A 59 años del golpe de Estado en Brasil se vuelven a discutir aquellos acontecimientos y el rol de sus FFAA con particular atención. En los últimos años, con Jair Messias Bolsonaro admirador de la dictadura, su actuación política en la escena pública se naturalizó como con ningún otro gobierno reciente. ¿Cuáles son los motivos de esa legitimidad que perdura? ¿Cuáles fueron los momentos fundacionales de la historia cercana que construyeron esta singularidad brasileña? ¿Cuál fue su actuación en la transición? ¿Qué prerrogativas e influencias se aseguraron?
Liliana O. Calo @LilianaOgCa
Sábado 1ro de abril de 2023 00:00
Imagen: Juan Atacho.
El Golpe preventivo
La experiencia brasileña nos obliga como hipótesis a remontarnos al golpe de 1964: preventivo, de larga duración y características propias respecto a otras dictaduras latinoamericanas. En cuanto a lo primero, situemos el contexto. En los años anteriores al golpe, entre 1961 y 1964, se sucedieron en Brasil dos intentos de gobiernos fuertes: la efímera presidencia de Janio Quadros y el gobierno de João Goulart en sus dos facetas, parlamentaria y presidencialista, que intentaron en el contexto de las presiones norteamericanas y el aumento de la conflictividad social, encaminar sucesivas crisis político institucionales e implementar un plan de estabilización económica que resolviera los problemas del financiamiento externo y la cuestión agraria.
Recordemos que en la época John F. Kennedy asumía la presidencia de EEUU. (1961-1963) heredando de Eisenhower un continente con varios frentes de contienda, en primer lugar el de “la revolución cubana”, símbolo para las izquierdas latinoamericanas. Kennedy trató de contrarrestar esa influencia proponiendo la creación de la “Alianza para el Progreso” y una orientación de mayor protagonismo de las Fuerzas Armadas que, coordinadas desde el Pentágono, se preparaban para la lucha contrainsurgente alentando su participación en la política interna de los países. La nueva fórmula de disciplinamiento combinaba las amenazas extracontinentales (lucha contra el comunismo) y las del enemigo interno (la “subversión”). Esta política ofensiva hacia Latinoamérica acompañó las tensiones de la situación brasileña, que alternaba escenarios con divisiones burguesas, crisis económica, conflictividad obrera y de las ligas campesinas, éstas últimas en el Congreso nacional de Belo Horizonte de 1961 habían llegado a declarar la lucha por la reforma agraria “por la ley o por la fuerza”.
En 1961 Jânio Quadros, un populista de derecha del Partido Trabalhista Nacional, que había sido electo presidente para intentar controlar la oleada obrera ascendente, ante las muestras de no poder lograrlo, presionado por el imperialismo y el movimiento obrero y campesino, a solo 7 meses renunció. A pesar de la oposición inicial de la derecha civil y los militares a la asunción del vice João Goulart (un dirigente ligado a la izquierda populista del Partido Trabalhista Brasileiro (PTB) y que fuera ministro de Trabajo de Getúlio Vargas) estos sectores finalmente ceden. Buscan cerrar la crisis abierta y controlar el ascenso obrero y campesino que se desarrollaba, tolerando la presidencia de Goulart sobre la base de un acuerdo entre el PTB, los conservadores del Partido Social Democrático y Unión Democrática Nacional (UDN) creando la figura de un Primer ministro como forma de vaciar su poder.
Sin estar exentos de tensiones de todo tipo, los grupos dominantes aceptaron una forma de gobierno de conciliación de clases, un tipo de “frente popular”, que permitiera contener al movimiento de masas y encauzar la crisis. Vale destacar que al asumir Goulart contaba con mayoritario respaldo popular y el apoyo del Partido Comunista Brasileiro (PCB), que había conquistado una significativa influencia sindical y política, y también de sectores nacionalistas burgueses como el que lideraba Leonel Brizola, que buscaban una relativa autonomía del imperialismo.
Durante su gobierno Goulart mantuvo una política exterior “no alineada”, que le permitía mejorar su condición negociadora con EE.UU y sostener al mismo tiempo relaciones comerciales con los países del Este europeo y oponerse a la intervención militar y económica contra Cuba. Así cuando Kennedy se propuso invadir la isla y exigió el respaldo del gobierno brasileño, mantuvo el principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos, condenando a la vez las bases soviéticas en el territorio isleño.
Los fallidos intentos de acuerdos con los conservadores, el fracaso en recomponer el vínculo con Estados Unidos (Plan Trienal), la crisis económica y la mayor movilización social que provocó (huelgas con ocupación de plantas, paros generales y la continuidad de la lucha campesina), activaron la conspiración golpista que a finales de 1963 comenzó a adoptar una línea más directa, incluyendo preparativos militares y el bloqueo a los créditos externos. El gobierno bonapartista sui generis de Goulart optó por dar un nuevo giro, estrechando contactos entre los parlamentarios nacionalistas y respaldándose en el movimiento obrero y popular. Se sumaba, como síntoma de las divisiones burguesas, una fuerte politización al interior de las Fuerzas Armadas y un creciente inconformismo en la baja oficialidad, que alcanzó su mayor crisis en 1964 durante la rebelión de los marineros, evidenciando la posibilidad de quiebre de la jerarquía interna entre los militares.
Escalando en la confrontación, Goulart anunció una serie de medidas llamadas “reformas de base” y la reglamentación de la ley de remesas consideradas de impronta comunista y una señal de radicalización para el alto mando militar y la oposición burguesa que buscaban una subordinación completa con EE.UU (representados por UDN). Fue suficiente para que Washington acelerara los preparativos del golpe en gestación y alinear al gobierno con los intereses de los grandes capitalistas y el imperialismo y poner fin a la agudización de los conflictos en el país, evitando cualquier perspectiva de acciones independientes del movimiento de masas: “restaurar el orden” puesto en peligro por un gobierno que en los términos de la Guerra Fría pretendía “bolchevizar” al país. Entre la noche del 31 de marzo y el 1 de abril de 1964, los militares derrocaron al presidente y casi dos semanas después, en nombre de la autoproclamada “Revolución” brasileña, el general Castelo Branco fue electo presidente por el Congreso. A cuatro años del golpe, ante el reverdecer de las luchas estudiantiles y obreras en 1968, el régimen alcanzó su mayor recrudecimiento represivo, persecutorio y de censura.
La dictadura avanzaba bajo la promesa de convertir a Brasil en una potencia, articulando la dupla “seguridad interna y desarrollo”. El capital extranjero y nacional fueron, como suele decirse, los promotores y beneficiarios detrás del fusil. EE.UU alentó la normalización de relaciones con el país con el propósito de convertirlo nuevamente en punto de apoyo de su influencia sudamericana, promoviendo su despegue económico. De este modo, a partir del llamado “milagro económico” solventado en una mayor dependencia y endeudamiento externo, las inversiones extranjeras directas, la producción de bienes de consumo durables y su contraparte, la pérdida de derechos laborales y una fuerte caída del salario, los militares obtuvieron niveles récord de crecimiento del PBI entre 1968 y 1973. Lograron a su manera, desde el punto de vista de los intereses específicos del capital y contra el movimiento campesino, desarmar el obstáculo de la reforma agraria dando impulso a la industrialización de la agricultura. A contramarcha de las experiencias dictatoriales del cono sur en los setenta, como la argentina asociadas al neoliberalismo, la brasileña exportaba la versión de un “desarrollismo exitoso” y un “militarismo progresista” con la administración del Estado en manos militares.
Transición “lenta, gradual y segura”
Otro elemento de la experiencia brasileña se vincula al modo en que se procesó la transición iniciada a partir de 1974 ("lenta, gradual y segura"), promovida por el régimen, que buscaba un camino para la institucionalización de las FF.AA en la democracia burguesa.
A finales de los años ‘70, a pesar de la represión, detenciones y persecuciones con las que el régimen militar enfrentó el ascenso obrero y popular, el punto de inflexión estratégico para su derrota provino de la política de su dirección. En 1978 estallaron una serie de huelgas masivas contra la pérdida salarial en una de las regiones más industrializadas y de concentración obrera del gran San Pablo (el llamado ABC), inicialmente espontáneas y luego en 1979 encauzadas a través de los sindicatos metalúrgicos liderados por los llamados “sindicalistas auténticos”, cuya principal figura era Lula. Este proceso de huelgas asumió, como relata el sociólogo Ricardo Antunes (A Rebeldia do trabalho), una nítida dimensión política al confrontar la base material del poder político. A este proceso, se suman sectores del movimiento estudiantil, de las clases medias y de la intelectualidad democrática reclamando la amnistía y la lucha contra la carestía de la vida, que contribuyeron a que la huelga de los metalúrgicos de 1980 se convirtiera en un caso testigo de la lucha antidictatorial. El gobierno militar también lo entendió así, y apenas comenzada declaró su ilegalidad, la intervención sindical y la detención de Lula, su máximo dirigente. Sin embargo, el conflicto se mantuvo por casi un mes organizado desde las comisiones de fábricas. El investigador y sociólogo Iram Jácome Rodrigues señala al respecto que, “con su figura más expresiva, Lula, detenido, el movimiento huelguístico no sufrió el menor sobresalto. Cada líder capturado por las autoridades fue seguido por cientos con el mismo vigor, sino mayor.” Contaban además con una enorme solidaridad popular, un gran fondo de huelga, manifestaciones y asambleas de resistencia.
Ante el enorme desgaste para el gobierno y un escenario que se radicalizaba, la dictadura optó por la liberación de Lula para lograr el levantamiento de la huelga, lo que significó el despido de miles de activistas y permitió al régimen retomar la iniciativa. Por este camino, el afianzamiento del movimiento democrático ligado a la agenda de derechos humanos y el cuestionamiento social a la dictadura, que en las calles abría la posibilidad de su derrocamiento, fue encaminado hacia el proceso institucional sin alterar el contenido sustantivo de la transición “pactada por arriba”, que incluía la creación de nuevos partidos.
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La Constitución de 1988
De este modo, la dictadura y las FFAA lograron, no sin contradicciones, mantenerse validados en la transición. La Nueva República brasileña que nace en los ochenta, como detalla el periodista Fabio Victor (Poder Camuflado), fue hija de un pacto político y militar que en nombre de dejar atrás la dictadura ocultó las atrocidades ocurridas en los sótanos de los cuarteles. Uno de sus pilares fue la Ley de Amnistía (1979) promulgada por el gobierno del general João Batista Figueiredo, concedida a quienes entre 1961 y 1979 hubiesen cometido crímenes políticos o relacionados con estos, a militares, funcionarios del Poder legislativo y judicial, dirigentes y representantes sindicales y populares, una vía para lograr la reconciliación y el silencio y un verdadero blindaje a las FFAA asegurándoles impunidad de forma inmediata. Esta ley de amnistía, no sólo permanece intacta sino que en 2010 la Corte Suprema de Brasil avaló su legalidad, sin privarse en el mismo acto de dar un guiño al accionar represivo del presente.
Ya iniciados los años ochenta, en el marco de una economía en recesión, una serie de movilizaciones y reclamos sindicales obligaron a la burguesía brasileña a rediseñar los pactos y consensos para responder a los anhelos democráticos a través de la campaña por las Directas ya, preservando al último presidente militar Figueiredo, al colegio electoral de la dictadura como árbitros del proceso, asegurándose que el primer presidente civil no fuera electo por el voto popular. Lejos de “volver a los cuarteles”, las Fuerzas Armadas, detalla Fabio Víctor, “continuaron barajando las cartas, incluso estando formalmente fuera del poder central. Liderados por Leónidas [Ministro del Ejército], los militares impusieron su agenda en la Asamblea Nacional Constituyente instalada en 1987, y por extensión en la Constitución de 1988”. Constitución que incluyó derechos sociales nuevos, pulverizados año tras año bajo el neoliberalismo tardío en Brasil, y mantuvo la estructura represiva estatal heredada. Como escriben Edson Teles y Renan Quinalha (Espectros da ditadura) sofisticó la militarización de lo cotidiano con la legitimación de las Fuerzas Armadas como “garantes del orden” y su intervención “legítima y constitucional” dando lugar a una “democracia tutelada”.
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En síntesis, el protagonismo de los militares en la escena política brasileña no es producto del azar ni mérito excluyente del reciente gobierno de Bolsonaro. Claramente bajo su gobierno esa “militarización de la política” se ha fortalecido (más de 6 mil militares ocuparon en 2020 funciones en el gobierno federal y una decena fueron ministros) y revitalizado como nunca en los últimos treinta años. No faltan quienes en un camino de nostalgia autoritaria, reivindican hoy los “años de plomo” y a las FFAA como salvadores y garantes de la fórmula “orden y progreso” inscrito en la bandera nacional. Además, las FFAA, como escribe el sociólogo Ernesto López, han ido aggiornando su pragmatismo nacionalista al punto de permitirse una vía desarrollista neoliberal para la explotación privada del petróleo off shore o de los minerales amazónicos, joyas estatales si las hay. Lo que hemos intentado señalar es que este reactivado protagonismo en la escena pública y tutelaje no ha operado en el vacío, que en todo caso ha sabido mantenerse en la sombra hasta los últimos gobiernos del PT y emergió en el país no solo como respuesta reaccionaria a su crisis orgánica, una “fuerza” dispuesta a actuar en nombre de los “intereses del capital", sino también como una herencia de su historia reciente.
Liliana O. Calo
Nació en la ciudad de Bs. As. Historiadora.