Se cumple un nuevo aniversario de la Revolución obrera de abril de 1952 en Bolivia. Le preguntamos a Javo Ferreira, dirigente del Liga Obrera Revolucionaria de Bolivia qué cita o textos recomendaría para pensar la revolución desde nuestro tiempo. Nos propone una cita del libro “Revolución obrera en Bolivia. 1952” (Ediciones IPS), de Eduardo Molina.
Martes 9 de abril 08:00
Enfoque Rojo.
Este 9 de abril se cumplen 72 años de la gesta revolucionaria de las y los trabajadores en Bolivia. Ese día, decenas de miles de trabajadores mineros y fabriles acompañados por vastos sectores populares, que con alta moral de combate y dinamita en mano vencieron al ejército disolviéndolo y apropiándose de todo el armamento, pusieron en pie las milicias obreras. Los trabajadores serán la única fuerza armada en el país durante el primer momento de la revolución.
Se terminaba así un largo ciclo político y social basado en la discriminación étnica y de género, en la que los indios y las mujeres no tenían derecho al voto, en la que los hacendados explotaban el trabajo gratuito de las comunidades campesinas. Se nacionalizaron las minas que hasta esos días se concentraban en las manos de tres personajes, Patiño, Hoschild y Aramayo, conocidos como los “barones del estaño”, quienes tenían el control del aparato del Estado a través de un ejército de profesionales conocidos como la “rosca”.
La revolución no cayó del cielo, sino que se fue “cocinando” a fuego lento desde el fin de la guerra del Chaco, 1935, en un largo ciclo político de casi 20 años de duración, en el que dos grandes proyectos burgueses se disputaron el poder del Estado dando origen a una seguidilla de gobiernos militares que expresaban intentos bonapartistas, buscando la estabilidad de un régimen político podrido y deslegitimado.
Estos intentos de bonapartismos, sin embargo lejos de sus objetivos, eran cada vez más débiles ante la gran polarización política y una aguda lucha de clases que empezó a desarrollarse. Serán años de un enorme aprendizaje político para los trabajadores quienes atravesaron experiencias semi insurreccionales, huelgas políticas, levantamientos campesinos, procesos electorales como el del 47, la guerra civil del 49 e infinidad de experiencias políticas y de la lucha de clases que moldearon a las y los trabajadores, principalmente mineros, y los prepararon para afrontar exitosamente una de las pruebas políticas más difíciles como es la revolución.
Entonces, pensando en la revolución obrera de 1952 por un lado, y por otro, en los desafíos que hoy empezamos a atravesar en Latinoamérica, con contradicciones sociales y políticas que lejos de amortiguarse, luego de dos décadas de “progresismos”, se han agravado, originando fenómenos políticos derechistas y ultraderechistas como Bolsonaro antes o el golpe de Estado en Bolivia el 2019 o más recientemente Milei en Argentina, he elegido la siguiente cita del libro de Eduardo Molina:
“No habrá entonces ni modernización oligárquica ni nacionalismo exitoso entre 1930 y 1952. Más bien lo que habrá será un bloqueo del statu quo que prolonga el conflicto al mismo tiempo que exacerba todas las contradicciones alimentando lo que a la postre será la caldera revolucionaria que estalle en abril. Al no reestablecerse un equilibrio interno durable que cierre la crisis general, el duelo histórico entre las tendencias a la restauración conservadora, que solo podría consumarse como contrarrevolución, y las tendencias a la revolución desborda a un bonapartismo débil que no logra asentarse.” (p. 104)
Es que, con la degradación creciente de los regímenes democráticos latinoamericanos y con la creciente tendencia a la lucha de clases ante las grandes contradicciones estructurales que alimentan la polarización política y social, surgen tendencias a gobiernos derechistas o nacionalistas que alimentan las tendencias bonapartistas, que contradictoriamente, lejos de estabilizar u oxigenar estos regímenes, se revelan cada vez más débiles e impotentes cuando la lucha de clases se desarrolla.
La revolución se cocina a fuego lento
Como señala la cita que elegí, entre 1930 y 1952, Guerra del Chaco de por medio, las y los trabajadores del altiplano atravesaron múltiples experiencias de lucha política en un marco de profunda degradación de las instituciones estatales y del régimen político, degradación que intentaba ser contrapesada mediante gobiernos cada vez más débiles pese a sus esfuerzos de concentrar la totalidad del poder político. Surgieron así gobiernos con tendencias bonapartistas, pero al mismo tiempo más débiles. La tendencia a la polarización política y social, que alimentaba una lucha de clases cada vez más dura y exigente, socavaba las bases de todos los intentos de construir algún gobierno fuerte.
La profunda deslegitimidad de todas las instituciones estatales y de los partidos políticos, a quienes se asociaba con la “Rosca” y a la cual se responsabilizaba de las causas y consecuencias de la Guerra del Chaco, alentó el surgimiento de fuertes movimientos sociales, fundamentalmente de los trabajadores y de algunas franjas de clases medias que habían encontrado en el nacionalismo burgués la creencia de una solución duradera de la profunda crisis de hegemonía que atravesaba el país. La situación alentaba de manera progresiva a la búsqueda de salidas de fuerza que buscaban establecer una nueva relación de fuerzas entre las clases, en la que los militares se sentían convocados a intentar cumplir ese papel ordenador. Lo hacían sosteniendo el proyecto oligárquico, que solo se expresaba en dosis mayores de represión y violencia estatal y/o mediante el reformismo nacionalista.
La sucesión de masacres contra el pueblo como la masacre de Catavi de 1942, masacre de Chayanta en 1947, masacre de Chuspipata en 1944, guerra civil de 1949, masacre de Pura Pura a trabajadores fabriles en 1951, son solo algunas muestras de esta primera orientación. Lejos de sembrar algo de orden, esta política detonaba respuestas obreras, campesinas y populares cada vez más radicalizadas, política y metodológicamente, aumentando cada vez más la crisis. Esto se alternaba con reformas modernizadoras del Estado, impulsadas por el nacionalismo burgués, sin tocar profundamente las raíces estructurales de la crisis, pero donde cada reforma, lejos de pasivizar la acción obrera y popular solo alentaba la movilización a ir por más.
Expresión de esto lo tenemos en el establecimiento de la autonomía universitaria en los 30, la Constitución de 1938, y el inicio del constitucionalismo social, la abolición del pongueaje y otras prácticas indignas y aberrantes de explotación del indio, durante el gobierno de Villarroel, entre otras.
Es en este marco de irresolución de la crisis, que los trabajadores del campo y la ciudad afilaron y perfeccionaron sus herramientas de lucha, realizando un poderoso aprendizaje político ante cada una de estas experiencias, ya sean reaccionarias o reformistas. Ante la masacre de Catavi por ejemplo, los trabajadores mineros impulsaron el primer pacto obrero- universitario para romper el aislamiento de las huelgas. En 1946, luego de la caída de Villarroel, en el mes de julio, los trabajadores mineros impulsaron las llamadas Tesis de Pulacayo, un avanzado documento que establecía la independencia política para la lucha, la necesidad del armamento obrero frente a la represión y la perspectiva de la lucha revolucionaria por el poder del Estado. Los trabajadores mineros incluso impulsaron para las elecciones de 1947 el Bloque Minero Parlamentario con resultados sorprendentes y donde la izquierda obrera conquistó un importante lugar en el parlamento, situación que alentó su cierre y exilio de los recientemente elegidos diputados. Así en un largo proceso de casi 20 años las y los trabajadores forjaron las fuerzas que realizarán la revolución en abril de 1952 y que se fueron templando al calor de la huelga y la movilización como formas privilegiadas de lucha.
Solidaridad, unidad y coordinación: lecciones para el presente
Hoy, cuando Latinoamérica atraviesa una profunda crisis general del Estado y sus instituciones, luego del fracaso de la gran empresa neoliberal y el posterior intento de reformas de un “neoliberalismo humanizado”, progresismos mediante, lo cierto es que lejos de un desarrollo más armónico, lo que ha quedado es una creciente polarización social y política alimentada por las profundas desigualdades económicas y sociales que las últimas décadas sembraron.
Las clases dominantes empiezan a ensayar salidas cada vez más autoritarias y reaccionarias, volviendo a intentonas golpistas y bonapartistas que alimentan la resistencia obrera, campesina y popular. El golpe de Estado del 2019 en Bolivia, antes el golpe judicial en Brasil, el golpe parlamentario de Boluarte en Perú o el construido asenso de Milei en Argentina son expresión de estas tendencias conservadoras y oligárquicas que buscan salir de la crisis agravando las medidas neoliberales y de subordinación al imperialismo. Buscan imponerles a las y los trabajadores y el pueblo condiciones espantosas de vida y de trabajo, alentando la resignación y la desmoralización para, sobre una nueva relación de fuerzas, dar una bocanada de aire fresco al capitalismo atrasado y dependiente regional.
Es en este escenario que las lecciones revolucionarias de todo el proceso que conduce a la revolución del 52 dejan enormes lecciones para la resistencia y la lucha actual de los pueblos de Latinoamérica. La recuperación de la huelga general como herramienta de lucha, la solidaridad con quienes vienen recibiendo los primeros golpes de las clases dominantes, la unidad para evitar pelear separados y fragmentados se convierten en la base de cualquier resistencia seria.
Es que con varias décadas de ofensiva neoliberal que contó con la colaboración de las diversas burocracias sindicales y de los movimientos sociales, la fragmentación de las filas obreras ha crecido geométricamente diluyendo la identidad de clase. Es por eso que hoy más que nunca hay que recuperar aspectos básicos de una conciencia alternativa a la resignación e independiente de quienes nos han traído a este estado de cosas. Hay que arrancar con la solidaridad con los agraviados y agraviadas por las medidas de ajuste. Ante la impotencia y pasividad de las organizaciones sindicales controladas por la burocracia se plantea de manera urgente la necesidad de unir por abajo las diversas muestras de resistencia y lucha, avanzando en la coordinación de las demandas y de las medidas de fuerza.
Latinoamérica empieza a transitar, con desigualdades y con ritmos propios, un camino similar al que recorrieron los trabajadores del altiplano ocho décadas atrás. Se hace urgente prepararse en consecuencia para combates cada vez más decisivos para el futuro de las y los trabajadores y el pueblo. El aprendizaje de los combates pasados de nuestra clase se convierte en una tarea central si pretendemos no solo desbaratar los planes de ajuste en marcha sino, especialmente para poder forjar una estrategia que permita vencer. La lucha por un partido de los trabajadores y trabajadoras, socialista y revolucionario, se convierte en la tarea más urgente del momento, no solo para recoger las lecciones de las experiencias pasadas sino especialmente para transformarlas en política al servicio de la acción presente.
Acerca del autor
Javo Ferreira es fundador y dirigente de la Liga Obrera Revolucionaria de Bolivia, organización que integra la Fracción Trotskista-Cuarta Internacional. Autor de Comunidad, indigenismo y marxismo, Ediciones IPS y parte del consejo editorial de La Izquierda Diario Bolivia.
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