La masacre de Tlatelolco, la guerra sucia iniciada en la década de 1960, la masacre de Iguala y la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa son heridas abiertas. Sus responsables quedaron impunes y el bonapartismo del Estado mexicano tejió sus hilos hasta el presente, sin castigo para los responsables.
Lunes 2 de octubre de 2023 21:02
Tras las promesas de López Obrador durante su campaña de resolver el caso de Ayotzinapa, cinco años después éstas se hicieron trizas como un cristal resquebrajado por las vibraciones del tiempo. Durante su gobierno, se creó la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia (COVAJ) del Caso Ayotzinapa y ahora, ante la mirada incrédula de los familiares de los normalistas desaparecidos y de un sector de las personas que depositaron su confianza en López Obrador, estamos en los preludios de una nueva “verdad histórica”, que pareciera sustentarse en la misma tesis que la verdad histórica priísta: hay que exonerar a las fuerzas armadas.
Una ″verdad″ cuya principal hipótesis postula como responsable primario de la masacre y de las desapariciones forzadas al cártel Guerreros Unidos, mientras el ex presidente Peña Nieto, Ángel Aguirre, el ex gobernador de Guerrero cuando se dio la noche de Iguala o Salvador Cienfuegos, ex titular de la Secretaría de Defensa Nacional, permanecen en total impunidad.
Y más allá del encubrimiento de los principales políticos con responsabilidad en la desaparición forzada, lo que resulta más controvertido es que durante toda su administración, López Obrador -quien ha canalizado por la vía institucional el descontento que se expresó en amplias movilizaciones que entonaron “Fue el Estado, Fue el Ejército” por todo el país en 2014- busca relegitimar al Ejército, una institución con una larga tradición de represión, desapariciones forzadas, torturas y ejecuciones.
El actual gobierno, que se incluye entre las experiencias de los nuevos “progresismos” latinoamericanos, a partir de apropiarse de la demanda popular de justicia para Ayotzinapa, cuyos ecos permanecieron en el aire años después de que el amplio movimiento democrático que estalló ante el horror de la masacre de Iguala llenó las calles, activó distintos mecanismos para garantizar la recomposición del poder estatal de la hegemonía burguesa desde arriba.
Uno de estos fue Ayotzinapa. Abrió el diálogo con los familiares de los normalistas, giró órdenes para que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) pudiera avanzar y profundizar en sus investigaciones que han develado la participación del Estado en la desaparición de los 43 estudiantes, hasta que las investigaciones llegaron a las puertas del Batallón de Iguala. Hizo del caso -de los más emblemáticos de violaciones a los derechos humanos en el México contemporáneo- una de las banderas de su gobierno.
Pero dedicó su esfuerzo también a recomponer la imagen del Ejército, una de las instituciones cuestionadas en el movimiento de 2014. Lo hizo a través de la conjugación de un discurso que pretende presentar a los uniformados como herederos de la Revolución Mexicana, llamándolo “pueblo uniformado”, mientras le asignaba tareas del orden civil, como las de seguridad pública, la administración de puertos, aeropuertos, megaproyectos como el Tren Maya y la distribución de las vacunas durante la pandemia de covid-19. Una operación política que se encuadra en una ampliación del Estado Integral, el concepto gramsciano que se refiere a la relación dialéctica entre la sociedad política (el Estado) y la sociedad civil, en la cual sectores de ambas partes ejercen funciones de represión y de consenso para recrear la hegemonía de la clase dominante.
Durante todo su gobierno, López Obrador ha buscado transformar la imagen del Ejército, golpeada desde 1968 hasta 2014, en la de una institución confiable y responsable para apoyar las tareas de gobierno sacándola de los cuarteles ─mostrando que su promesa de campaña era un engaño con fines electorales, para premiarlos con el control de operaciones estatales que se caracterizan por manejar enormes cantidades del erario.
Apuntes sobre la impunidad castrense
El Ejército mexicano es un ejército profesional. Si acaso tienen un vínculo con otros destacamentos armados de nuestra historia puede ser con el Ejército Constitucionalista, asesino cobarde de Emiliano Zapata, piedra angular en la construcción del régimen bonapartista que se fue consolidando en los años posteriores a la Revolución mexicana, que integró de forma parcial y limitada demandas obreras, campesinas y populares, y así ganó base social [1]. Quienes se enrolan en sus filas lo hacen por un sueldo bastante superior a lo que percibe una trabajadora o un trabajador, quienes ponen en movimiento la economía. La función que cumplen es preservar la “paz social” tan cara a los ojos de los grandes capitales internacionales y nacionales. Pero en el marco de la fragilidad de los regímenes democráticos burgueses cada vez se pudre más. Al igual que en muchos países del patio trasero latinoamericano, los gobernantes les encargan la represión de los inconformes.
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Ayotzinapa reveló los estrechos vínculos de las fuerzas represivas del Estado mexicano con el llamado crimen organizado, nacido del riñón del Ejército, como lo muestra el caso de Los Zetas, cártel creado por ex militares. Y esa verdad es la que el gobierno pretende eclipsar al tiempo que defiende que con la detención de un puñado de oficiales ─sujetos a proceso militar, lo que conlleva la promesa de exoneración en cuanto las cosas se enfríen─ el caso “se resuelve” y avala que la institución castrense oculte información sobre el destino de los jóvenes normalistas.
Pero la historia de la lucha de clases en México rasga el velo de impunidad que pretende mantener López Obrador sobre el Ejército. Y trae el recuerdo funesto de la masacre de Tlatelolco y de la Guerra Sucia, ejecutadas por las fuerzas represivas en un país donde no hubo golpes de Estado y dictaduras militares en la década de 1970 como sí sucedió en distintos países latinoamericanos.
Casi una década después de la dura derrota del movimiento ferrocarrilero de 1958-1959, cuyos principales dirigentes obreros languidecían en Lecumberri luego de la confiscación militar del sistema ferroviario, los ecos profundos de la Revolución cubana de 1959 encontraron voces jóvenes en la tierra de Villa y Zapata. Para 1968, llegó a su fin el ciclo económico -el modelo del desarrollo estabilizador- que hizo posible cierta movilidad social de sectores de la clase media. El campo mexicano enfrentaba una fuerte crisis. El férreo puño del PRI de esos años -la mano dura de la “revolución hecha gobierno” del estado posrevolucionario- golpeaba a todo indicio de oposición. La democracia de los ricos era asfixiante en esas condiciones.
Y en ese escenario donde elevar la voz era riesgoso, los jóvenes se hartaron y con el ejemplo del Mayo Francés como una bocanada de aire fresco para construir un nuevo imaginario, irrumpió el movimiento estudiantil y popular de 1968.
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La represión desplegada por soldados y policías contra estudiantes, profesores y trabajadores de la educación al final de un pleito entre estudiantes el 23 de julio de 1968 y luego otro episodio represivo durante la movilización convocada por estudiantes politécnicos para repudiar los hechos de ese día, durante una nueva marcha y en apoyo a la Revolución Cubana el día 26 de ese mismo mes, fueron los detonantes para el movimiento de 1968.
Y los indómitos jóvenes enfrentaban la represión y así se sacudieron todo rastro de resignación y conformismo ante el Estado posrevolucionario. Como escribió Arturo Anguiano:
«El movimiento estudiantil de 1968 será el anunciador de la decadencia del régimen político y del advenimiento de una sociedad en profunda y acelerada mutación. Sus reivindicaciones de legalidad, justicia y libertad; sus prácticas democráticas intuitivas; el despliegue de su creatividad y sus capacidades comunicativas; su autonomía; su arrojo, su acelerada politización politizante, atacarán como un ácido corrosivo la lógica despótica del poder presidencial.» [2]
En la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco, el gobierno de Díaz Ordaz derrotó al movimiento del 68 con un operativo lanzado contra las 6 mil personas participantes de un mitin. Fue un crimen de Estado para aplastar a quienes cuestionaban al Estado mexicano y el régimen de “la revolución hecha gobierno”. Dos mil personas fueron detenidas, entre ellas activistas estudiantiles y dirigentes del Consejo Nacional de Huelga (CNH). Esa institución a la que López Obrador tanto defiende es la que llevó a cabo simulaciones de ejecuciones, torturas, asesinato, fabricación de cargo, hostigamiento a las familias de los activistas.
Fueron la indignación y la imposibilidad del más mínimo resquicio democrático en esos años lo que llevó a varios de los sobrevivientes a nutrir el movimiento armado urbano, y la respuesta gubernamental fue el despliegue de la Guerra Sucia, llevada a cabo por las fuerzas represivas -que habían recibido entrenamiento del Ejército estadounidense en plena Operación Cóndor para Latinoamérica. Mientras el gobierno de Echeverría aparecía internacionalmente con un perfil progresista y al frente del Movimiento de Países No Alineados, al interior, activistas sindicales y campesinos, así como militantes del Movimiento de Acción Revolucionaria, del Frente Urbano Zapatista, de la Liga Comunista 23 de septiembre, de la Liga Espartaco, de la Liga Leninista Espartaco, entre otros, fueron atacados por el poder estatal con espionaje, detenciones, torturas, ejecuciones, desapariciones forzadas, vuelos de la muerte y una larga lista de horrores para acallar la protesta social que se mantienen en la impunidad hasta el día de hoy.
Laura Castellanos, periodista que investigó el periodo de la Guerra Sucia, señala:
«Hacia afuera, el gesto fraterno. Dentro del país, centenares de mujeres y hombres han sido encarcelados o desaparecidos en prisiones clandestinas acusados de acciones subversivas. La mayoría eran campesinos guerrerenses, pero otra buena parte había surgido de las filas de los estudiantes urbanos, ex militantes de la Juventud comunista o cristianos radicales que habían tomado las armas luego de atestiguar la violencia oficial de 1968 y 1971 en la capital mexicana, o de la represión de los conflictos estudiantiles de Michoacán, Jalisco, Chihuahua, Oaxaca, Puebla, Nuevo León, Sonora y Sinaloa. En 1975, sin excepción, han sido golpeados todos los grupos armados que han hecho su aparición y otros han sido aplastados definitivamente. El control de casi la totalidad de los medios de comunicación impide que la opinión pública nacional e internacional conozca en su momento este sangriento capítulo que trascenderá a la historia como “guerra sucia.» [3]
Más allá de una investigación realizada a modo de pantomima democratista durante el sexenio de Vicente Fox sin ninguna consecuencia, ex presidentes y altos funcionarios responsables civiles y militares responsables de la Guerra Sucia permanecieron en la impunidad. Luis Echeverría, uno de ellos, murió en su casa, en 2022, a los 100 años.
En la actualidad, el caso Ayozinapa parece encaminarse a un destino parecido. Peña Nieto -calificado por López Obrador como “un gran demócrata”-, responsable de la represión de 2006 en San Salvador Atenco y también de la masacre de Iguala y de la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa, permanece en un exilio idílico en Europa, rodeado de lujos. Salvador Cienfuegos, secretario de Defensa Nacional durante su gobierno, fue rescatado por López Obrador de manos del poder judicial estadounidense acusado de vínculos con el crimen organizado.
Para un presidente que sostiene en el discurso la defensa de los derechos humanos es una flagrante contradicción que proteja a las fuerzas represivas -que no solo no son “impolutas” como pretende López Obrador- sino que son responsables de crímenes de lesa humanidad y a lo largo de los años se han confirmado sus vínculos con distintos sectores del crimen organizado, el cual lo ha utilizado como mensajero ante las altas esferas del poder.
La sistemática operación para recomponer la imagen del ejército es un recurso del gobierno, aliado del poder castrense, para dar continuidad al despliegue de la militarización en todo México, con el fin de garantizar y allanar un nuevo salto en la subordinación del país al imperialismo estadounidense y la entrega de sus bienes naturales -una vez desplazadas las poblaciones originarias- a los grandes capitales y concluir los encargos que sus antecesores del PRI y del PAN no pudieron lograr.
Fuentes consultadas
Anguiano, Arturo. Resistir la pesadilla. La izquierda en México entre dos siglos 1958-2018, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, Ciudad de México, 2019.
Archivos de la Represión – Memoria y Verdad, consultado el 30 de septiembre de 2023.
Carr, Barry. La izquierda mexicana a lo largo del siglo XX, Ediciones Era, Ciudad de México, 1996.
Castellanos, Laura. México armado (1943-1981), Ediciones Era, Ciudad de México, 2015.
Dalmaso, Juan. El marxismo de Gramsci, Ediciones IPS, Buenos Aires, 2016.
Pineda, César Enrique. “La razón y el presidente. 4T: cinco años de gobierno”, revista Común, 1 de septiembre de 2023.
[1] Pablo Oprinari. “Los senderos de la revolución” en México en llamas (1910-1917). Interpretaciones marxistas de la revolución, Armas de la crítica, Ciudad de México, 2010.
[2] Arturo Anguiano. Resistir la pesadilla. La izquierda en México entre dos siglos 1958-2018, Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, Ciudad de México, 2019.
[3] Laura Castellanos. México armado (1943-1981), Era, Ciudad de México, 2015, p. 167.