Al cumplirse 82 años del asesinato de León Trotsky destacamos el poder de fuego en la oratoria del dirigente junto a Lenin de la Revolución Rusa de 1917.
Daniel Lencina @dani.lenci
Sábado 20 de agosto de 2022 00:00
Ilustración: Sabrina Rodríguez
La revolución entre otras cosas implica la pluralidad de voces que toman la palabra para dirigir el nuevo destino de sus vidas. En el caso de la Revolución Rusa se destacó la voz de León Trotsky que en la Revolución Rusa de 1905 ya había demostrado de lo que era capaz en un diálogo de masas con los trabajadores.
Pero ¿fue un hecho aislado? ¿o a lo largo de su vida expresó los sentimientos más profundos de las clases trabajadoras y oprimidas de Rusia en el remolino de la revolución? Aquí intentaremos responder esas preguntas.
En el banquillo de los acusados
Luego de la derrota de la Revolución Rusa de 1905, los dirigentes del soviet fueron llevados al juicio político que organizó el zarismo para ponerle fin a la revolución, incluso en el terreno jurídico. Pero el código penal del absolutismo ruso era tan antiguo que ni siquiera contemplaba la posibilidad de una insurrección de masas contra su forma de gobierno.
Así, el 19 de septiembre de 1906 León se sentó en el banquillo de los acusados. Afuera el tribunal era rodeado por una masa de cosacos y soldados. Imposible escapar. Adentro reinaba el estado de sitio y los cosacos se paseaban con el sable desenvainado. Mientras tanto, dentro del tribunal hubo múltiples “incidentes” que demostraban la simpatía por los dirigentes del soviet.
Desde el jurado tiraban flores, cartas y dulces a los revolucionarios en señal de simpatía a los acusados. Había tantas flores que no se podían sentar en el banquillo y cuando lo hicieron, sostenían los ramos de flores en las manos y piernas.
En otra sala esperaba un numeroso grupo de obreros que fue citado a declarar en calidad de testigos. Pronto empezaron a cantar canciones revolucionarias que llegan a los oídos del presidente del juicio. Cuando llegó su turno los trabajadores dijeron que ellos también tendrían que ser enjuiciados porque los dirigentes del soviet eran sus representantes directos. No se equivocaron: el soviet representaba a 147 fábricas, 34 talleres y 16 sindicatos, compuesto en su mayoría por metalúrgicos, textiles, gráficos, empleados de comercio y farmacéuticos.
Ante el tribunal los trabajadores presentaron unas cartas, todas manchadas con grasa porque circularon por miles de manos fabriles que estamparon su firma pidiendo la absolución a los acusados o bien que a todos los metan presos. Un apoyo de masas nunca antes visto.
Los dirigentes se habían dividido las intervenciones y si bien en la cárcel habían pensado la posibilidad de una fuga colectiva, les pareció mejor opción usar el juicio como tribuna política, para llegar con su voz hasta el último obrero y campesino pobre de toda Rusia.
A Trotsky le tocó hablar sobre el punto más peligroso: la insurrección armada. En su alegato aceptó la acusación de preparar la insurrección armada con una condición: que el gobierno acepte todos los crímenes que cometió contra el pueblo ruso; desde el “Domingo sangriento” hasta los pogromos que eran verdaderas matanzas contra el pueblo judío. Y terminó diciendo que si el imperio Ruso tenía esa forma de gobierno basada en la matanza y la violencia contra el pueblo entonces él reconocía que en octubre y noviembre de 1905 ellos se armaban en contra de la forma de gobierno del Imperio Ruso. Esa fue una de sus grandes intervenciones, poniendo en aprietos al presidente del juicio.
La sentencia fue el destierro perpetuo en Siberia y el 5 de enero de 1907, los condenados empezaron a ser trasladados. Pero León nunca llegó a destino porque se escapó de la cárcel.
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“¡Usted no está en el Circo Moderno!”
En plena Revolución de 1917, Trotsky frecuentaba el Circo Moderno, donde solía hablar ante el pueblo trabajador y los soldados. Pero dejemos que sea el mismo quien lo relata en su autobiografía Mi Vida:
“Las reuniones en el Circo Moderno presentaban un interés especial, no sólo para mí sino para mis adversarios. Estos consideraban el Circo como mi trinchera, y ni siquiera intentaban hablar. Por el contrario, cuando yo atacaba a los conciliadores en el soviet, me gritaban:
–¡Usted no está en el Circo Moderno!
[…] Yo solía hablar en el Circo por las tardes y a veces por la noche. El público se componía de obreros, soldados, laboriosas madres de familia, adolescentes de la calle, la gente más oprimida de la gran ciudad. No había espacio libre, la gente se apretujaba. Los niños se subían a los hombros de sus padres. Los bebés succionaban el pecho de sus madres. Nadie fumaba. Parecía que las galerías iban a hundirse de un momento a otro por la sobrecarga. Para llegar a la tribuna, tenía que pasar por una angosta trinchera de cuerpos, cuando no me levantaba en brazos el público. En aquella atmósfera cargada de respiraciones y esperas, estallaban en gritos, en esos alaridos apasionados característicos del Circo Moderno. En torno a mí, encima mío, codos estrechamente cerrados, pechos, cabezas... Hablaba como desde el fondo de una cálida caverna de cuerpos humanos. Cuando hacía un gesto un poco amplio, tropezaba con alguien que me daba a entender con un gesto amistoso que no le diera importancia y que siguiera hablando. Ningún cansancio podía subsistir a la tensión eléctrica de esa aglomeración humana. Esa multitud quería saber, comprender, encontrar su camino. Había momentos en que parecía sentirse hasta en los labios el conmovedor cuestionamiento de aquella multitud fundida en un solo ser. En aquel instante, todos los argumentos, todas las palabras preparadas de antemano se esfumaban bajo la presión imperiosa de aquella solidaridad de sentimientos. Y surgían otras palabras de las sombras, otros argumentos, armados inesperadamente por el orador, pero necesarios para las masas. Y entonces el propio orador tenía la impresión de escuchar a alguien que hablaba muy cerca de él, de no poder seguir lo suficientemente su pensamiento y su única preocupación era que su doble, como un sonámbulo, cayera del anfiteatro al son de su voz reflexiva.
Así era el Circo Moderno. Tenía su propia fisonomía, fogosa, tierna, apasionada. Los bebés seguían succionando tranquilamente los senos de donde partían gritos de entusiasmo o de amenaza. La propia muchedumbre era como un bebé cuyos labios resecos se pegan a los pezones de la revolución. Pero esta criatura se hacía rápidamente mayor.
Salir del Circo Moderno todavía era más difícil que entrar. La multitud, fundida, no quería separarse. No se dispersaba. Agotado, casi desfallecido, era necesario ir flotando sobre los hombros, sobre las cabezas de la muchedumbre, hasta ganar la puerta. A veces, veía de pasada las caras de mis dos hijas, que vivían con su madre en el vecindario. La mayor tenía dieciséis años, la pequeña quince. Apenas tenía tiempo de hacerles una seña con los ojos o estrechar su mano cálida y tierna. La multitud nos separaba nuevamente”.
Como diríamos en la jerga futbolera: un verdadero crack dentro y fuera del Circo Moderno…
En Kronstadt, en las fábricas y en todas partes…
Luego de la Revolución de Febrero de 1917 cuando los soviets crecían por toda Rusia hubo uno en particular que se destacó y fue el de los marineros de Kronstadt. Allí, los rudos marineros declararon que no reconocerían otro poder en la fortaleza que el del propio soviet. Tempranamente entró en conflicto con el Gobierno Provisional compuesto por el partido Kadete de la burguesía liberal, los Mencheviques y Socialistas-revolucionarios. Ese fue uno de los centros de gravedad desde donde Trotsky hizo militar a los marineros, los orientó, dialogando con ellos, preguntando que si lo que era bueno para ellos ¿no será bueno para los oprimidos de toda Rusia? Una vez que los convenció del rol de vanguardia que debían cumplir dijo Trotsky que Kronstadt rojo se convirtió en un pararrayos de las pasiones políticas.
Pero, si de algo no hay dudas es que la trilogía sobre la vida de Trotsky que escribió Isaac Deutscher es la mejor de todas. Y por eso dejaremos que sea el mismo quien relate los momentos previos a la insurrección de Octubre de 1917. Una vez más, vemos a Trotsky hablar, contagiar de entusiasmo político a las masas, arengando al pueblo trabajador a confiar solo en sus propias fuerzas.
Según Deutscher tres días antes de la insurrección, Trotsky habló ante una concentración de masas en la Casa del Pueblo:
“[…] ‘la multitud se encontraba en estado de extasis’. Trotsky le pidió que repitiera con el las palabras de un juramento. ‘Una muchedumbre innumerable levantó sus manos’. Trotsky pronunció con fuerza las palabras: ‘Que este voto sea su juramento de que con toda la fuerza y voluntad de sacrificio apoyaran al Soviet, que ha asumido la responsabilidad de consumar la victoria de la revolución y de darle al pueblo tierra, pan y paz’. La muchedumbre innumerable mantiene sus manos en alto. Está de acuerdo. Hace el juramento… Trotsky ha concluido. Otra persona ocupa la tribuna. Pero no vale la pena esperar y ver mas […] la cualidad teatral de las apariciones de Trotsky y la excelsitud casi poética de sus discursos no eran menos efectivas que sus ruses de guerre para confundir a los dirigentes antibolcheviques. Estos estaban demasiado acostumbrados a los brillantes fuegos artificiales de su oratoria para sospechar que esta vez el fuego era real”.
Convenciendo a los “desertores” en la guerra civil
Una cosa es organizar la insurrección y triunfar pero otra cosa es sostener la revolución e imprimirle su dinámica permanente. La guerra civil es la continuidad de la revolución por otros medios. Y aquí también no todo se decide en la cantidad de municiones, fusiles y artillería pesada. También juega un papel fundamental el factor moral, subjetivo, del soldado de la revolución que aprieta el fusil como la fuente de su poder.
Pero ¿qué pasa si hay miles de soldados que flaquean cansados de la guerra? ¿qué pasa si deciden abandonar masivamente el frente de guerra para volver a casa, o ni siquiera responden los llamados al enrolamiento dejando indefensa a la revolución?
Nuevamente Mi Vida nos transporta a esos momentos difíciles:
“En las provincias de Kaluga, Voronej y Riazan había miles de campesinos jóvenes que no respondieron a la primera llamada de los Soviets para el enrolamiento. La guerra se estaba librando lejos de sus tierras; el reclutamiento funcionaba mal. Los llamados no se tomaban en serio. Los que no se presentaban quedaban calificados como desertores. Se abrió una campaña severísima contra la deserción. En el comisariado de guerra de Riazán se concentraron unos quince mil “desertores”. Una vez que pasaba por Riazán decidí verlos de cerca. Pretendieron disuadirme diciéndome que “podía pasar algo”. No pasó nada. Todo marchó magníficamente. Los sacaron de las barracas al grito de “¡Camaradas desertores, acudan al mitin que el camarada Trotsky viene a dirigirnos la palabra!”
Fueron saliendo de sus barracas con caras de excitación y curiosidad, como los chicos de la escuela. Yo me los imaginaba mucho más imponentes. Ellos, a su vez, se habían imaginado a Trotsky mucho más terrorífico. A los pocos minutos, estaba rodeado de una muchedumbre gigantesca, inquieta, bastante indisciplinada, pero que no me miraba con hostilidad, ni mucho menos. Los “camaradas desertores” me miraban de tal manera que parecía que iban a saltárseles los ojos de las órbitas. Me subí encima de una mesa en el patio y les hablé durante una hora y media aproximadamente. ¡Aquel sí que era un auditorio agradecido! Me esforcé por infundirles la conciencia de su fuerza y al terminar les invité a que levantasen la mano en señal de fidelidad hacia la revolución. Se les veía ganados para las nuevas ideas. Un entusiasmo sincero se había apoderado de ellos. Me acompañaron hasta el automóvil, al que echaron unas miradas terribles, pero no ya de miedo como antes, sino de entusiasmo; gritaban a voz en cuello y no querían dejarme marchar. Más tarde supe, no sin cierto orgullo, que uno de los recursos educativos más eficaces que se les podía aplicar, en caso de resistencia, era preguntarles: “Y bien, ¿qué le prometieron a Trotsky?”. Los regimientos que formaron los “desertores” de Riazan pelearon brillantemente en los frentes”.
“Tempestad de aplausos…”
Solo a modo de “ayuda-memoria” vale recordar que John Reed, el autor de la mejor crónica de la Revolución Rusa llamado Diez días que estremecieron al mundo, cada vez que describe a Trotsky interviniendo en el Soviet se refiere a él en términos de “tempestad de aplausos”, “ovación” y nuevamente “tempestad de aplausos”.
Echemos mano a una cuenta de matemática simple y que solo baste decir que León Trotsky aparece nombrado en el libro 87 (ochenta y siete) veces mientras que Stalin, su futuro asesino, solo aparece 2 (dos) veces.
Es notable que ese clásico de la literatura de izquierda, que tan bien supo recomendar Lenin a los millones de obreros del mundo, prologando su libro en 1919 y finalizando con las palabras de que el libro cuenta realmente qué pasó en los días más audaces de la revolución. Toda una confesión inmortal, un “cross en la mandíbula” diría Roberto Arlt, que ninguna lluvia de calumnias podrá ocultar, borrar, ni menos aún deformar.
La voz de la revolución, el rugir el León, se hará eco y encontrará otras miles de almas que en el mundo levanten la mano y hagan el juramento de luchar hasta el final por una vida que merezca ser vivida.
[Video] Discurso de Trotsky a su llegada a México
Daniel Lencina
Nacido en Buenos Aires en 1980, vive en la Zona Norte del GBA. Integrante del Partido de los Trabajadores Socialistas desde 1997, es coeditor de Diez días que estremecieron el mundo de John Reed (Ed. IPS, 2017) y autor de diversos artículos de historia y cultura.