Por dos décadas las jornadas de diciembre de 2001 han sido –y son– una presencia espectral permanente de la política argentina. Aun al día de hoy movilizan imaginarios y condicionan decisiones estratégicas.
Matías Maiello @MaielloMatias
Domingo 19 de diciembre de 2021 14:13
En momentos de crisis, y el actual entra dentro de esta categoría, parecen acechar a los partidos del régimen y sus mandantes. ¿Por qué? Porque el 2001 fue catástrofe social, fue represión, fue saqueo capitalista –el período 1989-91 también lo fue–, pero fue algo más. Ese “algo más” consistió en la irrupción decisiva del movimiento de masas en las calles y en la escena política nacional.
El 19 de diciembre por la noche, el presidente, del Partido Radical (centro derecha) Fernando De la Rúa decretaba el “estado de sitio”. Según reza el artículo 23 del texto constitucional, se esgrimía que la constitución estaba en peligro y para defenderla se suspendían garantías constitucionales. Si, como decía el jurista reaccionario Carl Schmitt, el soberano es quien decide sobre el “estado de excepción”, es decir, el que puede suspender el derecho para preservar el orden que lo sustenta, las jornadas de 2001 impusieron un nuevo criterio de excepcionalidad –más cercano al de Walter Benjamin– donde la irrupción de las masas tuvo la última palabra. Así, el 20 de diciembre, a dos años de haber sido electo en primera vuelta con más del 48% de los votos, De la Rúa emprendía su viaje en helicóptero hacia el basurero de la historia.
Desde aquel entonces todo el sistema político se reformuló para exorcizar aquel fantasma. 20 años después, nos encontramos de vuelta bajo la tutela del FMI, con el capitalismo argentino atravesando una situación diferente pero también grave para gran parte de la clase trabajadora y el pueblo pobre. Hoy, cuando desde el macrismo (corriente política del expresidente derechista Mauricio Macri) al kirchnerismo (en alusión a la corriente reformista parte fundamental de la coalición de gobierno peronista), se sostiene que no hay alternativa al Fondo, las jornadas de diciembre de 2001 nos acercan a un imaginario alternativo –peligroso si se lo ve desde el palacio– a partir del cual es posible pensar la derrota del régimen del FMI en las calles.
19 y 20: la irrupción de las masas
Sería injusto comenzar este relato sin aludir al FMI. Su protagonismo fue en aumento desde que en diciembre del 2000 otorgó al gobierno de De la Rúa el llamado “blindaje” (un crédito por 40.000 millones de dólares), para apuntalar el rumbo neoliberal, la convertibilidad y, obviamente, la fuga de capitales. A cambio exigiría lo de siempre, contrarreforma previsional, ajuste del gasto, reducción de salarios, etc. Para marzo de 2001, las cosas no parecen funcionar a gusto del FMI y llega López Murphy al ministerio de economía para redoblar el ajuste fiscal pero dura en el cargo 15 días. A renglón seguido vuelve Cavallo (conocido por haber estatizado las deudas privadas de las empresas a la salida de la dictadura cívico militar en 1982) y el FMI aprueba un nuevo acuerdo, el “megacanje”, para postergar vencimientos por 3 años a cambio de más intereses y más deuda. Sigue la fuga de capitales. El ministro promete llegar al “déficit cero”, para entonces se registraba casi 40 % de pobreza y 17,4 % de desocupación. Para el 3 de diciembre se impone el “corralito” (que impide sacar depósitos a los pequeños ahorristas mientras un grupo de bancos organiza una “banca paralela” para continuar la fuga de capitales). Finalmente el 5 de diciembre el FMI dice que no habrá más desembolsos porque no se cumplieron las metas del ajuste.
Dos semanas después se iniciarán los acontecimientos que llevarán a que por primera vez en la historia argentina, un gobierno elegido por el sufragio universal fuera derrocado, no por un golpe militar sino por la acción directa de masas. Los días previos al miércoles 19 estallan saqueos protagonizados por los desocupados y los habitantes de las barriadas pobres en once provincias, incluido el Gran Buenos Aires, dirigidos especialmente contra hipermercados y supermercados, y en menor medida contra comercios minoristas. Desde el gobierno y los medios hegemónicos se buscó resaltar esto último para presentar el fenómeno como una “guerra de pobres contra pobres”. Si bien hubo elementos de ello, no fue lo esencial. Esta irrupción de los pobres urbanos terminó acicateando un clima de insubordinación general y ruptura de la legalidad burguesa. La declaración del “estado de sitio” de aquel 19 por la noche fue un intento de dejar aislados a los sectores más golpeados por la crisis, pero el efecto fue el contrario. Inmediatamente después del discurso en cadena nacional de De la Rúa, estalla un extendido e inesperado “cacerolazo” con epicentro en la ciudad de Buenos Aires que se extiende barrio por barrio. Se encienden centenares de fogatas en esquinas de la ciudad y una marea humana se congrega en las calles para dirigirse masivamente a la Casa Rosada –en menor medida a Olivos y a la casa de Cavallo– desafiando abiertamente al gobierno que desata la represión en Plaza de Mayo. Un importante sector de manifestantes marcha hasta la Plaza Congreso donde también habrá represión. Esa noche renuncia Cavallo y el conjunto del gabinete.
El jueves 20 a media mañana la jornada comienza con las Madres en la Plaza de Mayo siendo reprimidas por la policía montada. Una imagen, transmitida por la televisión y replicada por casi todos los medios, que no hizo más que avivar el fuego de la rebelión. Sería el preludio de lo que luego se daría en llamar “la batalla de Plaza de Mayo”. Para el mediodía, la infantería de la Policía Federal toma el control de la plaza y durante toda la jornada buscará mantenerlo con carros hidrantes, motos, caballos, gases lacrimógenos, balas de goma y en varias ocasiones balas de plomo. La movilización fue in crescendo. Los combates se trasladaron a arterias, Avenida de Mayo, diagonal norte y sur en las cuales se desarrolló una especie de “guerra de guerrillas” durante toda la jornada. Jóvenes trabajadores, desocupados y ocupados, y estudiantes, tuvieron un peso abrumador en los grupos de combate más decididos, los “motoqueros” –trabajadores de mensajería y delivery– oficiaban de especie de “caballería” popular. Mientras tanto, cruzando la Avenida 9 de Julio, se extendían columnas de retaguardia de miles de personas. El centro de la ciudad de Buenos Aires se transformó en una zona de combate regada de piedras, envuelta en nubes de gases lacrimógenos, tachos de basura prendidos fuego, barricadas improvisadas, entidades bancarias incendiadas, etc. También se desarrollaron enfrentamientos en otras ciudades del país, como Rosario, Córdoba, entre otras. A las 16 hs., De la Rúa hace su última maniobra llamando a un “gobierno de unidad nacional” pero los combates siguen, hasta que finalmente a las 19 hs renuncia y se fuga en helicóptero. Producto de la represión 38 personas fueron asesinadas en varias ciudades del país durante la jornada, 5 de ellas entorno a Plaza de Mayo. El viernes 21 de diciembre por la mañana cae definitivamente el “estado de sitio”.
Todo indicaba que si De la Rúa no presentaba la renuncia, los acontecimientos se precipitarían hacia una huelga general y una generalización aún mayor de la intervención del movimiento de masas. Desde el mediodía de la jornada del 20, muchos trabajadores engrosaron las filas de los manifestantes, entre ellos oficinistas, cadetes, bancarios que optaban por “desviarse” de sus trabajos, sin embargo, la burocracia de las dos CGT (la “disidente” de Hugo Moyano y la “oficial” de Rodolfo Daer) impidió que los trabajadores impusieran su impronta al declarar recién el jueves al mediodía un tardío paro general a partir del viernes.
Por su parte, la CTA (Central de Trabajadores Argentinos -central centroizquierdista-) que había sido uno de los puntales en el surgimiento de la Alianza (coalición que llevó al gobierno al radical De La Rúa), llegó al colmo de suspender una movilización piquetera ya convocada previamente para el propio jueves 20 a Plaza de Mayo, entre la FTV-CTA y la CCC, esgrimiendo una “ausencia de condiciones” políticas para realizarla. A pesar de las decenas de asesinados por la represión, los centenares de heridos y miles de detenidos, el llamado al paro para el viernes 21 fue levantado sin más, ahora se trataba de llamar a confiar en el peronismo para la resolución de la crisis. En toda la etapa previa el movimiento obrero había protagonizado 7 paros generales (entre ellos el del 13 de diciembre de 2001 exigiendo la renuncia de Cavallo, de una masividad excepcional aunque pasivo) que fueron claves en el desgaste del gobierno de Alianza, pero a pesar del desprestigio de la burocracia, estas importantes acciones no habían logrado salirse de su control dando lugar a sucesivas treguas que restaban efecto a las medidas. Así, muchos trabajadores y trabajadoras intervinieron “sueltos” en las jornadas de diciembre pero no con sus organizaciones y sus propios métodos como la huelga general.
¿Qué fueron las jornadas de diciembre de 2001?
El 19 y 20 fueron más que movilizaciones pero menos que una insurrección [1]. Los desocupados y masas pobres que marcharon sobre los hipermercados en busca de alimentos, las clases medias con sus “cacerolazos” y marchas contra los bancos, y una amplia vanguardia juvenil que protagonizó enfrentamientos con la policía: todos ellos irrumpieron simultáneamente. Fueron jornadas revolucionarias en las que se produjo una insubordinación generalizada de todas las clases explotadas y oprimidas donde las direcciones oficiales fueron desbordadas. La acción histórica independiente del movimiento de masas puso por encima de la “legalidad” del aparato estatal, la “justicia” de sus reivindicaciones (pan, trabajo, devolución de los ahorros confiscados, repudio a la dirigencia política burguesa, etc.). Como decíamos al principio, la “excepcionalidad” que se impuso, no fue aquella excepcionalidad schmittiana que suspende la legalidad para garantizar el orden, sino aquella, que como decía Walter Benjamin, apela a irrupción de los oprimidos mediante la acción fundadora.
Si comparamos las jornadas del 19 y 20 con procesos más recientes de los ciclos de lucha de clases que se han desarrollado a nivel internacional luego de la crisis mundial de 2008 (algunos de los cuales hemos abordado bajo el título “revuelta y revolución” acá, acá, acá, acá y acá) podemos ver algunos rasgos comunes. Entre ellos, la irrupción de las masas mayormente atomizadas (en tanto “ciudadanos”) y desorganizadas, en gran medida por la defección de burocracias que conducen las organizaciones de masas, y que en el caso del movimiento obrero coartan su intervención independiente y la posibilidad de apelar a la fuerza obrera que surge de su posición estratégica en los principales resortes que hacen a la producción y reproducción de la sociedad capitalista (el transporte, la industria, servicios esenciales, etc.) y que hacen a la clase trabajadora capaz de paralizarla (huelga general).
En términos generales, en la ausencia de hegemonía de la clase trabajadora, se sustentan las maniobras del régimen para dividir al movimiento entre sectores “legítimos” e “ilegítimos”. En el caso del 2001 aquella operación (a la que apuntaba el “estado de sitio”) fracasó en un primer momento, surgiendo unidad “piquete y cacerola”, que dificultó ampliamente la gobernabilidad burguesa por un período. Los sectores movilizados pusieron en pie asambleas populares –cuya impronta estaba dada por las clases medias urbanas–, se extendieron los movimientos piqueteros combativos y se desarrolló el proceso de ocupación de fábricas, cuyos símbolos serán la textil Brukman en Ciudad de Buenos Aires y Zanon en la provincia sureña de Neuquén. Sin embargo, aquella sinergia se fue agotando progresivamente. La ausencia de intervención independiente y hegemónica del movimiento obrero como tal, marcó la precariedad de la articulación de los diferentes movimientos que se desarrollaron, y fue determinante para la resolución burguesa, “por arriba”, de la crisis.
Luego de las jornadas del 19 y 20, las movilizaciones masivas y los enfrentamientos cotidianos contra la represión policial continuaron por varios días, pero se fue configurando un proceso de desgaste. Luego de la caída de 5 presidentes más, el peronismo pudo afirmarse como “partido del orden” con la llegada del peronista Eduardo Duhalde a la presidencia el 2 de enero de 2002 (votado por la asamblea legislativa). El 22 de diciembre, Rodríguez Saá, ungido por unos días presidente, y ante el aplauso cínico de la asamblea legislativa, declaró el default de la deuda, luego de que el FMI, las corporaciones, los bancos y el capital financiero internacional, se habían fugado hasta el último dólar. Posteriormente Duhalde pasó la factura de la crisis a los trabajadores con una megadevaluación, que licuó casi un 30 % el poder adquisitivo de los salarios y las jubilaciones, el desempleo se disparó hasta el 20 % y la pobreza llegó a afectar a más del 57 % de la población. En el marco de la tregua de la burocracia sindical (Moyano y buena parte de los gremios de la Confederación General del Trabajo (CGT) eran impulsores de la salida devaluacionista) que encorsetaba los batallones centrales de la clase trabajadora, el gobierno pudo imponer la división del “piquete y cacerola” mediante una combinación de canalización de determinadas demandas (extensión de los planes sociales y devolución de parte de los ahorros vía judicial) y represión (asesinato de los militantes sociales Maximiano Kosteki y Darío Santillán en el Puente Pueyrredón en junio de 2002; desalojo al año siguiente de la textil Brukman con represión que se extendió por toda la zona de Once de la ciudad de Buenos Aires). Luego de la represión en Puente Pueyrredón, Duhalde se vio obligado a adelantar las elecciones para abril de 2003. En ellas finalmente impondría a su candidato, Néstor Kirchner, que iniciaría un nuevo momento del peronismo como “partido de la contención” sobre la base de “la obra” de su antecesor y el impulso del repunte de la economía mundial con el excepcional “boom de las commodities” que se extendería por varios años [2]. Poco a poco fue encausada la recomposición de la maltrecha autoridad del Estado capitalista. A través de la “pasivización” del movimiento, la cooptación de buena parte de los organismos de DDHH y del movimiento de desocupados, se avanzó en sacar la política de las calles para volverla a los cauces “normales” de los despachos y ministerios. Sin embargo, la rebelión de 2001 dejaría una profunda huella en la relación de fuerzas entre las clases.
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La película detrás de la foto
Hecho este apretado recorrido retrospectivo podemos volver a la pregunta sobre ¿qué fueron las jornadas del 19 y 20? desde una mirada más amplia. Para muchos actores de aquel entonces las jornadas se presentaron como un puro acontecimiento. Según Alain Badiou, cuya teoría gozaba de cierta popularidad en aquel entonces por estas latitudes, todo acontecimiento es una sorpresa, “un acontecimiento no es la realización de una posibilidad inherente a la situación misma […] un acontecimiento abre la posibilidad de lo que desde el estricto punto de vista de la composición de esa situación o de la legalidad de ese mundo, es propiamente imposible” [3]. Efectivamente, la irrupción de la creatividad de las masas en la historia marca un antes y un después que hace posible lo previamente imposible, o en otras palabras, amplía las fronteras de lo posible. Por eso el “posibilismo” o la política de gabinete es incapaz de entenderla. Pero no tiene la estructura del milagro, se encuentra inmersa en todo un entramado de experiencias y combates previos. En este sentido, el 2001 –tanto su emergencia, con las características que tuvo, como su resolución “por arriba” y posterior desvío– fue parte de un largo proceso político caracterizado por los tiempos diferentes de la crisis económica, política y la subjetividad de los diversos sectores de la clase trabajadora y del movimiento de masas.
Si nos remontamos a 1993, encontramos los primeros antecedentes en el “santiagueñazo” (en alusión a la rebelión popular que tuvo lugar en la provincia norteña argentina de Santiago del Estero) de diciembre de aquel año, que abrió un período de revueltas y motines, en general protagonizado por trabajadores estatales, durante los años ‘94 y ‘95 en varias provincias del interior del país. Esas luchas, marcaron los primeros elementos de violencia significativos dentro del régimen de democracia burguesa. En 1996 en la comunidad petrolera de Cutral Có y Plaza Huincul en Neuquén y en 1997 en Mosconi y Tartagal (Salta-norte del país), un gran sector de estos trabajadores, despedidos por la privatización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), ya sin sus indemnizaciones, ahora como desocupados y por fuera del control de la burocracia sindical, se levantaban en reclamos de puestos de trabajo. También lo hacían en mayo del ‘97 en Libertador San Martin (provincia Jujuy, también región norte del país) los jóvenes desocupados y despedidos del Ingenio Ledesma al grito “trabajo genuino para todos”. Estos procesos instauraron los primeros piquetes e inauguraron el método de los cortes de ruta. Fueron puebladas con características semi-insurreccionales que enfrentaron y derrotaron la represión de la gendarmería, cuyas imágenes recorrieron el país. En 1999 fue el turno del levantamiento en Corrientes, la ocupación del puente General Manuel Belgrano, que fue reprimida brutalmente por las tropas de gendarmería enviadas por el recientemente electo De la Rua, con un saldo de 30 heridos de bala y dos muertos.
Vistos retrospectivamente, estos hechos fueron parte de la acumulación de experiencias y de algún modo fueron preparando el terreno de las jornadas de diciembre de 2001. Sin embargo, la subjetividad de la clase trabajadora y el movimiento de masas no es homogénea. Este nivel de enfrentamientos con elementos de guerra civil en determinadas provincias, con burocracias más débiles, no coincidía con el del resto del país, y tampoco con los ritmos de la crisis política, ni económica general. El santiagueñazo enfrentó en el ’93 una sólida alianza de las clases dominantes, cuya máxima expresión fue el Pacto de Olivos, en momentos de auge del plan Cavallo al cual daban apoyo vastos sectores de la clase media e incluso de la clase trabajadora y sectores pauperizados. Para el ‘96-‘97 la situación había cambiado, desde el ’94 un sector de la burocracia encabezado por Hugo Moyano (por aquel entonces: Movimiento de Trabajadores Argentinos -MTA-) pasa a la oposición, en el ’96 tres paros generales contribuyen al desplazamiento de Cavallo como ministro de economía y obligan a postergar la reaccionaria “reforma laboral”, la ascendencia del menemismo comienza a retroceder entre las clases medias, se desarrolla la lucha docente, etc. Sin embargo, este fenómeno de oposición y las luchas contra Menem va a ser canalizado por la Alianza hacía el recambio presidencial de 1999, bajo un programa de lucha contra la corrupción que no cuestionaba ninguno de los fundamentos del neoliberalismo. Este desvío se daba en el mismo momento que se profundizaba la crisis de todo este esquema económico –empezando por la convertibilidad– y comenzaba, a partir de 1998, una recesión que durará años. Por esos años se comienza a delinear cada vez más abiertamente la división burguesa entre “dolarizadores” (grandes bancos privados, empresas privatizadas, etc.) y “devaluadores” (exportadores y grupos empresarios basados en el mercado interno).
Con la crisis económica profundizándose e imponiendo cada vez más penurias a las grandes mayorías mientras el FMI presionaba por mayores ajustes, con la burguesía dividida entre dos salidas alternativas, con la crisis política y la fractura de la alianza, con las clases medias en crisis con el gobierno y el movimiento obrero en la oposición, fueron sumándose elementos que configurarían la situación revolucionaria que estalla en 2001. La burguesía tuvo una alerta con el paro de 36 horas de noviembre de 2000, en el que alrededor de 150.000 trabajadores ocupados (algunos de las principales fábricas del país) y desocupados participaron de piquetes conjuntos cortando rutas en todo el país. Si bien la burocracia sindical nunca perdió el control en este paro, el hecho de que los piquetes ejerciendo poder territorial se vieran en todo el país simultáneamente mientras la industria y los servicios se paralizaban masivamente por la huelga general, y todo esto días después del levantamiento en Salta (noviembre del 2000), con epicentro en Mosconi y Tartagal, que derrotó la represión de la policía y la gendarmería, mostraba el espectro de la insurrección. La burocracia se cuidó mucho de que aquella foto no se vuelva a repetir. Así, fue una de las principales barreras al desarrollo de una situación revolucionaria, hasta que esta finalmente estalló, con tintes de revuelta, en las jornadas del 19 y 20.
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A 20 años
Muchas conclusiones se pueden sacar de la experiencia del 19 y 20, pero hay dos más generales que nos interesa resaltar. La primera, contra el discurso hoy en boga del “no hay alternativa” al infierno del FMI, lo que mostró el 2001 –y de ahí su fantasma– es que cuando el movimiento de masas irrumpe en forma independiente, su fuerza arrolladora y su creatividad abren un nuevo campo para lo político, tambalea el poder instituido y los cambios en la conciencia se aceleran de tal modo que en pocos días superan a los de años de evolución pacífica. La segunda, es más bien una pregunta que dejó el 2001: cómo evitar que toda aquella energía desplegada termine disipándose entre el desgaste y los golpes represivos, y que la salida termine imponiéndose desde el régimen a favor de las mismas corporaciones, bancos y casta política burguesa que se había impugnado.
Se trata de una pregunta que remite a la preparación estratégica. Como señalábamos, la fisonomía de las jornadas del 19 y 20 lejos de ser un producto automático del “devenir histórico” tomó sus formas del período previo. Durante el mismo se acumularon importantes experiencias en la lucha de clases. Sin embargo, la izquierda clasista –que en torno al 2001 logrará cierta influencia indirecta a través de sus fracciones en los movimientos piqueteros, las fábricas ocupadas, las asambleas populares, etc.– fue muy débil en toda la etapa anterior que llevó finalmente a la caída de De la Rúa, lo fue para sembrar previamente ideas de un programa transicional de salida a la crisis en sectores de masas, para generalizar determinadas experiencias de lucha y organización, para agrupar a la vanguardia que iba decantando de los sucesivos procesos que se fueron dando desde los ’90 y articular fuerzas contra la fragmentación que imponía las burocracias. Por aquellos años, el autonomismo, que con sus postulados de “cambiar el mundo sin tomar el poder” y construir autonomía en los intersticios del capitalismo era una especie de espíritu de época, pretendía presentar aquella debilidad con la que se había llegado a las jornadas de diciembre como virtud. Pero sabemos que no lo fue.
Hoy el escenario es muy distinto: la izquierda clasista es un factor actuante políticamente en la realidad nacional a diferencia de lo que sucedió hace dos décadas. El Frente de Izquierda y de los Trabajadores Unidad (FITU) se ha ubicado en las últimas elecciones como tercera fuerza a nivel nacional, por primera vez en 20 años la izquierda llega desde la Ciudad de Buenos Aires (CABA) al Congreso Nacional, con Myriam Bregman (PTS), en Jujuy con Alejandro Vilca (PTS) tras haber sacado el 25 % de los votos, y en la Provincia de Buenos Aires ingresan como diputados Nicolás Del Caño (PTS) y Romina del Plá (PO), además de dos diputados provinciales y varios concejales en distintos municipios del conurbano.
Se trata de una minoría política pero que ha conquistado un reconocimiento mucho más allá de los votantes tradicionales de izquierda, habiendo estado en la primera fila de la lucha contra el gobierno macrista –como se mostró en la más reciente evocación del fantasma del 2001: las jornadas de diciembre de 2017– pero también intransigente frente al kirchnerismo, y tiene ganado un peso en franjas de trabajadores ocupados y desocupados, estudiantes, el movimiento de mujeres, medioambiental, por la vivienda, etc.
El pasado sábado 11, decenas de miles de personas se movilizaron a Plaza de Mayo, como parte de una jornada nacional, con marchas en las ciudades más importantes del país, para rechazar el acuerdo con el FMI y el ajuste. Convocada por más de 100 organizaciones, fue un primer e importante paso para desarrollar una fuerte resistencia ante los nuevos ataques que vendrán bajo ese acuerdo. El documento leído las movilizaciones avanza en un programa que incluye el aumento de emergencia de salarios y jubilaciones, la reducción de la jornada laboral a 6 horas sin afectar el salario, para repartir el trabajo entre ocupados y desocupados, la nacionalización del sistema bancario, el monopolio estatal del comercio exterior, y un plan nacional de obras públicas controlado por la clase trabajadora.
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Fue sintomático que el día anterior, el acto del gobierno por el “día de la democracia y los derechos humanos” se diera en paralelo a la represión en las calles de la ciudad costera de Miramar a quienes estallaban de bronca exigiendo justicia por el asesinato de Luciano Olivera en manos de la Policía Bonaerense. Son hechos que muestran tendencias a la intervención de las masas en la escena. Esta semana el fantasma del 2001 recorrió las calles de Chubut, una rebelión con miles en las calles en toda la provincia enfrentando la represión contra la megaminería, luego de que la legislatura aprobara la zonificación minera, una lucha que también actúa como catalizador de una fuerte crisis social.
El cuadro de conjunto, muestra que, contrastando con la complicidad de las cúpulas sindicales frente al ajuste, desde las ocupaciones de tierras del 2020 que tuvieron su epicentro en Guernica, hemos asistido a una persistente lucha de clases con conflictos duros en diversas provincias, en muchos casos producto de verdaderas “rebeliones” antiburocráticas –ejemplo claro fue la lucha encabezada por lxs trabajadorxs de la salud en Neuquén–, vimos también la proliferación de movimientos “autoconvocados”. No se trata claro de un proceso lineal, ni homogéneo, sus tiempos –flujos y reflujos– son indisociables de los resultados de cada combate, del devenir de la crisis económica y política.
El FITU y el PTS en particular fue y es parte de la gran mayoría de aquellos conflictos con los sectores que salen a luchar, buscando que las luchas logren generar instituciones de unificación y coordinación de las mismas, para romper la estatización de las organizaciones del movimiento de masas y sobre esta base pelear por una hegemonía de la clase trabajadora, desde su juventud precarizada y lxs desocupadxs hasta sus sectores sindicalizados, junto con el movimiento estudiantil, el movimiento de mujeres, los movimientos medioambientales, etc. Frente al régimen para aceptar el chantaje del FMI, el problema estratégico del momento es articular la unidad en las calles para enfrentarlo, empezando por rodear de fuerza cada uno de los conflictos que las diferentes burocracias quieren aislar.
A 20 años de las jornadas del 19 y 20, el fantasma del 2001 sigue allí. Nos muestra la fuerza de la irrupción independiente de los oprimidos en la escena política, y también nos recuerda que la preparación estratégica y los combates librados en el aquí y ahora son determinantes para definir el curso de los procesos una vez que se generaliza el enfrentamiento de clases.
Trotsky decía que: “Solo estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza a comprender el papel de los partidos y los líderes que en modo alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy importante, de este proceso”. Y agregaba: “Sin una organización dirigente, la energía de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en una caldera. Pero, sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es la caldera ni el pistón, sino el vapor [4]. El 2001 demostró ambas cosas.
Notas:
[1] A diferencia de semi-insurrecciones como el Cordobazo donde la clase obrera y los estudiantes intervinieron con sus organizaciones y derrotaron a las fuerzas represivas, en la “batalla de Plaza de Mayo”, donde prácticamente no hubo organización y se centró en el hostigamiento con piedras por parte de los manifestantes, la victoria de la movilización no fue “militar” sino “política”, es decir, la policía no fue derrotada en las calles pero se logró la caída de De la Rua.
[2] Ver en esta edición de Ideas de Izquierda: Esteban Mercatante, “2001: odisea en la Argentina”
[3] Badiou, Alain, “La idea del comunismo” en Sobre la idea del comunismo, Buenos Aires, Paidós, 2010, p. 23.
[4] Trotsky, León, Historia de la Revolución Rusa (Tomo I), Buenos Aires, Ediciones IPS-CEIP, 2017, pp. 16-17.
Matías Maiello
Buenos Aires, 1979. Sociólogo y docente (UBA). Militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Coautor con Emilio Albamonte del libro Estrategia Socialista y Arte Militar (2017) y autor de De la movilización a la revolución (2022).