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Opinión. ¿Qué tipo de dictadura pretende establecer Milei?

El momento schmittiano de Milei, la delegación de poderes de la “ley ómnibus” y el mega Decreto de Necesidad y Urgencia. ¿Qué es lo que se está jugando hoy?

Matías Maiello

Matías Maiello @MaielloMatias

Martes 9 de enero 19:02

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Carl Schmitt fue, por sobre todo, el más ilustre teórico de la concentración del poder en la figura presidencial, de aquello que desde el marxismo se denomina “bonapartismo”. Asesor de figuras como Franz von Papen o Kurt von Schleicher bajo la República de Weimar, luego será nombrado miembro del consejo asesor de Prusia (Staatsrat) durante el gobierno de Hitler. En su libro de 1920 La dictadura: desde los comienzos del pensamiento moderno de la soberanía hasta la lucha de clases proletaria reflexionó a fondo sobre las vías para limitar la soberanía popular de modo de hacer posible la dominación política de la burguesía en momentos de crisis. Con ese objetivo reconstruyó históricamente el concepto de “dictadura” para recuperar la figura clásica del “dictador” de la República romana. A saber, un magistrado extraordinario comisionado por la duración de una emergencia política, como ser una guerra o un levantamiento interior, cuya comisión consistía en establecer el orden valiéndose de la suspensión de los procedimientos legales normales. Una institución utilizada con frecuencia durante los primeros tiempos de la República romana y que, posteriormente, cobró peso renovado en el contexto de los levantamientos de esclavos que configuraron las llamadas “guerras serviles”. Schmitt se propuso reponer una institución de este tipo, bajo el concepto de “dictadura comisaria”, como atribución legitima del presidente dentro de la república burguesa.

En la actualidad Milei se postula como especie de dictador comisarial schmittiano. El Decreto de Necesidad y Urgencia dictado el 20 de diciembre pasado deroga totalmente 30 leyes y, parcialmente, otras 19, además de modificar más de 200. De un plumazo establece una reforma laboral que ataca el derecho a huelga, los convenios colectivos, etc., deroga la ley de alquileres, da rienda suelta a los oligopolios de la alimentación para lucrar con el hambre, a las prepagas para lucrar con la salud, a los bancos para aumentar los intereses de las tarjetas de crédito, desregula el mercado de tierras para fomentar el saqueo, entre otras medidas. A su vez, con la “ley ómnibus”, Milei aspira a obtener poderes delegados del congreso. Es decir, legislar desde el ejecutivo en materia económica, financiera, fiscal, previsional, de seguridad, defensa, tarifaria, energética, sanitaria, administrativa y social hasta el 31 de diciembre de 2025, prorrogable por dos añitos más.

A decir verdad, con estas prerrogativas, Milei se propone ir más allá que el Schmitt de La dictadura. En aquel libro, el jurista alemán remarcaba que las medidas de emergencia tomadas por el dictador comisarial debían distinguirse claramente de las leyes votadas por el parlamento. Debían ser medidas de carácter “concreto” y, por lo tanto, no podían convertirse en actos legislativos ni de administración de justicia. A lo largo de su carrera y, sobre todo, a medida que se incorporó a los círculos de poder, Schmitt fue relativizando estas consideraciones. En el libro El guardián de la constitución de 1931, seguía distinguiendo entre “medidas” del ejecutivo y “leyes”, pero agregaba que aunque las primeras no eran leyes propiamente dichas, tampoco eran simplemente medidas sino una nueva forma de legislación. Pero será recién en 1932, a pocos meses de afiliarse al nazismo, que, en Legalidad y legitimidad, marcará la existencia de una especie de derecho consuetudinario a partir del cual ahora sería posible que los decretos gubernamentales sustituyeran a las leyes aunque no emanasen del parlamento.

De esta forma, Milei vive su momento schmittiano queriendo acercarse a la figura del dictador comisarial a través del mega DNU y de la delegación de poderes legislativos. No se trataría ahora del dictador comisionado por la oligarquía del Senado romano, sino del dictador al que el parlamento le entregaría poderes extraordinarios como comisionado de la oligarquía de los Techint, Belocopitt, Arcor, Joe Lewis y mucho de lo más granado de la gran burguesía local y extranjera –y el FMI, a no olvidar– para descargar la crisis actual sobre las espaldas de la clase trabajadora, sectores de las clases medias y populares. De concretarse esta alternativa, tendría como correlato la reducción del parlamento a un ornamento de la Casa Rosada. Un charlatorio –más de lo que es en la actualidad– donde a lo sumo se puede cuestionar algún aspecto parcial –especialmente si molesta a cierto sector burgués o a las oligarquías provinciales– mientras se busca eludir la responsabilidad sobre temas vitales para las grandes mayorías.

Para ser justos, si Milei se puede proponer todo esto es porque existe la Constitución del pacto de Olivos (UCR-PJ) de 1994. A pesar de que Milei quiere ir más atrás todavía y volver a la constitución de 1853, eliminando derechos laborales, sociales, democráticos, de protección del medio ambiente, etc., la Constitución del 94 fue la que sancionó la estructura neoliberal del país, cuyas bases fueron impuestas a sangre y fuego por la dictadura y desplegadas a gran escala por el menemismo. Entre los “logros” de aquella Asamblea Constituyente del 94 estuvo el otorgamiento de rango constitucional a los Decretos de Necesidad y Urgencia. No casualmente, desde el propio discurso inaugural de Menem se suscitó todo un debate público en torno al enfoque schmittiano de la reforma constitucional, el cual se encuentra ampliamente reseñado en el libro de Jorge Dotti Carl Schmitt en la Argentina. Allí Menem había planteado crudamente que “el derecho es un elemento del poder, un medio de acción del poder, comportando al mismo tiempo una garantía para su funcionamiento. Y al ser el derecho constitucional el lenguaje del poder, la necesidad de la reforma constitucional surge por la solo existencia del desfasaje entre la Constitución jurídica y la constitución real”. En síntesis, había que poner a tono la Constitución con el neoliberalismo mediante el lenguaje del poder.

Hasta aquel momento, los manuales de derecho constitucional que se estudiaban en las facultades como el de Bidart Campos todavía afirmaban que: “los reglamentos de necesidad y urgencia siempre son inconstitucionales en nuestro régimen, porque la división de poderes que demarca la constitución argentina (que es suprema y rígida) no tolera, ni siquiera por razones de urgencia y necesidad, que el poder ejecutivo ejerza competencias del congreso”. A partir de 1994 esta “división de poderes” quedó expuesta como lo que es, una ficción que no se creen ni siquiera quienes la defienden. Pero será recién bajo el gobierno de Néstor Kirchner que los DNU obtendrán su reglamentación actual donde basta que el Congreso no trate el decreto o bien que lo apruebe una sola de las cámaras para que el DNU quede vigente. Solo puede ser desactivado con el rechazo de ambas cámaras.

La defensa de aquel proyecto estuvo a cargo de Cristina Fernández de Kirchner, en su momento presidenta de la comisión de asuntos constitucionales. Previamente, siendo diputada, Fernández había presentado un proyecto totalmente distinto en el que sostenía que si pasaban treinta días sin que los plenarios de las cámaras tratasen el dictamen de la comisión bicameral, el decreto en cuestión perdía vigencia. Pero estos “principios” quedaron en el pasado. La nueva reglamentación que finalmente se impuso fue criticada por establecer una sanción ficta o tácita de los DNU. Es decir, que mediante aquellos mecanismos –que son los que rigen en la actualidad– los DNU se daban por aprobados sin manifestación expresa de la voluntad del parlamento. Dicho sencillamente, que el Congreso quedaba virtualmente pintado si el ejecutivo quería legislar mediante DNU.

En este cuadro, entonces, tenemos a Milei abrazado a Carl Schmitt, autor que dedicó su obra a combatir vehementemente el pensamiento liberal por derecha. En su momento, allá por los años 30 del siglo pasado, uno de sus mayores oponentes fue el afamado jurista liberal austríaco Hans Kelsen, quién salió al cruce del proyecto de concentración de poderes en la presidencia que enarbolaba Schmitt. En la polémica que enfrentó a ambos sobre quién debería ser “el guardián de la constitución”, si el Presidente o un órgano judicial (Tribunal Constitucional), Kelsen sostuvo que el planteo de Schmitt:

“…no es más que una ideología burguesa destinada a ocultar el antagonismo en el que se encuentra el proletariado, o al menos una gran parte del mismo, con respecto al Estado legislativo contemporáneo, al igual que la burguesía se encontraba en una posición antagónica, a principios del siglo XIX, con respecto al Estado policial ‘total’ de la monarquía absoluta. Es una ideología que proclama una unidad de Estado y sociedad que de hecho no existe, porque la lucha de clases no se desarrolla como una lucha entre diferentes órganos del Estado, sino como una lucha de una parte de la sociedad que no está integrada en el Estado, ya que no se identifica con el Estado, contra otra parte de la sociedad que ‘es’ el Estado, porque, y en la medida en que, el orden del Estado garantiza los intereses de esa parte de la sociedad” (Kelsen, “¿Quién debería ser el guardián de la Constitución?”).

De esta forma, Kelsen impugnaba las prerrogativas que Schmitt quería darle a la figura presidencial bajo el argumento, dicho mal y pronto, de que había sido votado por el pueblo y que, por tanto, podía llevarse puesto al parlamento. Parte de la crítica de Kelsen a este planteo consistía en que no se trata de una lucha entre diferentes órganos del Estado sino de una parte de la sociedad contra otra. Y en esto tenía razón. Claro que para Kelsen la solución pasaba por los tribunales. Era el poder judicial el que podía situarse por encima de estos conflictos y “defender la constitución”, más específicamente un tribunal constitucional que resolviese sobre la coherencia de la acción legislativa y gubernamental con la Constitución por sobre los intereses en disputa. Diríamos que postulaba una especie de “bonapartismo judicial”.

En nuestro caso, se presentaron acciones de amparo para que se suspenda el capítulo laboral del DNU a partir de las cuales se han dictado medidas cautelares que suspenden esta parte. Además, circulan otras múltiples impugnaciones a la constitucionalidad del decreto. La Corte Suprema, que tendrá que decidir finalmente, ya aclaró que va esperar que pase la feria judicial para ver cómo sopla el viento e, hipotéticamente, pronunciarse. Sea como fuere, al contrario de lo que podía suponer Kelsen, el poder judicial carente de legitimidad democrática propia es parte integral del entramado de intereses capitalistas. Es juez y parte, como se dice. La única “independencia” real que tiene es respecto al voto popular. Tanto es así que no tiene problema en concebirse a sí mismo como poder “contramayoritario”, es decir, atribuirse explícitamente la prerrogativa de contrapesar la voluntad popular.

La cercanía de Milei con Schmitt y su distancia de Kelsen tampoco tiene que sorprendernos. El gobierno de Milei no es liberal, es algo más preciso, es neoliberal con todas las letras; y esto más allá de las ínfulas paleolibertarias. Como señala Perry Anderson en su libro Spectrum, Friedrich Hayek, uno de los padres fundadores del neoliberalismo, en Law, Legislation and Liberty afirmaba allá por los años ’70 que “el modelo predominante en las instituciones democráticas liberales” del mundo occidental “conduce sin remedio hacia una transformación gradual del orden espontáneo de una sociedad libre en un sistema totalitario”. Entendido como “sistema totalitario” todo aquel que no corone a la propiedad privada capitalista como principal derecho sagrado. Frente a aquella tendencia fatal de las democracias liberales, Hayek resaltaba que Schmitt había comprendido en su tiempo, más que cualquier otro pensador este problema y que para evitarlo era necesario recuperar aspectos centrales de su pensamiento.

De hecho Hayek proponía desmantelar las asambleas legislativas tal cual las conocemos y transformarlas en dos organismos nuevos con competencias y electorados distintos. La cámara principal, guardiana del imperio de la ley, debía ser votada solo por los mayores de 45 años. De fondo planteaba la necesidad de constituir “democracias limitadas”. La traducción histórica de esto puede sintetizarse en el apoyo que dieran, junto con otro de los próceres del neoliberalismo que da nombre a uno de los perros de Milei, Milton Friedman, a “dictaduras liberales” como la de Pinochet en Chile. Con razón, el diputado Christian Castillo les recordó en el debate de comisiones a los diputados radicales que vayan a dejar pasar los planteos de Milei que terminen con la hipocresía y no hablen nunca más de republicanismo, y a los propios del PRO (“Propuesta Republicana”) que se pasen a llamar “Propuesta Monárquica” porque es eso lo que están defendiendo con la delegación de poderes y la aceptación del DNU.

Claro que una cosa es querer ser un gobernante schmittiano y otra muy distinta es llegar a serlo. En condiciones más propicias que las de Milei, muchos naufragaron en el intento, entre ellos varios gobiernos asesorados por el propio Schmitt. El resultado dependerá en primera instancia de la lucha de clases, de la capacidad de movilización que logre desplegar la clase trabajadora y el movimiento de masas para derrotar los planes de las clases dominantes y de plantear una salida a la crisis favorable a los intereses de las grandes mayorías.

Más o menos por la misma época de las elaboraciones de Schmitt que fuimos mencionando, Trotsky formuló, como parte de la constelación de la Tercera Internacional, una serie de respuestas a estos mismos problemas desde el otro lado de la barricada. Si en el caso de Schmitt se trataba de buscar las vías para ponerle límites a la soberanía popular de modo de hacer posible la dominación política de la burguesía en momentos de crisis, en el caso de Trotsky se trataba de desplegar y organizar la potencia del movimiento de masas para que su peso decisivo incline la balanza a favor de las mayorías.

Desde este ángulo, y retomando planteos de Marx, sostenía la necesidad de suprimir la presidencia, una institución que oficia de sustituto de las antiguas monarquías, también de terminar con el senado, que no se elige por sufragio proporcional y cuya única función es frenar cualquier ley que afecte los intereses de la burguesía. En su lugar, planteaba la necesidad poner en pie una asamblea única que debía combinar los poderes legislativo y ejecutivo, cuyos representantes debían ser elegidos cada dos años, cobrar lo mismo que un trabajador y, muy importante, ser revocables en cualquier momento por sus electores si estos consideraban que no había sido respetado su mandato. Se trataba de elementos de una democracia radical que podían allanar el camino hacia una democracia superior, de otra clase, cimentada en el poder de los trabajadores.

Estos planteos eran parte de una perspectiva mucho más amplia de democracia, basada en consejos de diputados que puedan establecer un contacto infinitamente más estrecho con la mayoría del pueblo trabajador que cualquier institución parlamentaria. Donde el “espacio público” supere los límites actuales para entrelazarse con el entamado que hace a la producción y reproducción de la sociedad. Donde los establecimientos de trabajo, como las fábricas, las empresas, las oficinas, los campos, los hospitales, así como las escuelas y las universidades, sean también lugares de deliberación así como de elección de representantes. De esta forma facilitar que el pueblo trabajador, en tanto soberano, no se disuelva luego de cada elección y pueda gobernar en el sentido más amplio del término, no solo definiendo el destino político de la sociedad sino también planificando racionalmente los recursos económicos terminando con el principio rector de la propiedad privada de los medios de producción.

Hace muchas décadas que nos vendieron que la única democracia posible es la democracia burguesa actual, que no casualmente nace luego de la derrota del movimiento de masas con la dictadura militar y se consolida con la constitución de 1994 en plena ofensiva neoliberal. El momento schmittiano de Milei es una buena ocasión para revisar ese dogma. Hoy la dictadura comisarial que pretende Milei con el DNU y la delegación de poderes, de prosperar implicaría el establecimiento de un bonapartismo autoritario al servicio de lo más concentrado del poder económico capitalista para descargar la crisis actual sobre las espaldas del pueblo trabajador. Las cartas están sobre la mesa. Estos son los términos en los que está planteada la lucha hoy.


Matías Maiello

Buenos Aires, 1979. Sociólogo y docente (UBA). Militante del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS). Coautor con Emilio Albamonte del libro Estrategia Socialista y Arte Militar (2017) y autor de De la movilización a la revolución (2022).

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