Cada película se relaciona con su tiempo al menos en un doble sentido, el de la historia que cuenta y el de su realización. La brasileña Aún estoy aquí, del director Walter Salles, basada en el libro de memorias del escritor Marcelo Rubens Paiva, atrapada entre lo íntimo y testimonial vuelve sobre los años de plomo en Brasil, reafirmando el potencial del cine para debatir las dictaduras en Sudamérica y entender mejor el presente.
Aún estoy aquí recrea la historia de la familia de Eunice Paiva, esposa de Rubens Paiva, ingeniero y ex diputado del Partido Laborista Brasileño (PTB), secuestrado en las instalaciones del Destacamento de Operaciones de Informaciones en Tijuca, Río de Janeiro, en enero de 1971 en pleno auge del milagro económico y de la represión del gobierno de Médici. La saga inicial cuenta los gestos y pormenores, los encuentros entre colegas, amigos y la rutina cotidiana, de puertas abiertas, del verano carioca de la familia de los Paiva alterada violentamente por la irrupción de las razzias militares, el ruido panóptico de los helicópteros y la politización de sus vidas de un modo nunca imaginado.
“Es extraño sentirse aliviada por un certificado de defunción”, declara Eunice en una improvisada rueda de prensa. En su voz se puede escuchar la de otras mujeres, como la de Clarisse Herzog de las primeras en enfrentar el silencio de la dictadura sobre el asesinato de su esposo y periodista Vladimir Herzog denunciando (“Mataram o Vlado”) la farsa oficial de su suicidio. Tal vez los efectos del movimiento de familiares, abogados y activistas por conocer la verdad y el paradero de los muertos, secuestrados o desaparecidos sea una de las marcas más duraderas de las dictaduras en Sudamérica.
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Pasaron más de cincuenta años del golpe y los logros de este persistente movimiento democrático son aún elementales y fragmentados. La imagen que los militares brasileños construyeron de su legado a la salida de la dictadura se distanció años luz del que emergió con fuerza del genocidio en nuestro país después de Malvinas. Hay múltiples factores en juego para entender las raíces de estas diferencias, de las cuales al menos tres nos atrevemos a definir son de primer orden.
Para empezar, el golpe militar de 1964 tuvo un carácter preventivo no sólo pensando en la radicalización del proceso de clase de los setenta argentino, sino también ante la sombra amenazante que proyectaba en el continente, a los ojos de EE. UU., la revolución cubana. Construida desde los años ‘20 la identidad de las Fuerzas Armadas brasileñas estuvo asociada a la unidad de la nación, en esa gran tradición que descansa en el mito de la batalla de Guararapes, y casi como una religión, a una ideología anticomunista institucionalizada desde el derrotado levantamiento militar de 1935 liderado por Prestes, alineado ya con el PCB.
Resistiendo todo tipo de revisionismo, las currículas de las escuelas militares del país siguen adoctrinando sobre la conjura roja del gobierno frente populista de João Goulart, respaldado por el PCB cuyo modelo de “revolución por etapas” incluía la ilusión “izquierdista” de un sector dirigente de la burguesía nacional. En pleno proceso de transición de los años ochenta, podía escucharse al Ministro del Ejército, el general Leônidas Pires Gonçalves, celebrar la llamada “redentora” Revolución de 1964.
En segundo lugar construyeron durante 21 años la utopía de un “militarismo progresista” que había logrado, a diferencia de otras dictaduras latinoamericanas parteras del neoliberalismo, un desarrollismo “exitoso” que pasó a la historia como el “milagro económico” brasileño, cuya fórmula concentró altas dosis de dependencia y endeudamiento externo del país, la pérdida de derechos laborales y una fuerte caída del salario, en contraste a la acelerada concentración de renta y niveles elevados de crecimiento del PBI entre 1968 y 1973.
Por último, la transición iniciada a partir de 1974 sorteó la amenaza del ascenso obrero y popular oriundo de las grandes automotrices del ABC paulista, no solo de forma represiva sino de una manera negociada: el punto de inflexión de su derrota en 1980 provino “de su interior”, de la dirección del conflicto que evitó la radicalización del proceso. Por este camino, el afianzamiento del movimiento democrático ligado a la agenda de derechos humanos y el cuestionamiento social a la dictadura que abría la posibilidad de su derrocamiento se mantuvo por carriles paralelos, encaminados hacia la institucionalidad sin alterar el contenido sustantivo de la transición “pactada, lenta, gradual y segura”.
Las Fuerzas Armadas lejos de “volver a los cuarteles” mantuvieron a la sombra su poder de intervención política para dirigir la restauración “democrática”. Los dispositivos que garantizaron la “captura” de la transición para los objetivos de las Fuerzas Armadas, como ha planteado el historiador brasileño Carlos Teixeira en Os militares e a crise brasileira, fueron centralmente dos. El primero, la Ley de Amnistía que les aseguró impunidad de forma inmediata, excluyendo a los condenados por los llamados “crímenes de sangre” (“terrorismo, asalto, secuestro y atentado personal”) limitando el movimiento que peleó por la amnistía amplia, general e irrestricta. Iniciado como ocurrió en nuestro país por mujeres, involucrando luego abogados, activistas y familiares de presos, muertos y desaparecidos. La Ley sigue siendo hasta hoy la excusa jurídica para que ningún represor sea juzgado. Sí, ninguno, como resume el final de la película.
El segundo, la campaña por las “Directas ya!” de 1984. Si en un primer momento este mecanismo electoral podía funcionar como parte de la transición conservadora, la dinámica que adquirieron las movilizaciones multitudinarias por elecciones libres y directas abrieron un alerta. Obligados a reducir las conjeturas sobre el futuro de este movimiento, los militares junto a la oposición burguesa revalidaron el pacto conservador, manteniendo la elección indirecta del Colegio electoral, evitando un triunfo de la movilización popular que revitalizara las demandas sociales y económicas que desde 1983 habían tomado la forma de reclamos, estallidos y saqueos. Siguiendo esta lógica, Teixeira traza otra idea interesante, la llamada “Nueva República” de 1985 nace con un “acto interpretativo” que legitima a los militares como intérpretes últimos de las leyes fundantes de la República burguesa. El general y Ministro del Ejército Leônidas Pires Gonçalves, siempre Leônidas, figura central de las Fuerzas Armadas en la época, lee a su manera la Constitución resolviendo que a la muerte de Tancredo Neves (electo por el Colegio electoral) correspondía a su vice, José Sarney líder de la Alianza Renovadora Nacional (Arena) el partido oficial de la dictadura, tomar su lugar considerado de hecho una autoridad mayor que Ulysses Guimarães, presidente de la Cámara legislativa y línea de sucesión en la pose presidencial.
No fue el final de las Fuerzas Armadas como actores políticos. Si no fuera suficiente lograron redimirse con el respaldo de las grandes oligarquías políticas en la Constitución de 1988. El artículo 142, cuya redacción final asumió el futuro presidente Fernando Henrique Cardoso, mantuvo la estructura represiva y legitimó su actuación en la seguridad pública del país como garantes de la ley y el orden burgués. Nacía la Nueva República “tutelada”.
Impunidad pactada
La movilización de familiares y de los Comités por la Amnistía no se detuvo y junto a la conflictividad social no desaparecen a lo largo de los años ochenta y siguientes, reclamando el desmantelamiento del aparato represivo, el fin de las leyes opresivas de la sociedad brasileña y la responsabilidad de todos los involucrados en los crímenes cometidos por la represión política. No alcanzó, sin embargo, a poner en peligro el pacto de impunidad que hasta hoy sostienen como política de Estado los partidos del régimen.
El neoliberalismo brasileño apostó a ganar la partida de los derechos humanos por la vía de la reconciliación nacional, optando por la institucionalización de los reclamos democráticos a través de políticas de reparación a las víctimas y la creación de comisiones de verdad, asentando la lógica de presión sobre el palacio. El Estado asumió la culpabilidad de los crímenes evitando toda responsabilidad individual y concreta, y sin obligación de abrir los archivos o localizar los cuerpos. Así lo declaraba Cardoso, “Hoy como jefe de Estado y de gobierno, electo por el pueblo y como comandante supremo de las FF.AA., me cabe asumir por el Estado, la responsabilidad por las transgresiones cometidas” ante Eunice Paiva, reconocida ahora como viuda del diputado federal asesinado, hasta 1996 era un “desaparecido”, cuyo cuerpo como expone la película jamás fue encontrado. En una versión aggiornada de la teoría de los dos demonios, del “mal necesario”, Cardoso acusaba a “los fundamentalistas [extremistas] que en lugar de reconocer las diferencias y buscar convergencias, insisten en polarizar, en posiciones maniqueas y vieron en aquellos con los que discrepaban un enemigo a ser eliminado”. El abrazo con el Jefe de la Casa Militar, el general Alberto Cardoso, y Eunice Paiva, que no aparece en el film, fue utilizado como un ícono hacia la reconciliación pregonando “dar vuelta la página”, un significante oficializado para enraizar el olvido.
Para el periodista brasileño Fabio Victor en Poder Camuflado, ninguna de estas medidas de reconciliación debilitaron la sinergia de Cardoso con las Fuerzas Armadas, traducida en operaciones estratégicas a lo largo de sus dos presidencias. En el país en el que la herencia esclavista y el latifundio tienen raíces coloniales, las Fuerzas Armadas colaboraron con los paramilitares para impedir y desalojar las ocupaciones del movimiento de trabajadores rurales sin tierra. Cardoso no dudó tampoco en enviar tropas del Ejército a cuatro refinerías de Petrobras en 1995 para derrotar la huelga de los petroleros, que fue el inicio del fin del monopolio estatal sobre la empresa y el primer trofeo del capital extranjero y nacional en el menú de las privatizaciones.
Las presidencias de Lula (2002-2010) se erigieron sobre el ideario de “unión nacional”. El pronunciamiento oficial ante el Congreso Nacional en su primer gobierno lo dejaba claro: “el empresariado, los partidos políticos, las Fuerzas Armadas y los trabajadores están unidos. Los hombres, las mujeres, los mayores, los más jóvenes, están hermanados en un mismo propósito de contribuir a que el país cumpla su destino histórico de prosperidad y justicia”. Mantuvo el paradigma de la reconciliación legado por Cardoso, al que sumó el estilo lulista de conciliación permanente: recomposición salarial, presupuestaria y proyección internacional de las FF.AA., en sintonía con la imagen de liderazgo global que buscaba para su gestión. Avalando la participación militar de Brasil en Haití por casi 13 años, más de 35 mil hombres y como señalan distintos investigadores el mayor desplazamiento de tropas al exterior desde la II Guerra Mundial, se convirtió en una fuerza de ocupación en auxilio del imperialismo norteamericano cuando su injerencia directa en la isla era insostenible. Al final las FF. AA. usaron este aval para el manejo de conflictos y estallidos sociales urbanos, en operaciones de seguridad pública con absoluta impunidad, como las protestas contra la reforma laboral en Brasilia o la intervención federal militar en Río de Janeiro en 2018. En el balance del gobierno golpista de Temer (2016-2018), las FF. AA. fueron dadoras claves de gobernabilidad.
La política lulista de acercamiento a los militares tuvo su reverso. El pacto entre el gobierno petista y los militares cedió la creación de la Comisión Nacional de la Verdad en 2011, con el objetivo excluyente de “examinar y esclarecer las graves violaciones de derechos humanos practicadas (...) a fin de efectivizar el derecho a la memoria y a la verdad histórica y promover la reconciliación nacional”. Léase, no a la justicia. Se identificaron 434 personas asesinadas o desaparecidas como crímenes cometidos por los militares y a la tortura como práctica de Estado durante el período 1964-1988. Recuento simbólico sometido a la prohibición de que cada uno de los hechos informados fuera utilizado por el Estado para castigar a los responsables por sus crímenes y fundamental, sirvieran para dar pasos efectivos contra la impunidad.
Al cumplirse 60 años del golpe Lula afirmaba que la dictadura “era ya parte de la historia”, asunto del pasado, negando su herencia presente en el país. Para Thiago Flamé, periodista de Esquerda Diario, se trataría del punto culminante de lo que podría entenderse como una segunda amnistía, “si la primera perdonó los crímenes del golpe militar de 1964, la segunda vino a imponer un doble olvido”.
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Basada en el libro del escritor Marcelo Rubens Paiva, la historia de Aún estoy aquí se encuadra en el campo de las llamadas “memorias de la política”, por la que los protagonistas de un período construyen el recuerdo de ese pasado político, valiosos como testimonios pero insuficientes como memoria de una época y de las luchas sociales que no son ajenas y le dan sentido.
Atrapada entre lo íntimo y testimonial la película dirigida por el brasileño Walter Salles (Estación central, 1998 y Diarios de motocicleta, 2004, entre otras) vuelve sobre los años de plomo brasileños, reafirmando el potencial del cine para debatir las dictaduras latinoamericanas y entender mejor el presente. Aunque el film se estrena en un escenario en el que el bolsonarismo no pasó en vano y el prestigio de los militares ya no es el mismo, recientemente acusados por el intento golpista de enero de 2023, la herencia represiva y la reivindicación de la violencia estatal no ha desaparecido, se ha profundizado legitimando la actuación de las policías militares comandadas por las fuerzas armadas y la violencia en los barrios populares. Las cuentas con el pasado tampoco están saldadas. Más allá de la oportunidad política de su estreno o la poética de representación elegida por el reconocido director brasileño, la explicación de su enorme éxito pueda encontrarse, como escribe Diana Assunção, el hacer audible en todo el país, la persistencia de una lucha, el grito oculto y silenciado contra la dictadura militar brasileña y la memoria del olvido.
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