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Giro de Estados Unidos en Ucrania: de la guerra proxy al reparto del botín

Claudia Cinatti

Internacional
@Marcoprile

Giro de Estados Unidos en Ucrania: de la guerra proxy al reparto del botín

Claudia Cinatti

Ideas de Izquierda

En las primeras cuatro semanas como presidente, Donald Trump dio un giro copernicano en la política exterior de Estados Unidos. En el contexto de este cambio de paradigma se inscribe la aceleración política de la Casa Blanca para poner fin a la guerra de Ucrania, lo que junto con la estabilización reaccionaria en el Medio Oriente son sus dos prioridades geopolíticas más urgentes. En un abrir y cerrar de ojos Estados Unidos pasó de la estrategia de Joe Biden de armar a Ucrania y alinear a los aliados occidentales de la UE-OTAN en una guerra proxy para debilitar a Rusia, a iniciar una negociación de cese del fuego directamente con Vladimir Putin, dejando afuera de la mesa a quienes hasta ayer nomás compartían el bando militar: las potencias europeas y el presidente ucraniano Volodymyr Zelenski.

La saga comenzó con un llamado personal entre Trump y Putin y continuó con una reunión bilateral encabezada por el secretario de estado Marco Rubio y el canciller ruso Sergei Lavrov en Riad, con el príncipe Mohammed bin Salman como anfitrión, que dicho sea de paso aprovechó la oportunidad para probarse el traje de “líder global” y proyectar la influencia saudita más allá del Medio Oriente.

Si bien no se conocen los términos concretos de la negociación, es decir, hasta dónde llega la capitulación de Ucrania, lo que trascendió de este primer encuentro formal –quizás la antesala de una cumbre entre Trump y Putin- es que Estados Unidos y Rusia habrían manifestado la intención de restaurar relaciones diplomáticas y abrir oportunidades de negocios, en particular para las petroleras norteamericanas.

La rápida rehabilitación de Putin, que había sido condenado al ostracismo por Occidente después de que invadiera Ucrania, contrasta con el ataque en regla de Trump contra su ¿ex aliado? Zelenski, con quien tiene además una vieja enemistad que se remonta a las causas del impeachment de su primer mandato. Le dijo que era un “comediante mediocre”, un “dictador” que arrastró a Estados Unidos a involucrarse en una guerra costosa, exigiéndole la entrega de la mitad de los recursos minerales (en particular las tierras raras) para devolver la ayuda militar recibida bajo la administración Biden (según Trump debería unos 500.000 millones de dólares) y usarlos a cuenta de la asistencia que pueda recibir de la Casa Blanca en un eventual escenario pos cese del fuego. Cabe recordar que quien ofreció primero a Trump un acceso privilegiado a esos recursos estratégicos a cambio de que este sostenga la asistencia militar sin la cual Ucrania sucumbiría en cuestión de días, fue el propio Zelenski.

Como parte de estos minerales se encuentran en la zona ocupada por Rusia, el acuerdo parece ser repartirse el botín entre Trump y Putin, dejando fuera del negocio a las potencias europeas, que también reclaman su parte.

Mientras Trump actuaba de “policía malo”, el enviado de la Casa Blanca a Ucrania, el general retirado Keith Kelogg, elogiaba a Zelenski y negociaba los términos con el gobierno de Kiev. Esta supuesta transacción equivale a transformar a Ucrania prácticamente en una colonia norteamericana, obligada a pagar reparaciones de una guerra proxy alentada por Estados Unidos bajo Biden (tras la invasión reaccionaria de Rusia a Ucrania) y el ala “intervencionista” del establishment norteamericano, para debilitar a Rusia sin tropas propias en el terreno.

El cambio de escenario y las bravuconadas imperiales por parte del miembros del gobierno trumpista en foros internacionales dejaron en estado de shock a las potencias europeas. Primero fue el turno del secretario de defensa, Pete Hegseth. El presentador de Fox devenido jefe (y depurador de “wokismo”) del Pentágono les informó a sus colegas de la OTAN en Bruselas los términos “realistas” para negociar un cese del fuego: que Ucrania no iba a recuperar los territorios perdidos, lo que incluye Crimea y los cuatro óblast del este ocupados por Rusia; que Estados Unidos no desplegaría tropas en Ucrania después de un cese del fuego –una tarea que tendrían que resolver las potencias europeas pero por fuera del paraguas de la OTAN-, y que Ucrania no sería incorporada a la alianza atlántica. Además, Hegseth aclaró que la seguridad europea ya no era una prioridad para Estados Unidos, concentrado en enfrentar la amenaza de China.

A esto le sucedió la intervención del vicepresidente J. Vance en la Conferencia de Seguridad de Múnich, que sorprendió con un sermón inesperado a sus (todavía) socios europeos. En vez del reproche habitual de que Europa debe hacerse cargo de su seguridad y aumentar sus presupuestos de defensa en lugar de cobijarse bajo el paraguas norteamericano, Vance lanzó un ataque político-ideológico sin precedentes a la “Europa liberal”. Palabras más o menos les dijo que la peor amenaza a Europa no venía de Rusia, China o para el caso ningún actor externo, sino de la propia Europa, que en nombre de “valores liberales” cancela el “discurso conservador” y levanta murallas contra los actores políticos que lo sostienen (es decir, la extrema derecha en sus diversas variantes), y terminó casi llamando a votar por Alternativa para Alemania en las elecciones del 23 de febrero.

La ofensiva trumpista dejó al desnudo no sólo la fractura de las viejas alianzas de las potencias occidentales, sino sobre todo la crisis y la impotencia de la UE, en particular de Alemania, que se sometió al liderazgo de Estados Unidos en la guerra de Ucrania, sacrificando sus propios intereses –la energía barata rusa fundamental para el sostén de su modelo económico- ,y ahora está pagando el precio con estancamiento económico, crisis de los partidos del centro neoliberal y ascenso de la extrema derecha. La cumbre convocada por el presidente Macron en París para responder a la afrenta amplificó aún más las divisiones en Europa y puso de relieve su dependencia militar con respecto a Estados Unidos. No sorprende que la conclusión compartida por socialdemócratas, verdes, conservadores, “atlantistas” y también soberanistas de extrema derecha sea profundizar el militarismo y aumentar al gasto militar al 5%, a costa de aumentar el endeudamiento, atacar conquistas y recortar el estado de bienestar.

Pero la imagen de imperialismo matón que proyecta Trump no alcanza para cambiar el hecho de que la guerra de Ucrania terminará en una derrota para Zelenski y de manera indirecta para la OTAN, de la que Estados Unidos es el componente central. La estrategia de Biden de usar a Ucrania para debilitar a Rusia, sin cruzar la línea roja de transformarla en una guerra directa entre Rusia y la OTAN, hace rato que había alcanzado su límite. Como plantearon analistas militares de diversas orientaciones, la victoria de Ucrania, incluso con armamento sofisticado de Estados Unidos y Europa, era una fantasía. A pesar de los errores estratégicos de Rusia, de las elevadas pérdidas militares y de que ya se empezaba a sentir el impacto de la guerra en la economía, la alianza de Putin con China y la ampliación de la colaboración en el frente ruso de Irán y Corea del Norte, le permitió a Rusia mantener el 20% del territorio ucraniano que conquistó en el Donbas. Sin estrategia clara por parte de la OTAN, la prolongación de la guerra solo iba a aumentar el costo para Estados Unidos (y también para las potencias de la UE) y el riesgo de escalada, o incluso de una derrota mayor de Ucrania y sus aliados.

Las negociaciones recién comienzan y probablemente sean tortuosas. La contradicción que enfrenta Trump en las negociaciones es que para terminar la guerra debe aceptar gran parte de las pretensiones de Putin, y a la vez evitar que Rusia pueda reivindicar un triunfo resonante sobre occidente, que objetivamente fortalece la posición del bloque antagónico, en particular de China.

Las divisiones en la cúpula del poder imperialista siguen profundizándose. Mientras que el sector “realista” sostiene que aún es posible volver a la estrategia del primer mandato de Trump y usar las negociaciones con Putin para separar a Rusia de China, el ala “intervencionista” en la que confluyen demócratas liberales y neoconservadores, y que denuncian que Trump “traicionó a Ucrania”, temen en realidad que las inevitables concesiones a Putin debiliten la posición del imperialismo norteamericano en Eurasia y sea leída como un fracaso por los enemigos de Occidente, empezando por China.

La política de Trump está a tono con el “America First”, uno de los eslóganes más taquilleros de la campaña que lo llevó a ganar por segunda vez no consecutiva la presidencia. Aunque el lema puede prestarse a confusiones, no solo por la ambigüedad propia de todo significante vacío, sino por su relación histórica con la tradición aislacionista, para la administración trumpista no significa ni repliegue interno ni mucho menos “pacifismo”. El sentido preciso es no involucrarse en guerras ajenas al interés nacional del imperialismo norteamericano (realismo), reafirmar su dominio en el “Hemisferio Occidental” como “esfera de influencia” y concentrar los recursos –militares, geopolíticos, económicos– en contener a China, que es el principal desafío estratégico para el liderazgo menguante de Estados Unidos.

Dentro de esta reorientación deben interpretarse las guerras comerciales, la utilización de las tarifas para obtener concesiones de aliados y enemigos, y más en general la retórica imperialista agresiva que viene desplegando Trump que incluye referencias a la Doctrina Monroe y a la presidencia de William McKinley caracterizada por el proteccionismo y la expansión territorial de Estados Unidos (Puerto Rico, Filipinas, etc.). En ese período de ascenso de la potencia norteamericana –entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX– el presidente Theodore Roosevelt sintetizaba la política imperialista en la frase “hablar suave y llevar un gran garrote”. Pero las condiciones del siglo XXI pos crisis capitalista no pueden ser más distintas. Trump preside un imperialismo en decadencia hegemónica que enfrenta la competencia de China. Por eso cuando amenaza con reocupar el Canal de Panamá, anexar Canadá, comprar Groenlandia o apropiarse de la Franja de Gaza, previa limpieza étnica del pueblo palestino, parece más bien estar invirtiendo la máxima de Roosevelt.

La guerra de Ucrania ha dejado en evidencia el agotamiento del llamado orden liberal comandado por Estados Unidos desde la segunda posguerra, y en particular su versión neoliberal recargada luego del triunfo norteamericano en la guerra fría.

Desde la crisis capitalista de 2008 se ha abierto una nueva etapa cuyas coordenadas estructurales son la decadencia hegemónica de Estados Unidos, la emergencia de China como potencia competidora que ha avanzado en una alianza con Rusia que atrae a otros países en conflicto con Occidente, y la aparición de potencias intermedias. La presidencia de Biden fue un intento fallido de restaurar el viejo orden liberal y recomponer el liderazgo de Estados Unidos a través de comandar el sistema de alianzas de “Occidente”. Trump expresa otra estrategia para superar esta crisis del imperialismo norteamericano, con un giro bonapartista en la política doméstica basado en la alianza con los grandes millonarios como Elon Musk, y una orientación en política exterior guiada no por el liderazgo de un orden global, sino por el interés nacional imperialista, una suerte de retorno a las “esferas de influencia” del imperialismo clásico, que más allá de acuerdos parciales inestables, refuerzan las rivalidades entre potencias y el guerrerismo. Este es el significado concreto de la reactualización de le época de crisis, guerras y enfrentamientos entre revolución y contrarrevolución.


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Claudia Cinatti

Staff de la revista Estrategia Internacional, escribe en la sección Internacional de La Izquierda Diario.