independiente y continua de la clase obrera hasta lograr una transformación socialista tanto en Irán como allende las fronteras.
Traducción: Guillermo Iturbide
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