En diciembre de 2001, después que el presidente De La Rúa huyó en helicóptero de la Casa Rosada, dejando un tendal de manifestantes asesinados por la policía en pleno centro de la Ciudad de Buenos Aires y también en otros puntos del país, los barrios se inundaron de asambleas vecinales. No vamos a analizar esa experiencia política que dio mucho que hablar a las ciencias sociales. Queremos detenernos solo en ese fenómeno singular de transformación de la subjetividad que ocurre en los espacios colectivos.
Andrea D’Atri @andreadatri
Lunes 8 de enero 13:07
Imagen: Cacerolazo del 26 de enero de 2002 en Plaza de Mayo.
Cuando la doctrina ultraliberal del "sálvese quien pueda" se instala como ideología de Estado, con una sociedad previamente fragmentada -mucho más por un modelo de precarización del empleo y de la vida en beneficio de los dueños del poder económico, que por la famosa "grieta"-, es bueno recordar que si los de abajo nos movemos, somos capaces también de cuestionar, doblegar y vencer esos sentidos comunes que parecen haberse instalado para siempre. [1]
¡Ooooooh, que se vayan todos, que no quede ni uno solo!
Era diciembre de 2001, faltaba poco para las fiestas y no sabíamos ni siquiera quién era el presidente de Argentina, cuando vecinas y vecinos de la Ciudad de Buenos Aires y otras localidades empezábamos a juntarnos en improvisadas asambleas. En ese tiempo, vivía a pocos metros del Riachuelo que divide a la capital de la zona sur del Gran Buenos Aires. Nos juntábamos en una de las esquinas de la céntrica Plaza Alsina de Avellaneda, donde con el transcurso de las semanas, hubo 7 asambleas más en diferentes barrios. Caminando, cruzábamos el Puente Pueyrredón que conecta el sur del conurbano, atravesando el río y que, varios meses más tarde fue el escenario del asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, de los movimientos de trabajadores desocupados. Desde allí seguíamos a pie hasta la Plaza de Mayo, varias veces. Fueron algunas semanas en las que la represión comandada por el presidente Rodríguez Saa, que duró 6 días en el cargo, o la que ordenó el presidente Eduardo Duhalde en enero de 2002, nos dispersaba antes de volver a nuestros barrios bajo el calor sofocante de un verano sin vacaciones.
Las asambleas barriales llegaron a ser más de 300 en todo el país, pero un tercio se reunían en la capital, con 50, 100 y hasta 300 personas. ¿Cuál fue la primera? ¿Y quién dio el primer paso para convocar la de nuestro barrio? No lo sabíamos. Las asambleas brotaron espontáneamente, después de las movilizaciones del 19 y 20 de diciembre, reconstruyendo los lazos sociales que por medio del terror de la dictadura militar y luego el terror económico del neoliberalismo, se habían hecho polvo.
Estas reuniones autoconvocadas surgieron allí donde se hicieron trizas los partidos políticos tradicionales y donde los sindicatos no supieron ni quisieron cobijar a los desplazados por el capitalismo feroz. Las asambleas eran el lugar donde se debatía y se tomaban decisiones democráticamente, sin hacer distinciones entre ocupados, trabajadores irregulares, desocupados, amas de casa, profesionales, pequeños comerciantes y estudiantes. Porque, al fin y al cabo, bajo los cielos abiertos de las plazas de nuestros vecindarios, era más fácil unir lo que estaba fragmentado.
Las asambleas brotaron espontáneamente, después de las movilizaciones del 19 y 20 de diciembre, reconstruyendo los lazos sociales que por medio del terror de la dictadura militar y luego el terror económico del neoliberalismo, se habían hecho polvo.
Todo está guardado en la memoria
Pero como nada surge de la nada, también puede decirse que las asambleas autoconvocadas de los barrios fueron la adaptación urbana de las asambleas que, en los piquetes de las rutas patagónicas o del noroeste o del conurbano, se transformaron en el lugar de la toma de decisiones colectiva de quienes habían sido recientemente despedidos y reclamaban trabajo.
Las asambleas de los fogoneros y piqueteros, desde mediados de los ’90, habían sido el órgano resolutivo democrático de las medidas de lucha, el lugar donde se preparaba la resistencia a la represión de la gendarmería y la policía y, también, donde se garantizaba la comida, el abrigo y la solidaridad comunitaria. Los desocupados lo habían aprendido como obreros, cuando la única herramienta para garantizar la efectividad de las huelgas y una mayor participación y compromiso de todos, era la asamblea de base.
Junto con los movimientos de trabajadores desocupados y las fábricas abandonadas por las patronales y puestas a funcionar por sus trabajadoras y trabajadores, las asambleas barriales constituyeron los actores políticos distintivos de aquella crisis que estalló en diciembre de 2001.
La imaginación al poder
Ana María Fernández, que investigó sobre los procesos y dinámicas sociales que se dieron en este período, dice: "Se arma allí una apuesta colectiva al borde del abismo. Una de sus mayores originalidades estuvo en las formas de organización que adoptaron: autogestivas, horizontales y de democracia directa. Esta horizontalidad, que se replicaba a velocidad, imprimía lógicas colectivas específicas que ponían en juego potencias en acción, alegrías del hacer muy contrastantes con el desasosiego que se vivía por doquier. (…). Estos procesos colectivos lograron importantes transformaciones en la producción de subjetividad y en las prácticas de vida cotidiana de quienes participaron." Además, en las asambleas eran iguales los diversos: personas de todas las edades, géneros, nivel educativo, ocupación -desconocidas entre sí, a pesar de habitar el mismo territorio- compartiendo sus saberes, recorridos y descubrimientos para beneficio colectivo.
Para Fernández, el asumir proyectos colectivamente, sin delegar en otros, abrió las compuertas de la imaginación, la invención que, en tiempos "normales", habría sido la tarea de unos pocos. La horizontalidad empoderó al conjunto y mostró que, de esa manera, "sus capacidades de invención y de acción pueden ir mucho más allá de lo que ellos mismos pueden imaginar." Quizás por eso, agregamos, fue posible que una costurera que no tenía ninguna formación política strictu sensu, después de tomar el taller textil donde trabajaba con sus compañeras, concluyera que "si podemos manejar una fábrica, podemos manejar el país".
Lo contrario son los liderazgos mesiánicos y personalistas donde se anula toda potencialidad de la acción colectiva, de manera paternalista o despótica. Transcurrieron más de 20 años de aquellas experiencias sociales, en los que vimos que la dinámica creativa y la potencialidad crítica de los movimientos sociales no solo pueden ser coartados mediante la represión, sino también mediante la domesticación de la regimentación estatal.
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"Comunista" viene de lo común, lo compartido
Una anécdota sintetiza varios párrafos de descripción y análisis sobre aquella reconstrucción de los lazos sociales -humanos, profundamente humanos- que surgió desde abajo, a contramano del más feroz neoliberalismo. El 26 de junio de 2002, el gobierno ordena la represión contra una movilización de movimientos de trabajadores desocupados en el Puente Pueyrredón. La policía, como ya mencionamos más arriba, asesina a dos jóvenes: Darío y Maxi. Ese mismo día, una vecina acude por primera vez, a la asamblea de su barrio, después de ver por televisión la brutal represión. Y se presenta: "Tuve mucho miedo, por eso vine."
Rompiendo todas las lógicas del individualismo liberal, esa mujer no buscó amparo en el encierro de su hogar, ni en el círculo más estrecho de sus vínculos familiares, ni mucho menos en las instituciones del Estado que eran los responsables directos de sembrar el miedo. La hospitalidad, el amparo, el cuidado era colectivo. No era privado. Era público, pero no estatal. Era lo común.
Mientras la lógica capitalista más extrema producía soledad, desamparo y desasosiego, la acción colectiva reparaba, amparaba y reconstruía, politizando esos malestares, angustias y dolores. Como dice Fernández, las asambleas barriales y también las fábricas recuperadas por sus propios trabajadores y trabajadoras, "corrieron el límite de lo que es posible, inventaron a contramano de un ’destino’ de expulsión, no sólo constituyendo otros modos de lazos sociales, sino configurando otros modos de trabajo y de propiedad."
Mientras la lógica capitalista más extrema producía soledad, desamparo y desasosiego, la acción colectiva reparaba, amparaba y reconstruía, politizando esos malestares, angustias y dolores.
Ya van a ver, con nosotras no van a poder
Hay muchos ensayos, investigaciones, artículos y testimonios de las asambleas barriales. Mucho se puede decir sobre su actividad, su funcionamiento, su composición y su devenir. No es nuestra intención transmitir una visión idealizada de las asambleas barriales. Tenemos balances críticos, también, de estas experiencias. Incluso, podríamos compararlas con otras experiencias históricas de autoorganización que han sido más desarrolladas, más profundamente democráticas y con mayor posibilidad de disputa del poder político, en otros procesos sociales más radicalizados que aquel que se desató en diciembre de 2001. Pero nos interesaba apenas señalar esta dimensión de lo colectivo que, como dice Fernández, desató la capacidad de invención y de acción mucho más allá de lo que cada uno, individualmente, podía haber imaginado.
No es difícil imaginar por qué las mujeres trabajadoras, desocupadas, amas de casa fueron las más decididas impulsoras de muchas de estas iniciativas: los cacerolazos, las ollas y comedores populares, los clubes de trueque para enfrentar la pobreza por fuera de los mecanismos del mercado, las actividades culturales y recreativas realizadas en espacios arrebatados a la sagrada propiedad privada, la organización colectiva del cuidado mutuo.
El despotismo del capital se apropia de la riqueza que producimos socialmente, material e inmaterial, mientras nos inculca la más pérfida lógica individualista. Pero esos saberes que nunca fueron esencialmente femeninos por naturaleza, sino aprendidos en larguísimos siglos de opresión, se convirtieron en las llaves que abrieron las compuertas del hacer colectivo, de lo común, de lo más profundamente humano que tenemos como individuos: que somos seres sociales. Y cada momento crítico de la Historia, da pequeñas muestras como ésta o, a veces, grandes demostraciones de que nuestra individualidad es infinitamente más potente cuando se despliega en la creación colectiva.
[1] Consultamos la entrevista de Verónica Gago a Ana María Fernández, "La única garantía era hacer todo entre todos", publicada en Página/12, 5/6/2006; A.M.Fernández, Política y subjetividad. Asambleas barriales y fábricas recuperadas, Ed. TintaLimón, 2006. y Matías Triguboff, Asambleas populares. Movilización social, trayectorias y prácticas políticas en Buenos Aires (2001-2006), Ed. Imago Mundi, 2015
Andrea D’Atri
Nació en Buenos Aires. Se especializó en Estudios de la Mujer, dedicándose a la docencia, la investigación y la comunicación. Es dirigente del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Con una reconocida militancia en el movimiento de mujeres, en 2003 fundó la agrupación Pan y Rosas de Argentina, que también tiene presencia en Chile, Brasil, México, Bolivia, Uruguay, Perú, Costa Rica, Venezuela, EE.UU., Estado Español, Francia, Alemania e Italia. Ha dictado conferencias y seminarios en América Latina y Europa. Es autora de Pan y Rosas. Pertenencia de género y antagonismo de clase en el (...)