Ante la escalada de la quema de la Amazonia brasileña por parte de los empresarios agrarios, reproducimos la declaración del Movimiento Revolucionario de Trabajadores, grupo de la Fracción Trotskista que impulsa Esquerda Diario en Brasil.
Viernes 23 de agosto de 2019 01:00
La columna de humo (materia en suspensión, hollín) que esta semana inundó el cielo de San Pablo, parte de la provincia de Mato Grosso do Sul y de Pará, trajo el ocaso a las 3 de la tarde. Ojalá hubiese sido un fenómeno natural, pero en realidad fue uno de los efectos de la política predatoria fomentada por Bolsonaro en nombre del agronegocio y de la minería, dispuesta a avanzar devastando lo que se encuentre en el camino.
La oscuridad fue provocada por la llegada de un frente frío que trajo vientos con una enorme masa de humo, materia originada en quemas en la frontera de Mato Groso do Sul con Paraguay y Bolivia. El hecho fue tema internacional y se transformó en un alerta sobre la degradación y destrucción del medioambiente y de los recursos naturales promovidos por la sed de ganancias de los capitalistas.
El fenómeno es resultado directo de cada incentivo de Bolsonaro al desmonte, sus declaraciones incendiarias y sus acciones de flexibilización del código ambiental, que tiran nafta a la saña de los ruralistas, que incitados por el presidente hacen que la Amazonia arda en llamas, avanzando sus latifundios por la región. Es el resultado indirecto de años y años en los que todos los gobiernos -desde Fernando Henrique Cardoso a Lula da Silva y Dilma Rousseff- le dieron miles de millones al agronegocio, que quieren más y más tierras para pasturas y soja.
El rastro de fuego, visible desde el espacio, acompaña la expansión del agronegocio dejando una estela de sangre de los pueblos originarios, quilombolas, poblaciones tradicionales, diezmando la fauna y la flora nativas. Crecen las zonas en conflicto por tierra, mientras Bolsonaro incentiva la apropiación de tierras por parte de los ruralistas, criminaliza los movimientos que luchan por la reforma agraria, tildando al Movimiento Sin Tierras (MST) de “organización terrorista”, y deseando la liberación de la tenencia de armas en el campo, para incrementar el asesinato de líderes del movimiento por tierras.
Las mismas ironías y excusas que vimos de Bolsonaro ante el fuego, las vimos en sus declaraciones ante la muerte de una líder de los pueblos originarios en un lugar de conflicto con mineros; la vimos ante la creciente cantidad de represas en riesgo de colapso, la vemos en cada mega obra que busca satisfacer la minería predatoria, como en el corazón de la Amazonia, en Carajás y todo su arco.
Las quemas fueron organizadas conciente y criminalmente por los latifundistas, hubo un “día de fuego” publicado y convocado por diarios del sudoeste de Pará, como relató incluso el diario Folha de S.Paulo. La región que más quemas tuvo une el norte de Mato Grosso a puertos en Pará, justamente la ruta BR-163, que Bolsonaro tanto propagandizó estar pavimentando, y una política de gobierno que siempre figura en los editoriales de los grandes medios como una de las realizaciones del reaccionario gobierno.
La propia acción de quemar tierras atiende a declaraciones públicas de Bolsonaro que más de una vez dijo que lo haría y ahora, ante la catástrofe, tuvo la caradurez de acusar a las ONG por lo que hizo el agronegocio.
El mapa de la destrucción con fuego coincide rigurosamente con las zonas donde más avance de la soja hubo:
Según los datos del Programa Queimadas del Instituto Nacional de Investigación Espacial (INPE, por sus siglas en portugués), las quemas en todo el territorio brasileño aumentaron 82% con respecto al mismo período de 2018, y más de la mitad de esos focos están en la Amazonia. La provincia de Mato Grosso lidera la lista con mayor cantidad de quemas (19% del total) y es un alerta ambiental, creciendo 88% con respecto al mismo período del año pasado. El programa señala que más de la mitad de los focos de quemas de 2019 están en la Amazonia y 19% de ellas están en Mato Grosso. Según ese mismo programa, la elevada cantidad de focos de quema es impulsado por el avance del desmonte, que a su vez acompaña el aumento de la tierra cultivada por la soja.
A pesar de que el gobierno de Bolsonaro intenta esconder los datos, despidió al antiguo director del INPE Ricardo Galvão en represalia por haber publicado datos alarmantes, la situación también fue registrada por el satélite de referencia AQUA_M-T, administrado por la NASA, que divulgó un estudio en el que señala que la cantidad de focos de quemas de enero a agosto de 2019 es el mayor registrado en los últimos cinco años y duplican los datos divulgados por el INPE. Según el estudio, la Amazonia brasileña perdió más de una Alemania en área de floresta entre 2000 y 2017.
El matrimonio de intereses del agronegocio y el oscurantismo de la extrema derecha
Es más que evidente el alineamiento de Bolsonaro con los sectores del agronegocio, como también con las mineras. Desde su asunción el gobierno viene avanzando en incontables medidas asesinas para las poblaciones tradicionales y pueblos originarios y de devastación del medio ambiente en favor de los intereses de esos sectores. Para citar solo algunas: empezando por el nombramiento del ministro (anti) Medio Ambiente Ricardo Salles, que está acusado de crímenes ambientales; la liberación indiscriminada de agrotóxicos potencialmente cancerígenos (varios de ellos prohibidos en otros países); la modificación de 16 artículos de la Ley del Código Forestal que “desburocratiza” licencias para la destrucción de la floresta amazónica, del Serrado y de la Mata Atlántica; la deslegitimación de los alarmantes datos sobre desmonte del INPE, que resultaron en el despido de su presidente Ricardo Galvão; la revisión de 334 Unidades de Conservación (áreas pasibles de protección); intento de extinción de reservas ambientales; intento de legalizar la minería en tierras de pueblos originarios; suspensión de las revisiones ambientales sin aviso previo, vaciamiento del poder de intervención del IBAMA (Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables); y para facilitar todo esto, portación de armas para los terratenientes.
Esta política de devastación ambiental representa el encuentro de intereses provenientes de la ganancia ilimitada de los ruralistas potenciada por la mentalidad oscurantista y reaccionaria de la extrema derecha, que refuta el conocimiento científico al negar el calentamiento global y afirma el terraplanismo. Mientras su gobierno implementa medidas de destrucción, Bolsonaro se burla de la situación; afirma que preocupación ambiental es cosa para “veganos que solo comen vegetales”, además de ser parte de la banda oscurantista que cree que la “tesis” del calentamiento global fue inventada para que las ONG pudieran hacer ganancias con las batallas para “salvar el mundo”, y que ahora serían ellas y no los terratenientes los criminales. El discurso anti ambientalista de Bolsonaro es una extención del discurso de Trump y de la extrema derecha global, que al igual que él rechaza el calentamiento global, rompe acuerdos climáticos y revisa la legislación ambiental en beneficio del agronegocio y de las gigantes industrias estadounidenses.
El avance de la frontera agrícola mira la Amazonia
A pesar del realismo fantástico del “fenómeno” de esta semana, que expuso el nivel de la catástrofe ambiental que las políticas de Bolsonaro ya están produciendo en Brasil, para entender el estadio actual de la devastación del medioambiente, hay que retomar los antecedentes de la expansión de la frontera agrícola, la principal fuerza motriz de esa devastación.
Desde que el cultivo de la soja fue adaptado para la Sabana brasileña, los años 80 y 90 asistieron a la expansión acelerada de la frontera agrícola hacia el centro-oeste. La sobrevaluación del precio de las commodities durante los 2000 solo intensificó ese proceso, ni siquiera la inmensidad del centro-oeste fue suficiente para aplacar el apetito infinito de los terratenientes de Brasil, completamente fusionado tecnológica y financieramente con el imperialismo y el capital financiero que avanza en el campo brasileño, especialmente en la frontera amazónica. En 2003, cuando asumió Lula, los latifundios concentraban 214,8 millones de hectáreas. Al entregar la llave del Planalto a Dilma Rousseff, los latifundios ya ocupaban 318 millones de hectáreas.
Ante el agotamiento de tierras en la región central de Brasil, los ojos de los ruralistas crecieron hacia el norte y hacia la Amazonia, que se transformó en la nueva frontera de expansión. Como evidencia de este proceso, en el primer año de la década del 90, la producción de soja en la región norte era de 0,2 toneladas, en el año 2013 la producción saltó a 3,3 millones de toneladas. En 2018 solo la provincia de Tocantins ya producía 3,1 millones de toneladas de soja, y la región norte ya había alcanzado 5,9 millones de toneladas.
Bajo la gestión petista los grandes ruralistas tuvieron voceros destacados en los ministerios, por ejemplo con la expresidenta de la Confederación de Agricultura y Ganadería del Brasil (CNA), Kátia Abreu (PDT de Tocantins) y amplio estímulo para expandir sus latifundios, con de enormes fondos para seguir aumentando las zafras récord que tendrían como destino abastecer los voraces mercados chinos. Mientras el agronegocio representaba 12% del PBI en 1984, cayó 6% en 1993, subió nuevamente durante F.H.Cardoso a niveles cercanos a los del fin de la dictadura, aumentó vertiginosamente en los gobiernos del PT, alcanzando 23,5% del PBI en 2015, mismo porcentaje encontrado en 2017. Por lo tanto, el relato petista que se exenta de responsabilidad sobre la alarmante escalada de la devastación de la floresta amazónica es falso.
Sin entender estas transformaciones del agronegocio en la participación de la dinámica de la economía brasileña –que se trasladaron a la esfera política- es imposible ubicar los orígenes de la política (anti)ambiental del actual gobierno. Esta nueva fracción de la clase ruralista, oriunda del centro-oeste y del Paraná, desde su ruptura con el proyecto de conciliación petista, tuvo importante actuación para la aprobación del golpe institucional, transformándose en una de las fuerzas protagónicas de la reaccionaria agenda golpista que encontró en Bolsonaro, aunque heredero ilegítimo, un aliado para la aplicación dura de los ataques económicos y retrocesos ambientales en el país.
El agronegocio brasileño quiere aprovechar la ventana de oportunidad de exportación a China, que aplicó tarifas a la soja de Estados Unidos, perjudicando el precio de ese producto estadounidense en represalia a las tarifas que Trump aplicó contra China. Como el grano de Estados Unidos se hizo más caro, China sustituyó las compras a Estados Unidos por el producto de Brasil. Con eso, Brasil se transformó en el primer exportador de soja a China –y en el mundo. En 2018, primer año de la guerra comercial, las exportaciones brasileñas a China crecieron el 35% en comparación con 2017, generando una balanza comercial positiva para Brasil en 30 mil millones de dólares. La soja fue la mayor beneficiada, con una exportación adicional de 7 mil millones de dólares a China, en comparación con 2017. Es una monstruosidad que la Amazonia sea destruida por la sed de ganancia de los capitalistas y de Bolsonaro, que los favorece.
La oposición irreconciliable entre el capitalismo y las supuestas alternativas “verdes”
La elección de Bolsonaro representó el triunfo del proyecto burgués de retrocesos para el país. Al igual que la burguesía mundial, la burguesía brasileña no posee ningún proyecto de crecimiento para ofrecer frente al "estancamiento secular". En el contexto global, el neoliberalismo senil, calcado en la quita de derechos y en la superexplotación de los trabajadores, que nos quiere obligar a trabajar hasta la muerte, no surte efecto en ninguna parte. En Brasil, dada la posición subalterna en la división del trabajo mundial como "granero del mundo", además de la intensificación de la explotación humana, este proyecto implica la superexplotación de los recursos naturales y su devastación. Dentro del contexto de guerra comercial e intensificación de la competencia nacionalista entre los países, la ventaja comparativa de la burguesía brasileña está en la alta tasa de productividad del campo, que busca ampliar al costo de la expansión de los latifundios hacia la selva amazónica.
En este contexto, la selva amazónica, patrimonio sin igual de la biodiversidad mundial, se transforma en un escenario más intenso de las disputas de los intereses geopolíticos capitalistas. La política de devastación ambiental de Bolsonaro provocó las reacciones de Alemania y Noruega, que tomaron represalias estrangulando el multimillonario Fondo Amazonia, que costea programas de monitoreo y combate al desmonte, además de poner bajo amenaza el acuerdo entre el Mercosur y la Unión Europea.
La hipocresía del "imperialismo verde" europeo no tiene fin. El agronegocio de granos en Brasil está completamente cartelizado por traders imperialistas que dominan la distribución de semillas transgénicas, agrotóxicos, fertilizantes, los silos y la logística, además de su posterior comercialización. Las cuatro traders que dominan el país son las estadounidenses Cargill y ADM, la francesa Dreyfuss y la holandesa Bungee. Solo esas cuatro empresas manejan el 80% del comercio de soja de Mato Gross, pero encuentran creciente competencia de la china COFCA, de la rusa Sodrujestevo, de la japonesa Mitsui y del grupo Amaggi, de Blairo Maggi, ex gobernador de Mato Grosso. Esas empresas imperialistas comercializan semillas producidas por empresas de capital europeo, como las alemanas BayerCropScience, que adquirió a la estadounidense Monsanto. Incluso el supuestamente ecológico capitalismo noruego gana con la devastación en Brasil: la mayor empresa de fertilizantes del mundo, la estatal noruega Yara, tiene más de 25% de su facturación mundial en el agronegocio brasileño.
Bolsonaro habla de defender la autonomía nacional, una hipocresía para quienes se ubican como vasallos del imperialismo yanqui, y que en el mismo día que dice esto anuncia la privatización de 17 empresas estatales. Bolsonaro afirma que su gobierno no se doblega frente a las imposiciones de los países de la Unión Europea para "demarcar tierras de pueblos originarios" y aceptar la presencia de ONG extranjeras.
Todo este escándalo y crimen ocurre en medio de la semana del clima en Salvador, donde el ministro de Medio Ambiente fue silbado, pero también los acuerdos de la Conferencia de las Partes (COP), que tiene como uno de sus objetivos declarados el control de la polución del aire y que sirven para que los países imperialistas ofrezcan otras tecnologías, mercancías y gestión para mitigar las consecuencias que dejan las ganancias de sus empresas Yara, Bayer y Monsanto.
Las formas bárbaras que toma la acumulación capitalista en la Amazonia y en el Cerrado (la sabana brasileña) bajo el gobierno de Bolsonaro, una forma mucho más ardiente y violenta de lo que ya se desarrollaba bajo el petismo. En los dos casos, para la ganancia imperialista. La barbarie amazónica del capitalismo tiene su correlato en los ríos inflamables en Australia y en Estados Unidos gracias al fracking para producir gas natural más barato, interminables nubes de smog en China e India. El atardecer a las tres de la tarde en San Pablo es solo el comienzo de las epidemias y desastres, del futuro distópico que el capitalismo nos reserva si no lo detenemos.
Frente a la hipocresía imperialista, la desenfrenada barbarie del agronegocio y de la minería en Brasil, con sus desastres en ciudades como Brumadinho y Mariana en la memoria, queda más que en evidencia la completa incapacidad de impedir la continuidad de esta devastación bajo el capitalismo. Una vez más son los sectores de la juventud los que sienten y expresan de forma más evidente esta perspectiva catastrófica que el capitalismo les impone. En distintas partes del mundo los jóvenes protagonizan incontables manifestaciones contra los cambios climáticos producto de la devastación ambiental, como los "viernes por el futuro" de Europa. En Brasil también son los jóvenes la línea de frente de los cuestionamientos a las políticas devastadoras de Bolsonaro. Es necesario un programa y una estrategia anticapitalista al lado de los trabajadores para que esa joven generación pueda luchar por su futuro.
Ante la devastación hay que imponer la inmediata suspensión de todas las multimillonarias partidas presupuestarias al plan Safra de los terratenientes y su inmediata aplicación a planes de combate al incendio, reforestación y gestión de los bosques. Ante los miles de millones de dólares exportados anualmente en soja, maíz y carne a costa de la devastación ambiental y humana, hay que levantar una campaña por la estatización sin indemnización de todas las traders y sus multimillonarios recursos financieros, logísticos y tecnológicos. La posesión de esas empresas implicaría el monopolio estatal del comercio de la soja, permitiendo que esas riquezas no sean para un puñado de imperialistas y latifundistas. Una empresa estatal, controlada por los trabajadores, permitiría el uso de las más modernas tecnologías, hoy usadas para la ganancia y la devastación, para el desarrollo humano y de otro metabolismo orgánico con la naturaleza y todos los pueblos tradicionales y originarios. Esos recursos bajo control de los trabajadores permitirían crear institutos de investigación junto con científicos y pobladores de la región para desarrollar nuevas relaciones entre los seres humanos y la naturaleza.
Un programa como este, obrero y anticapitalista, sería una poderosa palanca en la lucha para que los trabajadores de todo el país tomen en sus manos la lucha junto a los campesinos, quilombolas y pueblos originarios para abolir esa herencia colonial y esclavista del latifundio, y ofrecer tierra, crédito y tecnologías a todos los que quieran trabajar en ella.
La actual etapa de desarrollo capitalista reafirma el desencuentro entre la dinámica interna de su proceso de acumulación y la construcción de alternativas sustentables en el capitalismo. Sin embargo, engendra también las posibilidades técnicas y del sujeto social, los trabajadores, que la pueden superar. El desarrollo tecnológico sigue hoy subordinado a la ampliación del uso predatorio de los recursos. La competencia entre las naciones transforma el discurso ambiental en demagogia para que las naciones desarrolladas, a la vez las grandes contaminantes del mundo, chantajeen con metas de sustentabilidad el crecimiento de los países en desarrollo.
La transformación de esa realidad implica un cambio radical de la sociedad en la que vivimos. No hay conciliación histórica posible entre una producción volcada hacia la ganancia -cuya dinámica inexorable es la acumulación del capital- y cualquier cosa parecida a la utilización racional y ambientalmente correcta de los recursos naturales. Solo la organización de una sociedad emancipada de las garras del capital, y por lo tanto, con productores libres y asociados podrá superar la explotación predatoria de la naturaleza, la crisis ambiental y la miseria social a la que estamos sometidos.