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Red Internacional
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Opinión. Antifascismo o farsa: la construcción de un enemigo a medida

Tras un año de Milei y en medio de la crisis de la criptoestafa publicamos la opinión de Ezequiel Rifos, militante del No Pasaran de Puerto Madryn sobre si Javier Milei, es un ferviente defensor de los grandes capitalistas, de la desigualdad social y del egoísmo individual es la encarnación del fascismo en el siglo XXI y cuales son las vías para derrotar este proyecto y abrir una perspectiva anticapitalista y socialista.

Martes 18 de febrero 19:05

En el debate político actual, el término ’fascismo’ ha dejado de ser una categoría de análisis concreto para transformarse en una etiqueta vacía, utilizada indiscriminadamente por diversos sectores, incluidos aquellos que se autodenominan progresistas. Más que describir un fenómeno real, esta palabra funciona como un recurso retórico para fabricar un enemigo conveniente contra el cual definirse. Así, el antifascismo deja de ser una lucha material contra un régimen de terror y se convierte en un gesto simbólico que, lejos de cuestionar las estructuras de poder que engendran la reacción, termina reforzando el statu quo. Esta nota busca esclarecer algunas ideas y desmontar otras, con el objetivo de aportar claridad al debate actual.

El término "fascismo" ha pasado de ser un concepto político bien definido a una etiqueta que se usa para todo, y su uso se ha incrementado especialmente desde que Elon Musk realizó un saludo nazi. En este contexto, personajes como Donald Trump, Elon Musk, Giorgia Meloni, Nayib Bukele y Javier Milei han sido catalogados como fascistas. Pero, ¿realmente estos personajes representan el fascismo? ¿Podemos afirmar con certeza que encarnan ese fenómeno histórico? La respuesta es no. Aunque sus discursos puedan ser agresivos o atacar diversos sectores, eso no los convierte automáticamente en fascistas. Estamos presenciando cómo el progresismo woke se apropia del término, cargándolo de un matiz posmoderno.

Argumentan que el fascismo contemporáneo ya no es el de Hitler o Mussolini, sino una versión renovada que ha mutado y adoptado nuevas formas. Pero aquí me surgen varias preguntas para el lector: ¿Cómo podemos hablar de fascismo cuando las calles siguen abiertas para la protesta? ¿Cómo afirmar que vivimos bajo un régimen fascista cuando los mismos "antifascistas" pasan el día en redes sociales "combatiendo" este supuesto neofascismo sin restricciones reales? ¿Cómo decir que estamos en un régimen fascista, pero este no es el fascismo de Hitler?

El fascismo, históricamente, no se reduce a un simple gobierno autoritario o a figuras políticas agresivas; es un modelo político con características definidas, como la fusión del Estado con el capital en un sistema corporativista, la exaltación del nacionalismo y la militarización, y la supresión de la oposición mediante violencia organizada. No es casualidad que los regímenes fascistas hayan destruido sindicatos, ilegalizado partidos comunistas y aplastado toda disidencia con un aparato estatal de represión.

En este contexto histórico, el análisis de Trotsky adquiere gran relevancia. Según Trotsky, el fascismo surge como una respuesta militarizada de la burguesía, diseñada para destruir el movimiento obrero tras la derrota de una revolución proletaria. Para él, el fascismo no era simplemente un régimen autoritario, sino un mecanismo sistemático para canalizar la desesperación de la pequeña burguesía arruinada, utilizando la violencia organizada para eliminar la amenaza revolucionaria. Trotsky subrayaba que la verdadera lucha contra el fascismo requería la unidad inquebrantable de la clase trabajadora, a través de lo que llamó el Frente Único Obrero, en el que comunistas, socialistas y sindicatos se unieran para frenar la reacción burguesa.

Este marco teórico deja en evidencia que, para que un fenómeno político pueda ser considerado fascista, debe responder a criterios específicos de organización y represión. En contraste, las actuales etiquetas de ’fascista’ que se aplican de manera tan generalizada a diversas figuras, si bien a menudo evidencian autoritarismo o populismo de derecha, no se ajustan a las características estructurales que definieron históricamente al fascismo.

Con esta perspectiva, surge la pregunta: ¿encaja Milei en este esquema? La respuesta es no. El fascismo responde a un modelo que busca reforzar la relación entre el capital monopolista y el Estado mediante la represión directa y la aniquilación de la lucha de clases. En el caso de Milei, no existe una fusión del Estado con el capital; más bien, se observa un desmantelamiento del mismo en favor del mercado. No hay un aparato de violencia organizada estatal persiguiendo opositores, sino un caos neoliberal en el que la represión es fragmentaria y desordenada, y donde el proyecto corporativista que caracteriza al fascismo está ausente. Así, en el caso de Milei, observamos que no existe la fusión del Estado con el capital ni un aparato de violencia organizada estatal, características esenciales del fascismo clásico. En su lugar, lo que se impone es un desmantelamiento del Estado en favor del mercado y una subordinación directa a los intereses del capital financiero transnacional. Por ello, calificar este fenómeno como fascismo no solo resulta erróneo, sino que le confiere una fortaleza ideológica inexistente.

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A partir de esta reflexión, es importante analizar cómo el término “antifascismo” ha sido manipulado en el discurso político. Por ejemplo, el peronismo se proclama antifascista mientras facilita a Milei la aprobación de sus proyectos de ley. Paradójicamente, en la última sesión, un sector votó a favor de suspender las Elecciones Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias (PASO) para 2025, lo que demuestra que su discurso no siempre se alinea con sus acciones. Si tan antifascistas son, pero negocian con el "fascismo" de Milei, entonces ellos también son cómplices totales. Siguiendo su propia lógica, deberían ser tachados de fascistas.

Resulta absurdo el supuesto "plan de combate" que se presenta ante el autoritarismo actual basado en el sentimentalismo. Según ciertos discursos, la respuesta ante el avance de las fuerzas reaccionarias es, básicamente, un gesto cariñoso y simbólico. ¿Acaso se supone que si alguien nos apunta con un arma, la respuesta debería ser un abrazo?

Sin embargo, este "antifascismo" sentimental, que hoy se vende desde ciertos sectores del peronismo, es en realidad una máscara. No vivimos bajo un régimen fascista clásico, con una dictadura militarizada al estilo de los años 30 o 40, pero sí enfrentamos el avance de fuerzas reaccionarias –expresado hoy en el autoritarismo de figuras como Milei– que, bajo el pretexto de defender "la democracia" o la "libertad", imponen una agenda de control que amenaza los derechos laborales y la justicia social.

Teniendo en cuenta el análisis de Trotsky, es crucial recordar que, para combatir eficazmente las amenazas autoritarias, la única estrategia viable es la organización unida de la clase trabajadora. Trotsky sostenía que la única manera de frenar el avance de sistemas represivos era mediante un Frente Único Obrero, es decir, la unidad de todas las organizaciones obreras —comunistas, socialistas, sindicatos— en una lucha revolucionaria contra la reacción burguesa. La historia demuestra que, cuando la clase trabajadora se divide o se conforma con medidas simbólicas, las fuerzas reaccionarias pueden prosperar y consolidarse.

El problema radica en que, al proclamar una lucha contra algo que, en sentido estricto, no existe como fascismo clásico, el peronismo desvía la atención de la verdadera amenaza: el avance autoritario y neoliberal que ataca a los trabajadores. Esta postura idealista y simbólica –que se limita a ofrecer respuestas estéticas y a negociar con sectores reaccionarios– revela una profunda desconexión con la necesidad de una confrontación real y organizada. Mientras se predica un antifascismo de cartón, se sellan pactos con quienes, en última instancia, podrían sofocar cualquier intento de transformación social profunda.

Este uso oportunista y vacío del término "antifascismo" no es fruto de un enfrentamiento contra una amenaza clásica, sino una estrategia discursiva diseñada para desviar la atención. Los medios, ansiosos por amplificar controversias, refuerzan este espectáculo, mientras la clase trabajadora permanece fragmentada y desarticulada. La verdadera lucha no consiste en combatir un fascismo inexistente, sino en enfrentar de forma decidida el avance autoritario que pretende imponer un modelo de control y represión. Para ello, es indispensable la movilización organizada y la unidad de la clase obrera, tal como planteaba Trotsky.

En definitiva, el progresismo demuestra que su reacción no es más que una distorsión oportunista del término "fascismo", utilizándolo como una herramienta discursiva vacía para generar escándalo. Y este espectáculo no es casualidad: cuenta con el respaldo de los medios de comunicación, siempre dispuestos a amplificar cualquier controversia con tal de captar atención.

La trampa discursiva del progresismo

Podemos argumentar que esta simplificación del fascismo no es un error accidental, sino una táctica funcional a la propia supervivencia del progresismo dentro del orden burgués. En lugar de articular una lucha estructural contra el capitalismo —el verdadero germen de los totalitarismos modernos—, reduce la batalla contra el "fascismo" a una cuestión meramente moral y simbólica. Se limita a condenar ciertas figuras públicas, discursos agresivos y políticas reaccionarias sin cuestionar las bases materiales que permiten su existencia.

Este uso deliberadamente ambiguo del término "fascismo" le permite al progresismo mantenerse en una cómoda posición de resistencia pasiva. En lugar de construir un proyecto alternativo, en lugar de señalar que el neoliberalismo mismo es el caldo de cultivo que genera fenómenos reaccionarios como Milei, el progresismo opta por una estrategia puramente defensiva: escandalizarse, indignarse y victimizarse.

Pero hay algo más profundo: esta estrategia discursiva no solo es útil para desviar la atención de su propia falta de alternativas, sino que también sirve para preservar su lugar dentro del sistema. Al definir el fascismo de forma lo suficientemente ambigua, pueden reciclar la misma narrativa una y otra vez, adaptándola a cualquier coyuntura sin comprometerse con un proyecto revolucionario.

En otras palabras, la inflación del término "fascismo" no es un acto inocente: es un dispositivo de legitimación política para un sector que ya no representa una amenaza real para el orden establecido.

Esta táctica también permite una maniobra clave: neutralizar cualquier crítica desde la izquierda revolucionaria. Cuando el progresismo equipara "fascismo" con todo lo que le resulta desagradable, construye un marco discursivo en el que cualquier oposición fuera de su espectro queda automáticamente tachada de reaccionaria. Así, cualquier intento de señalar sus contradicciones internas, su incapacidad de enfrentar al capitalismo o sus acuerdos con sectores de derecha puede ser desechado con el simple recurso de la descalificación moral.

En última instancia, el progresismo no teme al fascismo—al menos, no al fascismo real—sino que lo necesita como un recurso retórico. Su razón de ser depende de la existencia de una amenaza constante, de un enemigo ficticio que justifique su rol de contención y su función dentro del juego democrático burgués. Por ello, su "antifascismo" nunca pasa del plano simbólico: condena el "odio" sin enfrentar las estructuras económicas que lo generan. Se indigna con figuras como Milei, pero no se atreve a confrontar el sistema que le dio lugar; y lo más irónico, legitima ese mismo sistema al respaldar sus proyectos de ley. Se lamenta por la creciente derechización, pero se niega a cuestionar el modelo que la produce.

Esta es la gran trampa del progresismo: un antifascismo que, en lugar de buscar la emancipación, perpetúa un statu quo en el que su papel es meramente decorativo. Aquí no hablamos de un fascismo material y tangible, sino del uso estratégico del término "fascismo" para inventar un enemigo falso, a partir del cual se autoproclaman antifascistas sin emprender una lucha real y transformadora.

¿Qué es entonces lo que realmente representa Milei?

Si no es fascismo, ¿qué es? Nos queda claro que no estamos viviendo en un régimen fascista. ¿Puede resurgir el fascismo? Por supuesto, no lo negamos, pero afirmar que ya está aquí es otra cuestión completamente distinta. La pregunta fundamental no debería centrarse en si esto es o no es fascismo, sino en lo que verdaderamente representa. ¿Qué simboliza Milei para la Argentina? ¿Qué fuerzas y transformaciones encarna su figura dentro del panorama político y social del país?

Milei tiene un plan de ajuste claro, que no ataca a un sector, sino a todos: diversidades, feminismos, trabajadores, universitarios, docentes, jubilados, la salud y otros sectores. Es por eso que debemos planear un plan de lucha real contra este gobierno. Sabemos muy bien que este gobierno no se sustenta por sí solo, sino por los diputados del PRO, la UCR y el mismo "antifascismo" del Peronismo, que siempre apoya sus proyectos en el Congreso. La resistencia debe ser llevada a cabo por la clase trabajadora en las calles, no como algunos que se pasan el día dando consejos a Milei en Twitter, sin el descaro de convocar a marchas. No somos sectores individuales; lo vimos en la marcha del primero de febrero, donde se demostró la gran unidad de los diferentes sectores agravados por Milei.

Ante este panorama, la pregunta fundamental no debe centrarse en si etiquetar o no a este gobierno de "fascista", sino en reconocer lo que verdaderamente representa: un ataque frontal a las condiciones de vida de la clase trabajadora, que se extiende a lo material, cultural, identitario y social. La respuesta no puede limitarse a gestos simbólicos o discursos vacíos; es indispensable construir una resistencia real y organizada.

Inspirados en la idea del Frente Único Obrero, tal como lo planteaban Trotsky y complementado por las ideas de Marx y Lenin, es imperativo unir a todas las organizaciones y sectores populares en una lucha común. Marx nos recuerda que “la historia de todas las sociedades hasta ahora existentes es la historia de la lucha de clases”, mientras Lenin advierte que la unidad revolucionaria es indispensable para derrocar la dictadura del capital. No se trata de combatir un fascismo inexistente en el sentido clásico, sino de enfrentar de manera unificada el avance autoritario y neoliberal que busca consolidar el poder del capital y perpetuar la opresión.

Sabemos que este gobierno se sustenta en la colaboración de sectores como el PRO, la UCR y, sorprendentemente, la corriente "antifascista" del peronismo, que facilita la aprobación de sus proyectos en el Congreso. Es hora de dejar atrás las soluciones fáciles y los gestos simbólicos, y pasar a la confrontación real: la construcción de un movimiento de resistencia desde la base, una fuerza unificada que no tema enfrentarse directamente a los sectores del poder que representan la reacción y el capital.

Solo así podremos garantizar una verdadera defensa de los derechos de los trabajadores y asegurar un futuro digno para todos,todas y todes.