El 22 de febrero cuatro jóvenes murieron ahogados por monóxido de carbono en un incendio en ese centro de “salud mental” del norte del Gran Buenos Aires. El hecho no tuvo casi cobertura mediática, pese a que se sabía incluso que el lugar no contaba con habilitación del Ministerio de Salud bonaerense. ¿Quién es Alejandro Merenzon, responsable de que varios de esos jóvenes fueran internados en esa comunidad y que hace décadas lucra con la vida y la muerte de consumidores problemáticos de drogas? ¿Qué rol cumple el Órgano de Revisión de la Ley de Salud Mental provincial?
Sábado 23 de abril de 2022 00:00
Foto El Diario de Pilar
La Argentina vivió una masacre que fue invisibilizada por gran parte de la prensa nacional. El martes 22 de febrero pasado, cuatro jóvenes con consumo problemáticos de drogas, de entre 22 y 24 años, todos pibes de familias trabajadoras, murieron intoxicados por monóxido de carbono tras un incendio en el centro de rehabilitación Resiliencia San Fernando, de la ciudad de Pilar, el cual no contaba con la habilitación correspondiente por parte del Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires.
Nicolás Ortiz, Rodrigo Moreno, Nahuel Castaño y Nicolás –su familia prefiere no revelar su apellido-, estaban sobremedicados con potentes psicofármacos. Sedados, dormidos, privados de la libertad, no pudieron escapar a las llamas.
Tras el incendio, tras las muertes, se esconde una persona que desde mediados de los 90 estafa y usufructúa con la desesperación de los usuarios de drogas y sus familias: Alejandro Merenzon.
¿Quién es Merenzon? De 66 años, el mismo se presentaba en una web ya dada de baja como un “ex adicto, recuperado a partir de haber realizado un tratamiento de rehabilitación … sin recaídas posteriores vinculadas a la drogodependencia en sus ya 20 años de recupero”. Tras “rehabilitarse”, a mediados de los 90, fundó la comunidad terapéutica “a puertas cerradas” El Gran Paraíso, cerca de la Ruta 8, en Pilar. Tras un año la cerró y creó la web www.elgranparaiso.com.ar, desde donde simulaba dirigir la inexistente comunidad homónima, pero en realidad la misma era usada para tercerizar internaciones involuntarias en otros centros se rehabilitación, como la Fundación Viaje de Vuelt y la Fundación San Camilo.
Él mismo ofrecía en la web un servicio de secuestro de adictos a las drogas: “nuestro equipo altamente especializado acudirá para internarlo quiera o no el adicto. Tenemos 50 métodos y técnicas para internar en 5 minutos a quién no quiere”. Luego continuaba: “…nosotros acudiremos al domicilio con o sin orden judicial de internación, con o sin personal policial, con o sin ambulancia o patrullero, con o sin personal médico”.
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Merenzon ofrecía un grupo de tareas, integrado por consumidores de drogas, para secuestrar a otros adictos: “…también contamos con dos vehículos particulares y un equipo de 4 ex adictos acostumbrados a internar en contra de la voluntad, con o sin violencia y forcejeo, en sólo 5 minutos a todas las personas necesitadas de un tratamiento obligatorio”.
Primero, Merenzon les cobraba a las familias miles de pesos por una consulta inicial –las recibía en su casa del country El Jagüel o en el Sheraton de Pilar- y después más dinero por la internación involuntaria, la cual las familias en realidad podían gestionar directamente con cada institución. Mientras algunas familias se daban cuenta de la estafa en la primera consulta y desistían de la internación, otros terminaban cayendo en sus redes.
“¿Cómo definiría a un adicto?”, le pregunté a Merenzon personalmente cuando lo entrevisté en 2008, sin que él supiera que en realidad era mi objeto de investigación para un artículo de THC, la revista de la cultura cannábica. “Es un bicho jodido que no quiere rehabilitarse. Va a contramano de las normas familiares: no está presente a la hora de la cena; cuando la familia se levanta para ir a trabajar, el tipo recién llega, drogado y alcoholizado… Es todo un caos vivir con un adicto”, contestó con un vozarrón que acompasaba su metro noventa de estatura.
El artículo de la THC tenía la finalidad de detener a Merenzon. Pero si bien fue enviado a varios organismos del Estado y defensores de los derechos humanos, nada pasó. Merenzon siguió usufructuando con la vida de los otros.
La comunidad
En 2017 fue el turno de publicar La comunidad, viaje al abismo de una granja de rehabilitación (Ed. Sudestada), libro en el que desarrollo, principalmente, las violaciones a los derechos humanos que sufrieron decenas de usuarios del sistema de salud mental en la Fundación San Camilo –donde derivaba Merenzon- un centro de rehabilitación fundado a fines de los 90, también de Pilar. En San Camilo los internos eran encerrados durante meses en celdas, sin baños, con colchones orinados, sobremedicados y con platos de comida malolientes que eran entregados por debajo de los barrotes. “Engomados” les decían, cual jerga tumbera.
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Dos personas fueron las protagonistas del libro: Felipe Mariñansky (41) y Saulo Josías Rojas (23). Mientras Felipe, quien no tenía problemas de consumo sino un retraso madurativo y HIV, estuvo institucionalizado durante una década y murió víctima de un golpe que le provocó un hematoma subdural crónico, Saulo se suicidó once días después en una de las celdas de San Camilo, tras haber sido golpeado y privado de la insulina que tomaba para la diabetes.
La comunidad, a su vez, reconstruye cómo Merenzon engañó a la familia de Matías Lamorte (31) y lo internó en el Programa San Antonio, una granja de Pilar que era dirigida por Nicolás Perrone, un consumidor de drogas con antecedentes penales. A los cinco días de ser internado, en mayo de 2015, Matías muere de un “edema pulmonar” luego de agonizar durante cinco horas. Sus últimas palabras fueron “me ahogo, me ahogo”. En San Antonio no había médicos ni enfermeros. Dos niños, de 15 años y también usuarios de drogas, estaban de guardia esa noche.
Tras la publicación del libro, me anoticié de un caso anterior al de Matías. Franco Ruiz Díaz (27) había sido internado por Merenzon en San Antonio en 2013. A fines de abril de ese año Franco apareció ahorcado en una de las habitaciones.
Como la familia de Ruiz Díaz nunca creyó en la teoría del suicidio y denunció a Merenzon, éste fue imputado por la Fiscalía N°1 de Pilar en la causa caratulada como “averiguación causales de muerte”. Sin embargo, la causa fue archivada como “suicidio”. Por la muerte de Lamorte jamás fue citado a declarar, si bien los padres del joven, Alberto y Adela, sí testimoniaron que le pagaron a Merenzon por la internación.
Si bien los Lamorte, asesorados por la Clínica Jurídica del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), hizo una “presentación de medidas de prueba” para que se instruyera la muerte de su hijo, el doctor Germán Camafreitas, titular de la Fiscalía N°3 –la misma que investiga el incendio en Resiliencia- después de muchos meses aún no ha resuelto el requerimiento.
Sólo la muerte de Saulo Rojas fue instruida por la Fiscalía N°4 de Pilar y elevada a juicio oral como “homicidio culposo”, pero no por el obrar del Poder Judicial sino por la tenacidad de su madre, Miriam Lucero, su abogado, el doctor Yamil Castro Bianchi, y las pruebas y testigos que aportó quien escribe.
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Un fiscal de Pilar, que tuvo una de las causas antes mencionadas, explica por qué nunca son instruidas las “muertes dudosas” en instituciones de salud mental. “Nosotros investigamos sólo el 10 % de las causas que nos llegan. Así es el sistema. El 90 % se archiva. La denuncia simple, como éstas contra Merenzon, se cajonean porque es difícil encontrar pruebas y testigos. Si las familias no nos traen evidencias, no podemos hacer nada. Porque estamos tapados con casos de robos, asesinatos, violencia de género y un sinfín de delitos”.
Tras el libro, gracias a la labor de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), presidida por el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel y dirigida por el abogado Roberto Cipriano García, San Camilo fue clausurada. El Órgano de Revisión (OR) de la Ley de Salud Mental de la Provincia de Buenos Aires, que falsamente dirigía entonces el doctor Marcelo Honores, nada hizo. Sólo acompañó desde la pasividad cuando la CPM tomó la iniciativa.
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Gracias a la difusión del libro, en 2018 Luciano Graso, exdirector nacional de Salud Mental y Adicciones del macrismo, me recibió en su despacho. Le hice un informe pormenorizado sobre Merenzon y le entregué las carátulas de las ocho causas penales, por “estafa” y “privación ilegal de la libertad”, que pesaban sobre él. También envié varios mails al OR Nacional de la Ley de Salud Mental y hablé personalmente con María Graciela Iglesias, su secretaria ejecutiva, sobre el peligro que representaba. Nunca recibí respuesta de ninguno de los dos funcionarios.
El OR recién inspeccionó San Antonio un año después de la publicación del libro. Tras la inspección, de la cual participó el Ministerio de Salud de la provincia, a pesar de las dos muertes y que la CPM constató y denunció las violaciones a los derechos de los usuarios -“sobremedicación, hacinamiento, internaciones involuntarias, pacientes atados a las camas”-, la granja no fue clausurada.
Seis meses después, Claudia Alejandra Martínez (40), una humilde madre de cuatro niños, murió por fallas renales mientras dormía la siesta. De nuevo, no había médico alguno que la asistiera.
San Antonio recién fue clausurada tres años después, en junio de 2021, no por la iniciativa del OR sino porque personalmente alerté a la CPM que dentro de la institución estaba el dueño, Nicolás Perrone, amenazando a los usuarios con un revólver en la cabeza. “¡Andá a la esquina a ver si llueve!”, les gritaba con el dedo en el gatillo.
Tras el libro, con el paso de los años, un sinfín de muertes -todas en Pilar- se fueron apilando en la casilla de mensajes:
Nicolás Quiroz (16), murió electrocutado el 19/12/2012 en Vencer para Vivir.
Muertes que nunca fueron investigadas por el Poder Judicial de Pilar, como ordena el OR Nacional en su Resolución Nro. 15/2014 – Muertes en Instituciones Monovalentes de Salud Mental, que establece que todo fallecimiento dentro de una institución de salud mental debe ser investigado judicialmente como una “muerte dudosa” y que el OR mismo debe impulsar la investigación y apoyar a los familiares.
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Tras las clausuras de San Camilo y San Antonio, Merenzon buscó nuevos horizontes para su negocio. Actualmente interna en dos granjas, también de Pilar: Resiliencia San Fernando –el sitio de la Masacre-, dirigida por Emanuel Cambra, y Reencontrarse, cuyo dueño es Cristian Beluzzo, dos exconsumidores de drogas, sin ningún tipo de formación médica, que aprendieron del negocio de las granjas de rehabilitación cuando estuvieron internados en San Antonio.
Ante Ludmila Castaño, hermana de Nahuel -una de las víctimas del incendio- Merenzon se presentó como el director de la Asociación Civil Nuevo Camino, el nuevo nombre que le puso a su fachada. “Nos cobró $ 7.500 por la admisión y $ 33 mil por la judicialización que hizo una abogada, a quien nunca vimos”, denunció Ludmila ante este cronista. Trámite judicial que es innecesario pagar a un abogado porque la hace la institución cuando un usuario es internado en contra de su voluntad, como dicta la Ley de Salud Mental.
La masacre
Luis Onofri, Director Ejecutivo del Consejo Municipal contra La Violencia Institucional de Ramallo, quien investigó el incendio en Resiliencia junto a la CPM, constató que Martín Abella y Joaquín Perea Correa, dos de los sobrevivientes, también fueron internados por Merenzon en Resiliencia. María Esther Perea, madre de Joaquín, depositó $ 16 mil en una cuenta del Banco Patagonia a nombre de Julia Merenzon, hija y secretaria de Alejandro. Ambas familias conocieron a Merenzon a través de Miguel Romano, un abogado penalista que se desenvuelve por los pasillos de los tribunales de Ramallo ofreciendo soluciones mágicas bajo el brazo.
Ramón Ibarra, un humilde trabajador del hipódromo de San Isidro, también internó a su hijo Ezequiel (29) a través de Merenzon en la Sede “San José” de Resiliencia. Al convivir con una epilepsia que le generaba varios ataques al día, Ramón no podía darle a su hijo los cuidados que necesitaba. El 17 de noviembre de 2021 Ezequiel apareció ahogado en la pileta de este centro clandestino de detención.
El 2 de julio del año pasado, Pedro, de 45 años, fue ahorcado en su casa de Wilde cuando se resistió a que tres adictos a las drogas lo internaran en contra de su voluntad en la comunidad Reencontrase. Pedro es un nombre ficticio, su familia no quiere hacer público el caso. Su madre, una mujer de 80 años, sufre una angustia insoportable tras haberle pagado $ 30 mil a Merenzon.
Valeria Grisola, una madre que rescató a su hijo, Mateo, de Resiliencia, en febrero de 2021, denunció telefónicamente ante el OR provincial la privación ilegítima de la libertad y las violencias varias que sufrió su hijo. El OR jamás le dio respuesta.
Durante todo 2021 alerté al Estado nacional, provincial y local de Pilar sobre las extrañas circunstancias de las muertes de Ezequiel y Pedro. Lamentablemente no escucharon.
Los tres Estados, junto al OR provincial, sabían de la existencia de este centro clandestino de detención y nada hicieron. Recién se activaron los mecanismos del Estado con los cuatro muertos tendidos sobre la Masacre de Resiliencia San Fernando.
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La masacre
Este racconto insoportable, intolerable, busca enfatizar que, en estos ya más de diez años de investigación, nunca leí algo tan descarnado como el informe que realizó Luis Onofri, junto a la CPM, sobre el incendio en Resiliencia San Fernando.
Según Onofri, los hechos “podrían catalogarse como homicidio, torturas, privación ilegítima de la libertad, malos tratos e incumplimiento de los deberes de funcionarios públicos”. Todos los usuarios estaban internados en contra de su voluntad, vivían sobremedicados, golpeados y humillados por los operadores (todos exconsumidores de drogas). Los 26 internos vivían hacinados en tres habitaciones. Muchos de ellos dormían tirados en los pasillos. Uno de los internados era un menor de 15 años.
Onofri reconstruyó que Nicolás Ortiz, uno de los pacientes, salió de la comunidad el viernes 18 de febrero a las 11 de la mañana con la orden de comprar alimentos. Regresó a las 14, pero sin la mercadería. El operador “Rolo” lo interrogó y Nico confesó que compró y consumió cocaína. “En ese marco, Nicolás cursa un cuadro de sobredosis leve con taquicardia”, relata el informe. Llegó una ambulancia. Descartaron riesgo de vida. Los profesionales de la salud “indican que vaya a control el día lunes”. Segundos después “Rolo le grita ’Sos un gil, un boludo, te voy a sacar todos los beneficios’”. Principalmente visitas a su casa familiar. Rolo le administra “clonazepam, Levotiroxina y Etumina por 2 Mgs.”. Chaleco químico, que era aplicado indiscriminadamente sobre toda la población “de forma sistemática tres veces al día. Mañana, tarde y noche”.
La vida de Nico se transformó en un infierno. Sus compañeros lo veían “muy mal, triste, a veces alterado” y amenazaba con quitarse la vida. Estas ideaciones suicidas no sólo no fueron atendidas, sino que fueron exacerbadas con “insultos y humillaciones contra su persona” por los operadores.
A Nico lo doparon nuevamente y lo encerraron en la habitación número 2. El día martes –el día de la masacre- se levantó a las 8:30, lo empastillaron y “comenzó a mostrar alteraciones de ánimo”. A las de las 10 “prende fuego una pila de colchones, ingresa a su habitación y cierra la puerta”.
Cabe enfatizar que Nicolás no tuvo la intención de iniciar el fuego. Onofri explica que el cóctel administrado generó “un efecto paradójico. Resulta necesario aclarar que las conductas autolesivas, en estos casos, no deben comprenderse como episodios aislados del contexto, libradas a la voluntad de los individuos que las practican”. Onofri desarrolla que al no existir la posibilidad de reclamar derechos a través de la palabra “no deja más opción a los jóvenes que canalizar dichos impulsos contra uno mismo o contra otros, un pasaje desde el campo del pensamiento hacia la acción”. Cuando el lenguaje trasciende, surge la violencia. Nico no quería matar ni matarse, sino que ya no sabía cómo vociferar sus ruegos.
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Ya al fuego nada lo detiene. “El humo rápidamente tomó toda la casa dificultando la respiración y visibilidad”, acreditan los testigos. No había matafuegos, plan de evacuación ni profesionales idóneos.
El horror de esta historia esconde un héroe. Su nombre es Martín Abella, un interno de Resiliencia, quien “junto con otros usuarios y operadores comenzaron a evacuar a los presentes llevándolos al patio exterior”. Ya fuera de la casa observaron que faltaban varios de ellos. Martín ingresó a la casa y rescató a tres de sus cuatro amigos de la habitación 1.
Con el fuego como escudo impenetrable, tomó un hacha y, con furia e impotencia, rompió la reja de la ventana exterior y rescató al último sobreviviente. El héroe también destrozó la reja de la habitación 3, donde yacía el otro Nicolás, la víctima anónima. Pero el héroe nada pudo hacer. Nicolás estaba dormido y su cuerpo, de una inmensidad noble, no pudo ser erguido por el héroe. No importa Martín, las loas ya son tuyas.
Mientras tanto, Nahuel se despabilaba de los psicofármacos y gritó desesperadamente a través de la reja de la habitación 2. Nicolás Ortiz nada dijo, dormía hacia la nada. Joaquín Correa Perea, otro héroe interno, arrojó un tacho de basura lleno de agua contra la ventana de la habitación, donde clamaba su amigo Rodrigo. Martín hizo lo imposible también por rescatar a sus tres compañeros, completamente sedados. Pero no, no pudo ser. El techo de la casa se desplomó sobre los tres cuerpos olvidados.
Estas son las cuatro víctimas de la Masacre de Resiliencia San Fernando:
Todos eran muchachos que habían recaído en consumos problemáticos por la falta de oportunidades. ¡Si no cómo apagar tanta angustia! Algunos fueron víctimas de Alejandro Merenzon. Todos fueron ultimados por el lucro deshumanizado de Emanuel Cambra, el dueño de Resiliencia, y la desidia del Estado, principalmente del OR de la provincia, que no actuó ante la denuncia de Valeria Grisola ni ante la trágica muerte de Ezequiel Ibarra el año pasado.
De haber actuado, las cuatro víctimas de la Masacre de Resiliencia San Fernando estarían vivas, junto a sus familias.
El doctor Camafreitas, titular de la Fiscalía N°3, la misma que nunca instruyó las muertes de Agustín Quiroz y Matías Lamorte, caratuló la causa como “homicidio”, la cual recayó en el doctor Ceballos del Juzgado de Garantías N°6 donde reposan –quizá por avatares del destino- las quince muertes acaecidas en Pilar.
Ya el horror es demasiado. Ya muchos han muerto, torturados, en centros clandestinos de rehabilitación y también en lugaeres habilitados por el Ministerio de Salud. Ya es hora de que el Poder Judicial y el Estado en general, como dictan distintos tratados internacionales de orden constitucional, abran los ojos ante el horror que subyuga a los usuarios de drogas en el submundo de las granjas de rehabilitación.
Como legó el querido sociólogo y criminólogo noruego Nils Christie, es hora de “ponerle un límite al dolor”.
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A diferencia de en las otras “muertes dudosas”, esta vez la justicia se sacó la venda de los ojos. Las llamas de la Masacre quizá arden demasiado. El 9 de marzo pasado, Emanuel Cambra fue detenido a pedido del fiscal Camafreitas, acusado de “homicidio simple con dolo eventual”, delito que prevé una pena de entre 8 y 25 años de cárcel. Se negó a prestar declaración indagatoria. Tan sólo esbozó una mentira: “Yo quería ayudar a los chicos”.
Alejandro Merenzon, el mecenas de tantos muertos desde hace tantos años, aún no está citado en la causa.
Pablo Galfré es autor de La Comunidad, viaje al abismo de una granja de rehabilitación (Ed. Sudestada, 2017) y el podcast documental Muertes en el internado (Pódimo)